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Capítulo 11

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HABÍA pasado las últimas horas encerrada en su habitación y sabía que su insociabilidad estaba rozando la grosería. Afortunadamente, no había visto a nadie cuando regresó a la casa.

Una vez en la habitación, se había quitado la ropa sucia y mojada mientras se esforzaba por no estallar en lágrimas. Ni siquiera sabía por qué sentía aquellas ganas de llorar: era verdad lo que le había dicho a Fausto acerca de que había sido la experiencia más maravillosa de su vida. Quizá fuera esa la causa de sus lágrimas… porque ciertamente no iba a repetirse nunca más.

Había esperado que media hora de ducha caliente a punto de arder la ayudara a recuperarse, pero se había sentido todavía más abatida cuando salió, tan colorada como un cangrejo. Después de ponerse un camisón, se había metido en la cama mientras rebobinaba mentalmente los últimos momentos vividos.

Sabía que se estaba atormentando a sí misma al revivir aquellos momentos tan dulces, así como los últimos, tan dolorosos e incómodos. El pensamiento de tener que verlo durante el resto de aquel fin de semana se le antojaba insoportable. Y, sin embargo, salir corriendo de allí a la primera oportunidad sería una grosería con respecto a Henry, además de que resultaría demasiado reveladora para Fausto. Quería demostrarle que no le importaba.

Una parte de su ser, la más patética, había esperado que, después de hacerle el amor, él la hubiera estrechado en sus brazos y besado tiernamente para confesarle que se había enamorado de ella. Como si… ¿Cuándo aprendería? En realidad, Fausto se había mostrado horrorizado. Se había comportado como si lo hubiera lamentado todo de aquel encuentro. Todo.

Con un gruñido, enterró el rostro en la almohada. Oh, ¿por qué Fausto Danti tenía que provocarle siempre aquella tormenta de sentimientos contradictorios? Cuanto antes terminara aquel fin de semana, mejor. Y, sin embargo, después de aquello, lo más probable era que nunca más volviera a verlo… Gruñó de nuevo.

Por fin, consciente de que necesitaba hacer acto de presencia, se levantó de la cama y se vistió. Esforzándose por presentar su mejor aspecto, se secó bien el pelo y se maquilló antes de bajar. La casa estaba extrañamente silenciosa.

Cuando la vio entrar en el salón, Henry bajó su periódico, sonriente.

–¿Disfrutaste de la playa?

–Sí, es preciosa –murmuró, incapaz de mirarlo a los ojos–. ¿Dónde se ha metido todo el mundo?

–Alison se ha llevado a los pequeños a Hunstanton. Fausto está haciendo unas llamadas de trabajo… pero seguro que dentro de un rato lo tendremos aquí. Quizá te desafíe a esa partida de ajedrez…

Henry arqueó las cejas mientras ella se ruborizaba y murmuraba algo inaudible. Minutos después apareció Fausto.

–Fausto, le estaba diciendo a Liza que deberíais jugar esa partida de revancha –señaló el tablero.

–Si ella quiere, yo estaré encantado –replicó él. Se había duchado después de su interludio en la playa: tenía el pelo todavía húmedo y se había afeitado.

–No es necesario –dijo Liza.

Fausto se volvió hacia ella.

–Nunca me explicaste por qué eres tan buena al ajedrez.

–Mi padre es un maestro. Jugué durante toda mi infancia. Llegué a competir en torneos para jóvenes aficionados.

–No tenía ni idea… ¿Jugamos?

Liza tragó saliva. Lo último que quería era jugar una partida de ajedrez con Fausto Danti. Sería algo demasiado íntimo: después de lo que acababa de ocurrir, cada palabra, cada movimiento suyo estaría cargado de insinuaciones, de recuerdos.

–Eso, jugad esa partida –insistió Henry con una mirada cargada de simpatía.

–Está bien –cedió ella.

Le temblaban los dedos cuando hizo la apertura. Sentía la poderosa presencia de Fausto como un imán. Apenas podía formular un pensamiento coherente, para no hablar de planificar una jugada.

Jugaron en silencio durante unos minutos, con la tensión incrementándose a cada movimiento. Fausto eludía cada una de sus trampas. Cada uno fue perdiendo piezas hasta que de repente el juego se convirtió en algo grande, algo mucho más importante de lo que parecía. Ganar pasó a ser crucial. La derrota sería como acentuar su desastre emocional, algo de lo que nunca se recuperaría.

