Читать книгу E-Pack Bianca septiembre 2021 - Kate Hewitt - Страница 14
Capítulo 10
ОглавлениеLIZA IGNORABA qué era lo que la había impulsado a ser tan sincera. Quizá fuera por lo cansada que estaba de sentirse tan triste. O por lo difícil que le resultaba luchar contra sus propios sentimientos para seguir empeñándose en despreciar a Fausto, por muchas que fueran las razones lógicas que tuviera para hacerlo.
En cualquier caso, durante los dos últimos meses no había podido sentirse peor, todo gracias a aquel hombre.
–Por mí –repitió él con fría reserva.
–Sí, por ti –soltó una nerviosa carcajada–. ¿Te sientes ofendido, Fausto? ¿Asqueado? ¿O es simplemente normal que una mujer derrame lágrimas por ti?
–Yo nunca querría que alguien llorara por mí –repuso tenso.
–No, claro –se pasó una mano por la cara.
Él se sentó a su lado, apoyando un codo sobre su rodilla. Su cercanía la llenó de un intenso y renovado anhelo.
–Anoche te comportaste como si me odiaras –le dijo al cabo de un momento–. Me parece extraño que estés llorando por alguien a quien odias.
–Ese es el problema. Quiero odiarte. Quiero sacarte de mi cabeza pero, en lugar de ello, lo único que consigo es hacerme daño a mí misma. Otra vez –el corazón le dio un vuelco ante tan descarada confesión. ¿Qué le importaba a él? ¿Por qué se estaba mostrando tan vulnerable? No creía poder soportar su desdén.
Fausto se quedó callado por un momento y ella se aventuró a mirarlo, sentado como estaba a su lado. El corazón se le desgarró porque sabía que estaba a medio camino de enamorarse de él, un pensamiento de lo más aterrador. «No», se dijo frenética. Por fuerza tenía que tratarse de una ilusión, teniendo en cuenta lo poco que se conocían…
–¿Otra vez? –inquirió Fausto.
Liza se encogió de hombros.
–Fue hace mucho tiempo. Es estúpido que todavía me afecte, pero estas cosas nunca se superan del todo.
–Yo nunca he querido que me odiaras –añadió él en voz baja.
–En realidad no te odio.
–¿Pero entonces por qué llorabas? ¿Porque no puedes odiarme?
–Sí. Por no ser capaz de hacerlo, por mucho que lo intento –intentó forzar un tono ligero y un amago de sonrisa.
–Ya –giró en aquel momento la cabeza, de modo que su rostro quedó tan solo a unos centímetros del suyo.
El corazón le dio un vuelco. Si él estaba jugando con ella… la verdad era que no le importaba. Solo quería volver a sentirlo… Sentir aquel deseo abrasador, la maravillosa certidumbre de sentirse deseada.
–Por mucho que lo intento, no puedo odiarte –le confesó de golpe al tiempo que se inclinaba levemente hacia él, anhelante.
–Quizá deberías dejar de intentarlo –murmuró Fausto un instante antes de besarla.
Sus labios eran tan dulces como recordaba. Suave y duro a la vez, su beso tuvo algo de maravillosa demanda y súplica urgente. Cuánto había echado de menos aquella sensación… Una vez más, volvió a sentir que las puertas del cielo se abrían ante ella. No importaba que la sensación no fuera a durar. El momento era lo único importante.
Fausto profundizó el beso y ella tuvo que agarrarse a su chaqueta para mantener el equilibrio. Tenía la sensación de que no podía saciarse de él: anhelaba fundirse completamente con su cuerpo.
Él deslizó entonces una mano por debajo de su abrigo y del suéter… y ella dio un respingo al contacto de su piel desnuda. Fausto se detuvo de pronto, interrumpiendo el beso.
–¿Liza?
–Es solo que tienes la mano tan fría… –soltó una temblorosa carcajada. No podía soportar que se detuviera. Sabía que estallaría por combustión espontánea si lo hacía… o se echaría a llorar de nuevo. En un gesto de atrevimiento, le cubrió la mano con la suya y empezó a guiarla por su cuerpo, subiendo cada vez más.
Vio un fuego en sus ojos cuando su mano se cerró sobre un seno. Fue un contacto tan íntimo y maravilloso como aterrador: no quiso ya que se detuviera. Arqueó el cuerpo mientras lo besaba de nuevo. Y, con un gruñido, Fausto profundizó el beso a la vez que sus manos viajaban libres por su cuerpo, incendiándolo. A esas alturas, toda sensación de frialdad había desaparecido.
El viento soplaba fuerte a su alrededor y Liza se sintió como si estuvieran escondidos en un íntimo nido, un mundo sagrado y personal. Con un rápido movimiento, Fausto se despojó del abrigo y ella deslizó las manos por debajo de su suéter para acariciar los duros músculos de su pecho.
De alguna manera sus ropas quedaron apiladas en un montón mientras sus besos se volvían más urgentes y apasionados, como si el tiempo se les escapara entre los dedos y ambos estuvieran desesperados por retenerlo.
