Читать книгу E-Pack Bianca septiembre 2021 - Kate Hewitt - Страница 6
Capítulo 2
ОглавлениеLIZA MIRABA fijamente el techo del dormitorio mientras la luz otoñal se filtraba por las cortinas, tiñendo de oro su diminuta habitación. No se daba cuenta de ello porque en su mente estaba viendo a Fausto Danti, con sus ojos color gris acero y su boca bellamente esculpida, su cabello negro como la noche y su desdeñosa actitud.
Imbécil. Grosero, arrogante, irritante patán… Cerró los puños cuando recordó su aristocrático comentario: «Parece tan sosa y aburrida como la otra, si no más». Se lo había oído cuando se acercó a la barra para pedir otra copa y las palabras la habían abrasado por dentro, como recordándole que no era nada especial. Era una sensación que siempre había tenido, pero que se lo hubiera recordado un desconocido y de forma tan implacable…
Se sentía como si Fausto Danti le hubiera arrancado la mal curada costra de la herida que se había esforzado por esconder a todo el mundo, ella misma incluida. Siempre había sabido que no era tan hermosa como Jenna ni tan inteligente como Marie, ni tan vivaz como Lindsay. Después de escuchar su cáustico comentario, había vuelto corriendo a su mesa, furiosa y dolida, antes de que él la descubriera. Y luego estaba la altivez con que las había mirado a todas, sin molestarse en mostrar una mínima cortesía.
El estómago le dio un vuelco al recordar la manera en que la había mirado a ella… Porque algo en aquellos ojos del color del acero la había hecho estremecerse y arder por dentro. Por mucho que quisiera odiarlo, aquella mirada le había despertado un dulce y sorprendente anhelo imposible de negar.
Pero si tenía que fiarse de las palabras que él le había dirigido, por fuerza debía haber malinterpretado aquella mirada, lo que suponía una nueva humillación. En cuanto a su propia reacción, de lo más humillante, no podía ser más lógica: el hombre era verdaderamente atractivo. Cualquier mujer con sangre en las venas habría reaccionado a su físico, aunque después de la marcha de Chaz, tras el intercambio de números de móvil con Jenna, la excitada charla entre su madre y hermanas había girado más sobre él que sobre Fausto Danti.
¿Llamaría a Jenna? ¿Le pediría que saliera con él? ¿Cuándo? ¿Dónde? Las especulaciones les habían ocupado media velada, hasta que finalmente Liza se retiró para dormir. No tenía la menor duda de que la conversación del nuevo día retomaría el tema de Chaz. El guapo, educado, encantador Chaz Bingham, claramente a punto de perder la cabeza por Jenna. Y mientras tanto ella no podía dejar de pensar en Fausto Danti…
Con un suspiro, se levantó de la cama. Tenía la sensación de que aquel iba a ser un día muy largo.
Para el domingo por la noche, cuando se despidió de su madre y hermanas antes de su partida para Herefordshire, Liza tenía la sensación de que el fin de semana se le había hecho eterno. Continuamente habían estado hablando de Chaz, Chaz, Chaz…
Liza se había cansado mortalmente de pensar tanto en Chaz Bingham… y también en Fausto Danti. ¿Por qué se había mostrado tan grosero? ¿Quién se creería que era? ¿Se había imaginado ella algún tipo de… de chispa en la manera en que la había mirado? Por supuesto que sí. Era ridículo pensar lo contrario.
Todos aquellos pensamientos volvieron a asaltarla mientras se dirigía a trabajar el lunes. Como ayudante de un pequeño editor de poesía, todo en su trabajo la encantaba: la elegante oficina de Holborn, con sus numerosas estanterías y sus altos ventanales que daban a Russell Square. Adoraba a su jefe, el anciano Henry Burgh, cuyo abuelo había fundado la empresa cien años antes.
La editorial sobrevivía por los pelos… así como por la generosa pero menguante herencia del dueño. Liza ignoraba quién podía comprar aquellos finos tomos de poesía de papel biblia e ilustraciones a plumilla: en cualquier caso, eran los libros más bellos que había visto en su vida y ella disfrutaba con aquella combinación de poesía antigua clásica y los más modernos poetas. El problema era que mientras trabajaba sentada ante su escritorio en aquella magnífica sala… seguía pensando en Fausto Danti.
–Pareces un poco distraída –observó Henry cuando abandonaba su despacho para entregarle unos manuscritos, siempre tan elegante con su traje de tweed de tres piezas y leontina de oro.