Empezó a sentir que la partida se les escapaba de las manos, a favor de Fausto. Entonces, en un estúpido error, perdió la dama y se mordió la lengua hasta hacerse casi sangre.

–¿Tablas? –sugirió él.

–No. Juguemos hasta el final.

Fausto terminó ganando en unas pocas jugadas. Liza asintió, tensa.

–Bien jugado. Una buena partida –dijo antes de levantarse temblando de la mesa. Era solo una estúpida partida, se recordó. Y, sin embargo, la sentía como un nuevo recordatorio de que no era la mujer adecuada para Danti, de que nunca lo sería.

–Creo que saldré a respirar un poco de aire.

Abandonó rápidamente el salón. Atravesando la casa, terminó recalando en una preciosa sala decorada con tonos azules y grises. Exhaló un suspiro tembloroso, desesperada por contener las lágrimas. Era ridículo ponerse a llorar por una partida de ajedrez y, sin embargo, sabía que era algo más que eso. Mucho más.

–Liza.

La voz de Fausto le arrancó un gruñido.

–¿Es que no puedes dejarme un minuto en paz?

–No cuando tenemos pendiente una conversación.

Inspirando profundo, se giró hacia él.

–¿Qué?

Se la quedó mirando por un momento antes de cerrar la puerta a su espalda.

–Quiero pedirte algo.

–¿Qué? –se encogió de hombros, abriendo los brazos–. ¿Qué es lo que puedes pedirme tú a mí?

–Que te cases conmigo.

Tan pronto como hubo pronunciado las palabras, Fausto se dio cuenta de lo sinceras que eran… y de lo muy sorprendentes que podían sonar. Había pensado en pedirle matrimonio a Liza desde su interludio en la playa, pero la idea no había cristalizado del todo hasta que la expresó en voz alta.

Liza se lo había quedado mirando con la boca abierta, muda.

–¿Por qué?

Su incredulidad era comprensible, de manera que intentó explicárselo lo más clara y concisamente que pudo.

–En primer lugar, porque siento algo por ti. En segundo, porque compartimos una innegable química. Y tercero, porque entra dentro de lo posible que hayas concebido un hijo mío.

Liza apretó lo labios, con los ojos brillantes.

–¿Por qué tengo la impresión de que la última razón es la más importante?

–Quizá lo sea, pero en cualquier caso mi propuesta va en serio.

–¿Por qué no esperar simplemente un par de semanas, Fausto? Para asegurarte de que me he quedado embarazada, porque es muy probable que no lo esté.

–No tienes manera de saberlo y, sea como sea, dejando a un lado el posible embarazo, sigo queriendo casarme contigo.

Liza sacudió la cabeza. Seguía aturdida por su oferta.

–No puedes querer casarte conmigo.

–Es cierto que he luchado contra ello –reconoció Fausto–. Considerando lo muy diferentes que nuestras vidas, así como las expectativas de mi familia sobre mi boda, no quería sentir nada por ti e hice todo lo posible por evitarte.

–¿De veras? –soltó una carcajada triste.

–Nuestra unión tendría obvias desventajas –continuó él.

–Ah. ¿Y cuáles serían exactamente?

–Soy el conde de Palmerno.

–Yo pensaba que solo era un título simbólico.

–Quizá no eres consciente de mi posición. Y de lo que significaría convertirte en condesa. Los deberes y las responsabilidades.

–¡Oh, estoy segura de que supondría un gran privilegio! –murmuró Liza, irónica–. ¡Pero dado que no tengo ni deseo ni intención alguna de pedírtelo, esta conversación es absurda!

Fausto se la quedó mirando fijamente, perplejo ante su tono entre ofendido y desafiante. Había esperado una reacción de sorpresa, pero… ¿ofendida? ¿Cuando le estaba ofreciendo un verdadero privilegio?

–¿Me… me estás rechazando?

–Pues sí. Tu arrogancia no conoce límites.

–No creo que sea arrogancia ofrecerte todo lo que te ofrezco, especialmente teniendo en cuenta tu propia situación, así como la desventaja que tu familia podría significar para mí…

–¡Mi familia! –casi gritó–. ¿Una desventaja para ti? ¿Solo porque son normales?