Hundió los dedos en su pelo mientras la boca de Fausto descendía progresivamente, tentándola en lugares escondidos y enloqueciéndola de deseo. Lo aferró de los hombros a la vez que lo urgía a continuar, deseosa y necesitada de más. Y él se lo dio. Liza tuvo la sensación de que su cuerpo estallaba ante cada íntimo contacto… Fue entonces cuando acercó una mano temblorosa al bulto que tensaba sus vaqueros.
Él soltó una risa medio ahogada, con el rostro enterrado en su cuello.
–Deberíamos detenernos.
–No.
Alzó la cabeza para mirarla.
–Si no lo hacemos ahora…
Volvió acariciar su excitación por encima de la tela, sorprendida ella misma de su propio atrevimiento.
–No quiero.
–Liza…
–No quiero detenerme. Por favor, Fausto.
El momento estaba cargado de electricidad, de trascendencia. Fausto yacía encima de ella, apoyado sobre los codos, con el rostro colorado de deseo. Liza le echó los brazos al cuello para acercarlo hacia sí, en vano.
–Dame esto, al menos –susurró–. Aunque sea lo único que me des.
Soltando un juramento en italiano, Fausto cedió al fin. Volvió a besarla y ella se perdió en la sensación. El futuro se disolvió junto con el pasado. Liza no deseaba más que aquellos instantes en toda su gloria, en la arena, bajo el viento helado, con el rugido del mar en los oídos. Se sentía como abrumada, poseída por todo ello, pero sobre todo por él, envuelta como estaba en sus brazos, con su boca sobre la suya, su duro cuerpo presionando contra el suyo… Y, sin embargo, aún no lo sentía lo suficientemente cerca.
Intentó desabrocharle los vaqueros, torpemente. Él cerró una mano sobre la suya.
–¿Estás segura de esto?
–Sí, estoy segura –respondió con un grito medio salvaje y, finalmente, él mismo se desabrochó el pantalón. Ella se despojó lo más rápido que pudo de sus vaqueros, apenas consciente de la húmeda arena bajo su cuerpo, así como de la incongruencia e incomodidad del momento… Solo que nada de todo aquello importaba lo más mínimo.
–Liza… –dijo Fausto con un gruñido, pronunciando su nombre como si fuera una súplica.
Ella lo atrajo hacia sí. Por un segundo él volvió a dudar, justo a punto de que sus cuerpos se fundieran de la manera más íntima posible.
Pero entonces Liza arqueó el cuerpo y, con un gemido sordo y gutural, tanto de rendición como de satisfacción… Fausto se hundió en ella.
Había intentado resistirse. No quería que terminara arrepintiéndose de nada, pero Liza… su cuerpo, ella misma… se reveló imposible de resistir. Fausto enterró el rostro en la dulce curva de su cuello, esperando a que se acostumbrara a sentirlo dentro de sí.
Supo en aquel primer e increíble instante que era virgen, pero la sensación de placer lo invadía todo, como una canción que retumbara en sus oídos.
–¿Estás bien? –le preguntó, con voz estrangulada por la emoción, y ella soltó una carcajada sin aliento.
–Por el amor de Dios, sí… ¡sí!
De pronto, sorprendentemente, él también se estaba riendo… hasta que la risa fue reemplazada por algo muchísimo más dulce mientras encontraba el ritmo y Liza se adaptaba a él. Torpemente al principio, pero luego con gran seguridad y fluidez, hasta que no tardaron en moverse como un solo cuerpo.
Fausto nunca se había sentido tan sintonizado con ninguna mujer, tan satisfecho, tan unido. Era una sensación que trascendía lo físico, incluso lo emocional. Como si fuera algo… sagrado. Aquella unión resultó todavía más completa cuando sus cuerpos chocaron el uno contra el otro en una última nota de placer, como un estridente golpe de platillos, antes de que él rodara a un lado arrastrándola consigo.
Su visión se fue aclarando conforme fue consciente de la fría y húmeda arena bajo su cuerpo. La melena de Liza le hacía cosquillas en la nariz y podía sentir su corazón latiendo contra el suyo como un pájaro atrapado en una jaula. Tenía los vaqueros bajados a la altura de las rodillas, al igual que ella.
No supo quién de los dos se movió primero, pero el caso fue que se separaron. Liza se sentó mientras se esforzaba por subirse el pantalón, con la cabeza baja y la melena escondiendo su rostro. Él hizo lo mismo, bajándose el suéter y abrochándose los vaqueros. Ninguno dijo nada. Conforme se prolongaba el silencio, más y más incómodo empezaba a sentirse Fausto.
Nunca, ni una sola vez había perdido el control de la manera en que lo había hecho con Liza Benton. Ni siquiera con Amy. Dios sabía que había intentando mantener fríos la cabeza y el cuerpo, pero no lo había conseguido. Y allí, en plena playa… ¿Y si Alison los hubiera sorprendido? ¿O Henry?
Pero, aparte de eso, ¿qué había pasado con su honor? Liza era virgen, o lo había sido y, sin embargo, él no había tenido el menor empacho en robarle la virginidad en una playa, con poco romanticismo y aún más escasa ternura. Él no era así. No era el hombre que su padre le había enseñado a ser.