–Lo siento –bajó la cabeza, culpable–. He tenido un fin de semana muy ocupado. Visita familiar.
–Ah, ¿y qué les pareció la ciudad? –enarcó sus pobladas cejas grises, sonriente.
–Les encantó, claro.
–Me alegro. La próxima vez que vengan, ¿por qué no las traes aquí para que las conozca?
Liza asintió agradecida, aunque, para sus adentros, dudaba que su madre y hermanas quisieran visitar su lugar de trabajo. A ninguna de ellas, ni siquiera a Marie, les interesaba la poesía. A su padre, sí, pero siempre se resistía a abandonar la antigua vicaría de Little Mayton que treinta años atrás había comprado a precio de ganga y reformado poco a poco.
¿Qué pensaría Fausto Danti de su lugar de trabajo?, se preguntó después de que Henry se retirara a su despacho. ¿Le gustarían los libros? ¿La poesía? Quizá sí. Había percibido una latente, contenida intensidad en él que sugería una cierta vida interior. ¿Pero por qué pensaba que aquel hombre debía de tener alguna profundidad, más allá de su apariencia sexy?
–¡Liza!
Jenna abrió la puerta de su minúsculo apartamento tan pronto como Liza llegó a lo alto de la escalera, asustándola.
–¿Qué pasa?
–Nada malo –respondió Jenna con una carcajada–. Todo es maravillosamente perfecto. O al menos… ¡puede que lo sea! –acercó su móvil al rostro de su hermana–. ¡Mira! Un mensaje suyo.
–«Si estás libre este fin de semana» –leyó Liza–, «me encantaría que vinieras a la pequeña fiesta campestre que voy a dar en mi casa de Surrey» –alzó la mirada hacia su hermana–. ¿Una fiesta? ¿En serio?
Jenna se mordió el labio, con la duda brillando en sus azules ojos.
–¿Por qué no?
–Solo lo has visto una vez, Jen. ¿Y ahora quiere que vayas a su casa? No sé… ¿no te parece que es un poquito… pronto?
–Habrá mucha gente allí. Y solo será un fin de semana.
–Ya, pero…
–A la gente le gusta hacer esas cosas. Que nosotras no vayamos a fiestas así no significa que no sea lo normal.
–Supongo –Liza le devolvió el teléfono mientras entraba en su apartamento. Estaba cansada y le dolían los pies después de una larga caminata desde la parada de metro. Para colmo, resultaba obvio que su hermana deseaba hablar de Chaz. Otra vez.
–¿Piensas que no debería ir? –le preguntó Jenna mientras Liza abría la nevera y examinaba su escaso contenido–. No lo haré si lo piensas de verdad.
–No soy yo quien tiene que…
–Pero necesito tu aprobación. Yo confío en ti, Liza. ¿Te parece una idea muy loca? Apenas lo conozco, pero es que parece tan majo…
–Seguro que lo es –admitió Liza, sincera.
–Y me gusta –Jenna se mordió el labio–. Más de lo que debería, probablemente, teniendo en cuenta lo poco que le conozco.
–En realidad no hay razón alguna por la que no debas ir –dijo Liza mientras cerraba la nevera para empezar a registrar el contenido de los armarios–. Al fin y al cabo, vinimos a Londres en busca de aventuras. Y ahora tú estás teniendo una.
–Sí… –dijo con tono vacilante, Liza sabía que, en realidad, su hermana mayor nunca había sido particularmente aventurera. La idea de bajar a Londres había sido más suya que de Jenna, desesperada como había estado por empezar de nuevo, después de que le hubieran ofrecido el trabajo de ayudante en la editorial. Jenna había encontrado un empleo como recepcionista en una empresa de contabilidad, pero seguía dependiendo de Liza para todo. Su hermana mayor no tenía mucha iniciativa. Nunca la había tenido.
–Lo sé… ¿Y si me acompañas tú? –le preguntó Jenna de repente.
–¿Qué? Jenna, yo no puedo presentarme sin invitación…
–Estoy segura de que podría conseguirte una.
–Y yo de que Chaz no cuenta con que vayas a presentarte acompañada –repuso Liza, irónica.
–Por favor, Liza… Ya sabes lo nerviosa que me pongo. No soy buena con estas cosas… Nunca sé qué decir y me quedo en un rincón, tímida y callada. Necesito tu apoyo.