–Liza, sabes tan bien como yo que…

–Si me importara tanto el dinero, quizá… –lo interrumpió furiosa–, quizá sí querría que me enumeraras esas posibles desventajas. Pero da la casualidad de que no. Cuando me case con un hombre será por amor… con alguien que también me quiera a mí. A mí como persona, al margen de mi origen o de cómo sea o deje de ser mi familia, o si seré una buena condesa o no.

–Ya te dije que siento algo por ti…

–¡Pero contra tu voluntad! Has luchado contra cualquier sentimiento que hayas albergado por mí. Si consintiera en casarme contigo, ¡sería como arrastrarte al altar a punta de pistola!

–Te aseguro que lo haría por propia voluntad.

–Déjalo ya, Fausto. La respuesta es y será siempre no. Un rotundo e inequívoco no.

No podía creer que Liza le estuviera diciendo todo aquello. De todas las posibilidades que había imaginado, aquella era la única que no le había pasado por la cabeza. Tal vez sí que había sido arrogancia, pero incluso en aquel momento la consideraba justificada.

–¿Puedo saber por qué? –inquirió fríamente.

Por un instante pareció como si fuera a estallar en llanto. Le temblaron los labios y parpadeó rápidamente.

–Porque tú no eres el tipo de hombre con quien yo querría casarme.

–¿Y eso por qué?

–¿Tan difícil te resulta de creer? ¿Es tan alta la opinión que tienes de ti mismo que no puedes imaginar a una mujer rechazándote? Mira, todo lo que has dicho o hecho hasta ahora me ha demostrado que eres un esnob arrogante, grosero y desagradable… ¡y no tengo el menor deseo de pasar un solo minuto más contigo, por no hablar del resto de mi vida!

Fausto la miraba entre furioso y dolido. Sabía que Liza había estado luchando contra sus propios sentimientos, al igual que él, pero que lo despachara fuera de su vida de una manera tan rotunda…

–En todo momento he intentado comportarme de manera honorable…

–Pues entonces tu sentido del honor es muy diferente del mío, así como del de la mayoría de la gente.

Le habían llamado estirado, anticuado y sí, orgulloso, sobre todo por gente que no lo conocía muy bien. En casa, con sus seres queridos, podía sentirse cómodo y relajado, pero la necesidad de mantener una actitud formal y algo distante era algo que había interiorizado desde que era niño. Era un Danti y tenía que dar ejemplo. Y, sin embargo, Liza parecía pensar que era un ejemplo de todo lo malo que había en el mundo.

–No sabía que me tenías en tan baja estima –dijo al cabo de un momento. Por un momento Liza pareció nuevamente a punto de llorar–. ¿Hay algo en particular que te haya hecho pensar tan mal de mí?

–Jack Wickley, por ejemplo.

–¿Jack Wickley? –se la quedó mirando incrédulo–. ¿Me estás acusando, juzgando, basándote en la palabra de Wickley?

–¿Y por qué no? –alzó la barbilla con los ojos brillantes–. ¿Acaso no debería hacerlo?

Fausto no se dignó responder. La idea de que Liza se hubiera creído cada palabra de aquel viscoso gusano resultaba indignante.

–¿Y bien? –insistió ella.

Fausto se limitó a sacudir la cabeza. No se rebajaría a defenderse contra Wickley.

–¿No niegas lo que hiciste? –lo desafió.

–¿Qué es lo que debería negar?

–Que lo despojaste de su herencia y del trabajo que tu propio padre le había prometido, aparte de difundir el rumor de que no era de fiar para que nadie más pudiera contratarlo.

–¿Eso fue lo que te dijo? –inquirió, rabioso

–¿Y tú le creíste?

–¿Qué razón podía tener para dudar de él? –le espetó Liza–. En cualquier caso, no es solamente eso. ¿Qué me dices de Jenna y de Chaz?

–¿Qué pasa con ellos?

–¿Advertiste a Chaz de que no se acercara a Jenna? Yo no quería creerlo, pero recuerdo muy bien cómo nos miraste a todas en aquel baile de Navidad y, después, Chaz se apartó de mi hermana como si tuviera la peste.

–Le aconsejé que procediera con cuidado –reconoció Fausto al cabo de un breve silencio–. Y le confesé que dudaba de los sentimientos de tu hermana hacia él, así como de sus intenciones.

Liza lo fulminó con la mirada, toda ruborizada, cerrando los puños de furia.