Miró a Liza, que se estaba peinando con los dedos, intentando deshacerse los nudos del pelo. Exteriormente parecía serena y, sin embargo, él no dejaba de percibir una especie de fragilidad en ella, una vulnerabilidad que lo impulsaba a estrecharla de nuevo en sus brazos… Algo que sabía que no debía hacer, que no debía volver a hacer.
–Lo siento –dijo al fin.
–Eso suena tan mal como el «perdón» de aquel día.
Tardó unos instantes en recordar que se refería a lo que le había dicho la primera vez que se besaron. Ella se volvió para mirarlo, con el pelo todavía enredado y los labios enrojecidos por sus besos.
–¿Te arrepientes?
Fausto detectó el desafío en su pregunta. No sabía qué respuesta quería ella que le diera, pero, en cualquier caso, tenía que ser sincera.
–Sí. Nunca habría escogido hacerlo así. E imagino que tú tampoco, sobre todo en tu primera vez. Porque ha sido tu primera vez, ¿verdad?
–Sí –respondió ella, mirando hacia otro lado.
–Entonces lo lamento de verdad.
–¿Es esa la única razón por la que lo lamentas? –le preguntó Liza al cabo de un rato–. ¿Porque no lo hemos hecho en una buena cama, con rosas y velas?
Era una pregunta tan incisiva como peligrosa. Fausto suspiró.
–No.
–Ah.
–Liza, por favor, créeme… Yo nunca tuve la menor intención de hacerte daño.
–No me lo has hecho –le espetó con voz temblorosa–. Por favor, Fausto, no te sientas culpable por lo que a mí respecta… Yo he sido participante activa y consciente. No necesitas arrepentirte de nada.
Y, sin embargo, se arrepentía: de su propia carencia de autocontrol, del deseo que todavía latía en sus venas. Y, sobre todo, de la absoluta certidumbre de que había hecho daño a una mujer a la que admiraba y respetaba y con la cual, de eso estaba seguro, nunca podría casarse.
«¿Pero por qué no?». La pregunta, inesperada, se le antojó de pronto obvia. ¿Por qué no podía casarse con Liza Benton? Estaba claro que ella no sería la primera candidata de la familia, de ningún modo. Su madre se sentiría decepcionada y herida. Su padre jamás habría consentido una elección así.
A Liza le costaría mucho trabajo conseguir encajar en su mundo, tanto allí como en Italia. En Italia mucho más, en tanto que no pertenecía a linaje antiguo alguno de la Lombardía, ni de lejos. Y, sin embargo…, la deseaba. La quería. No estaba enamorado, aún no, lo cual podría constituir una ventaja. Ella nunca sería capaz de hacerle daño. Y, por supuesto, era una mujer encantadora, buena y cariñosa.
Y, solo en aquel momento se dio cuenta de ello, bien podía haberse quedado embarazada de él. No había usado protección. Sorprendentemente, ni siquiera se le había pasado por la cabeza.
–Deberíamos volver –dijo Liza con un tono que rozaba la desesperación. Se esforzó por levantarse de la arena y Fausto estiró una mano para ayudarla. Ella lo rechazó.
–Liza, por favor.
–Yo… lo siento –soltó un suspiro–. No puedo. Intento mantener una actitud optimista y mundana con todo esto, pero me resulta muy difícil. Sé que no es lo que tú esperas escuchar.
–No se trata de lo que yo quiera escuchar o no. Necesitamos hablar de esto. A fondo.
–Ya lo hemos hecho. Al menos por lo que a mí respecta –se abrochó el abrigo con dedos temblorosos.
–No, no lo hemos hecho –declaró con tono firme–. Para empezar, está el hecho de que no hemos utilizado protección…
Liza soltó una amarga carcajada.
–Claro es eso lo que te preocupa… ¡Cielos, un bebé nacido fuera del matrimonio! Algo bastante común en estos días pero que, para la gente como tú, constituye la peor de las pesadillas.
La irritación batallaba con la piedad. Podía ver lo mucho que estaba sufriendo y, sin embargo, no podía consolarla. Ella no se lo permitiría.
–No es eso lo que quería decir.
–¿Entonces qué es? No, no me lo digas. No creo que pueda soportarlo ahora mismo.
–Liza…
–No, Fausto, por favor. Dejémoslo así –se obligó a mirarlo. Una expresión de valentía y fragilidad a la vez se traslucía en su rostro encantador–. No necesitas arrepentirte de nada. Yo no pienso hacerlo. Lo que ha pasado aquí ha sido… bueno, increíble –soltó una temblorosa carcajada–. La experiencia más maravillosa de mi vida, de hecho, así que… gracias –otra carcajada, en esa ocasión cargada de lágrimas. Se dispuso a pasar de largo ante él, con la cabeza baja.
Fausto intentó agarrarla del brazo, pero ella se desasió bruscamente.
–¡Liza!
Vio que negaba con la cabeza y echaba a correr. Muy a su pesar, se quedó donde estaba, viéndola alejarse.