–Jenna, siempre puedes ir y luego marcharte si el ambiente no te gusta. Pero yo no puedo presentarme allí sin invitación –se estremecía solo de pensarlo. Si Chaz Bingham iba a dar una fiesta en su casa, existía la posibilidad de que Fausto Danti estuviera también allí y no quería ni imaginar el desdén con que la miraría. Podría pensar que estaba intentando atraer su atención… ¡No, gracias!
El jueves por la mañana Jenna decidió finalmente aceptar la invitación. Liza la ayudó a redactar un digno y reservado mensaje de texto a Chaz.
El viernes a primera hora de la tarde Liza fue a despedirla a la estación de tren, de donde partió rumbo a la propiedad que la familia de Chaz tenía en Surrey. No pudo evitar una traicionera punzada de envidia de que su hermana fuera a hacer algo excitante y ella no. Por supuesto, Chaz nunca la habría invitado a ella y Fausto Danti menos.
Además, se recordó mientras volvía a su apartamento para pasar un tranquilo fin de semana en soledad, ella tampoco habría aceptado. Lo último que necesitaba en su vida era un hombre que la hiciera sentirse inferior, no deseada. Aunque, para ser justa, Fausto Danti no había llegado tan lejos. No, estaba proyectando en él los sentimientos que seguía albergando por culpa del rechazo de Andrew Felton. Cerró los ojos, decidida a no pensar en el hombre del que había creído estar enamorada, solo para exponerse a sus burlas y a algo peor.
Se dijo que había transcurrido mucho tiempo desde entonces, un año y medio, y en realidad tampoco había sufrido tanto. Ni siquiera se había enamorado verdaderamente de él, por muy convencida que hubiera estado de lo contrario. Era estúpido pensar en Andrew solo porque Fausto Danti le hubiera mostrado una similar actitud de desdén. Fausto Danti, además, era un millón de veces más atractivo… y la posibilidad de que estuviera interesado en ella era infinitamente menor.
El fin de semana se le hizo interminable. No recibió mensaje alguno de Jenna, pese a que le había prometido que la mantendría al tanto, y, dado el mal tiempo que hacía, decidió quedarse en casa. El sábado a primera hora de la tarde se concentró en limpiar a fondo el apartamento. Fue a las dos horas cuando finalmente recibió un mensaje de su hermana:
Liza, SOCORRO. He pillado un tremendo resfriado y todo el mundo aquí es tan esnob… Me siento fatal. Por favor, por favor, ven a rescatarme.
–Jaque mate.
Chaz soltó un gruñido con la mirada fija en el tablero de ajedrez.
–¿Cómo es que no lo he visto venir?
–Te pasa siempre –comentó Fausto, irónico–. En todos los años que llevo jugando contigo.
–Cierto –reconoció Chaz, echándose a reír. Desvió la mirada hacia la ventana–. Hace un tiempo horrible.
Se levantó para ponerse a pasear por el elegante despacho. La lluvia resbalaba de manera incesante por las altas vidrieras y el parque de Netherhall apenas se distinguía.
–Si decides dar una fiesta en octubre, por fuerza tienes que esperar lluvia –comentó Fausto.
–No es eso.
–Déjame adivinar –se recostó en su sillón, observando a su viejo amigo–. Es el hecho de que tu supuesta invitada de honor sigue en la cama.
–¿Supuesta, dices?
–Bueno, ¿conociste a su madre, no?
Chaz no se molestó en defender a la mujer, algo que no sorprendió a Fausto. La madre con su aspecto chabacano, su voz demasiado ansiosa y su mirada de avidez: lo mismo regía para la hermana más joven. Dos cazafortunas, sin duda. Tenía que reconocer que no tenía nada en contra de Liza ni de Jenna, aunque albergaba sus sospechas. Una mujer podía parecer de lo más dulce y pensar únicamente en el dinero… Como Amy. Pero no, se negaba a pensar en Amy.
–¿Y qué? –replicó en aquel momento Chaz, sacando a Fausto de sus reflexiones–. A ella no la he invitado.
–Bueno, no son exactamente gente de… clase.
Chaz soltó una carcajada de incredulidad.
–Hablas como si tuvieras cien años. No estamos en el siglo xviii, Danti.
Era una acusación que ya le habían hecho antes. Se suponía que la gente ya no hablaba de clases ni de las responsabilidades que ello entrañaba. Pero eso era algo que le habían inculcado desde que era niño: las ideas acerca del respeto, la dignidad, el honor. La familia era lo primero y estaba antes que la felicidad, el placer o el interés individual. Él se había rebelado contra todo aquello una vez y lo había pagado con creces. No tenía deseo alguno de volver a hacerlo.