–¡No tenías ningún derecho!

–Chaz me pidió mi opinión y yo se la di. Es un hombre adulto, responsable de sus propias decisiones. Yo no le presioné a nada, si es eso lo que estás insinuando.

–¡Tu opinión ya constituía suficiente presión!

–Yo no tengo la culpa de eso.

Se lo quedó mirando echando chispas por los ojos, con expresión dolida y furiosa bajo un velo de lágrimas.

–Te aborrezco. ¡Te aborrezco! ¡Nada hay en el mundo que pueda inducirme a aceptar tu horrible e insincera proposición de matrimonio!

–No temas –repuso Fausto con el tono más helado que había usado nunca–. Porque nada me inducirá tampoco a mí a repetirla –y abandonó la sala lo más rápidamente que pudo.

Incapaz de enfrentarse a Henry y a su familia, subió a su habitación y empezó a hacer el equipaje. No se quedaría ni un momento más bajo el mismo techo que Liza Benton. No podía creer que hubiera acogido su propuesta, hecha honorablemente y de buena fe, con tanta burla y tanto desdén. Y todo por un consejo dado a un buen amigo… y las malditas mentiras de Wickley.

Bajó las escaleras a trompicones, apenas consciente de la mirada que le lanzó Henry desde el salón, y abrió la puerta del saloncito donde había encontrado a Liza antes. Allí seguía ella, derrumbada en una silla, con la cabeza entre las manos. Alzó el rostro, toda llorosa, cuando lo oyó entrar.

–Me llamaste orgulloso… pues bien, no lo soy tanto. Si me resistí a contarte la verdad sobre Jack Wickley fue porque esperaba que supieras la clase de hombre que soy por ti misma, no por lo que te dijera un desconocido en un bar. Jack Wickley era el hijo del director de la oficina de mi padre en Milán, un buen hombre que falleció cuando Jack solo tenía dieciséis años. Mi padre lo tomó bajo su protección, lo llevó a nuestra casa y le financió una educación universitaria, con la promesa de contratarlo una vez que se graduara.

Liza asintió lentamente, con aspecto aturdido. Le dolía verla así, pero Fausto se obligó a continuar:

–Conozco a Jack desde que era niño y nunca me cayó bien. No porque yo sea una persona orgullosa, sino porque me parecía un tipo taimado, calculador. A pesar de todo, yo respeté la voluntad de mi padre y le nombré director de la oficina de Londres, hace ya tres años. Mi padre estaba enfermo e incapaz de dirigir la compañía, mientras que yo estaba absolutamente ocupado con temas familiares. Sin embargo, tras la muerte de mi padre, llegué a enterarme con el tiempo de que Jack había aterrorizado a la plantilla de la empresa, acosado a empleadas y estafado varios cientos de miles de libras.

Liza abrió mucho los ojos, sorprendida.

–Además –continuó él–, descubrí que había intentado seducir a mi hermana Francesca en una fiesta familiar hace dos años, cuando ella solo tenía quince. Seguro que ahora podrás entender mi desagrado por el tipo. No tenía ni idea de que estaba difundiendo esos rumores, así que ahora puedo añadir la calumnia a su listado de pecados –suspiró–. Si dudas de mi versión, puedes hablar con Henry, con Chaz o con cualquiera de mis empleados de Danti Inversiones. La razón por la que estoy en Londres no es otra que la de arreglar el desastre que causó Jack Wickley –se la quedó mirando fijamente, todavía furioso–. En cuanto al asunto de Jenna y de Chaz, es cierto que he tenido mis reservas hacia tu hermana. Quizá eran injustificadas, pero a mí ya me habían engañado una vez antes. Creí amar a una mujer e incluso la llevé a casa para presentarla a mi familia. Sus verdaderas intenciones no tardaron en revelarse –no pensaba contarle más–. Solo le dije a Chaz que llevara cuidado, una precaución que sigo pensando era razonable. Si no lo era y tu hermana alberga sentimientos sinceros hacia Chaz, entonces lo siento. Y ahora… adiós.

Sin esperar su réplica y temiendo lo que pudiera decir o hacer si se quedaba, Fausto abandonó la sala. Presentó sus disculpas a Henry, recogió su equipaje y se marchó de la casa antes de que Liza hubiera tenido tiempo de levantarse siquiera de la silla.

E-Pack Bianca septiembre 2021

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