Volvió a ver por un instante la expresión orgullosa y autoritaria de Bernardo en su lecho de muerte, consumido por la enfermedad. «La familia, Fausto, siempre es lo primero. Durante tres siglos, la familia Danti ha sido la más importante de Lombardía, Nunca olvides eso. Nunca la deshonres».
Era esa una responsabilidad que había eludido una vez y que en aquel momento asumía con la mayor gravedad: una carga que se alegraba además de soportar, por la memoria de su padre, y que definía tanto su identidad como su comportamiento. Un deber de actuar siempre de manera honorable, de proteger el interés de su familia, de vivir y de casarse… bueno, de legar su apellido a sus hijos.
–En cualquier caso, no irás en serio con esa mujer, ¿verdad?
–No lo sé –reconoció Chaz, pensativo–. Podría ser que sí.
–Bueno, espero que se tome entonces un paracetamol. Para que al menos puedas verla antes de que tenga que marcharse a su casa.
Jenna Benton se había presentado en casa de Chaz el viernes por la tarde, toda empapada por la lluvia y estornudando sin parar. Apenas había pronunciado una palabra durante la cena, acribillando a Chaz a miradas lastimeras y, desde entonces, se había refugiado en su habitación. Los otros invitados de Chaz, la habitual y aburrida selección de niños y niñas bien había resultado tan insípida como Fausto había esperado.
–Quizá debería subir a ver cómo está –dijo Chaz, animándose de pronto–. Para asegurarme de que le han servido el desayuno y tiene todo lo que necesita.
–Eso, ve a hacer de enfermera –le señaló la puerta.
–¿Tú piensas pasarte todo el fin de semana encerrado aquí? Habrías podido irte a Guilford con los demás.
–¿Con esta lluvia?
–Sé que mi hermana en particular espera que salgas… –le comentó su amigo con una mirada pícara–. Fue ella la que insistió en que vinieras.
–Lamento decepcionarla.
Chaz soltó una carcajada.
–No creo que lo lamentes en absoluto.
Fausto decidió que, en aquel caso, lo mejor era la discreción. Y por mucho que le gustara Chaz, tenía muy poca paciencia con su parlanchina hermana, Kerry. Chaz rio de nuevo y sacudió la cabeza.
–De acuerdo. Como quieras. Voy a ver a Jenna.
–Buena suerte.
Mientras su amigo subía las escaleras, Fausto se levantó de su silla junto al fuego y se puso a pasear por la habitación, tan inquieto como él unos momentos antes. Quizá debería disculparse con todo el mundo y regresar a Londres aquella noche.
Cuando llegó la semana anterior a Londres, se había encontrado con que la oficina de Danti Inversiones se hallaba en un estado lamentable, algo que seguía llenándolo de furia. Conseguir que remontara iba a llevarle mucho trabajo antes de que pudiera volver a Milán. No tenía, por tanto, tiempo alguno que perder soportando una compañía que le desagradaba completamente.
De pronto, por un instante, una imagen asaltó su mente: la de alguien que no lo desagradaba en absoluto y a quien tampoco conocía realmente. Rizos en bucle, ojos dorados, una sonrisa burlona, una deliciosa figura… La hermana de Jenna había estado ocupando buena parte de sus pensamientos desde la primera vez que la vio, el último fin de semana.
Era absurdo, porque aquella mujer no tenía importancia alguna para él y, sin embargo, no dejaba de pensar en ella. Cuando se casara, tendría que hacerlo con una mujer de su mismo estatus, que fuera consciente de su papel como compañera a la hora de gobernar el vasto imperio Danti. Esa había sido la promesa que le había hecho a su padre moribundo y que tenía toda la intención de cumplir.
De repente sonó la campanilla de la puerta. Fausto esperó, pero nadie acudió a abrir. Chaz se hallaba con Jenna y, sin duda, la plantilla de servicio estaría ocupada en alguna parte. La campanilla volvió a sonar.
Con un suspiro de disgusto, abandonó el despacho. El enorme vestíbulo estaba desierto y la lluvia repiqueteaba contra las ventanas: fuera debía de estar diluviando. Conteniendo apenas su impaciencia, abrió la puerta… y parpadeó asombrado a la vista de la empapada figura que descubrió en el umbral.
–Liza Benton, ¿qué está usted haciendo aquí?