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Capítulo 12
ОглавлениеLIZA PASÓ los dos meses siguientes en un estado de aturdimiento. Los días pasaban grises y monótonos. Trabajaba, comía, dormía y, afortunadamente, ni Henry ni Jenna la presionaban o preguntaban por qué parecía tan triste.
Quizá estuviera haciendo un buen trabajo a la hora de disimularlo. Salía los fines de semana con Jenna y fue dos veces a Hereford. Lindsay fue a visitarlas una vez y las tres salieron a un club nocturno, pero Liza no bailó y se marchó en cuanto vio a Jack Wickley, precisamente él, entrar por la puerta. La única persona a quien no podía soportar hablar o incluso ver.
Había, por supuesto, otra persona en la que ni siquiera podía soportar pensar, aunque por razones completamente distintas. Desde la petición de matrimonio de Fausto, se había sentido más emocionalmente confusa que nunca. Sus pensamientos vagaban sin cesar en círculos mientras se esforzaba por encontrar un sentido a lo que le había dicho Jack Wickley y a lo que había visto y sentido ella misma. El resultado era un incómodo fermento de incertidumbre, seguido de una avasalladora sensación de desolación.
¿Y si había estado equivocada? ¿Y si, con tal de proteger su corazón y su orgullo, había convertido a Fausto Danti en alguien que nunca había sido? ¿En alguien como Andrew Fenton, indigno de su confianza? Y, sin embargo, Fausto no era Felton, era obvio. Era un hombre orgulloso, sí, pero también honesto.
En cualquier caso, ya era demasiado tarde. Como él mismo le había dicho, no iba a repetir su propuesta. Ella tampoco la habría aceptado, claro. Podía haberse equivocado en sus suposiciones sobre el hombre que era, pero eso no significaba que fuera a casarse con él. Aunque fuera un hombre honesto, seguía teniendo nociones muy anticuadas de la vida. Le había dejado claro, además, que esperaba casarse con alguna aristócrata italiana, de antiguo linaje.
Además, la posibilidad de que se hubiera quedado embarazada se había evaporado a esas alturas. No había nada, absolutamente nada, que pudiera reunirlos de nuevo. Pero, una vez más, intentó decirse que todo aquello no importaba, que no tenía el corazón roto.
A finales de abril, más de dos meses después de aquel fin de semana en Norfolk, Yvonne la llamó para hacerle una propuesta.
–Seguramente, podrás tomarte unas vacaciones y a la abuela se le ha metido en la cabeza hacer un viaje. Sabes bien que no puede ir sola a ninguna parte, de manera que le dije que la acompañarías.
–¿Yo? –Liza adoraba a su abuela, la madre de su padre, una mujer de carácter fuerte, alegre y cariñosa–. Pero si ni siquiera sé si podré tomarme tiempo libre, mamá…
–Claro que podrás y, en cualquier caso, solo será una semana. Yo no podré ir, con los exámenes de Lindsay y Marie todavía en casa. Además, tu abuela no me soporta durante más de diez minutos. Soy demasiado estúpida para ella.
Su madre hablaba con su habitual tono pragmático pero, esa vez, a Liza se le llenaron los ojos de lágrimas.
–Tú no eres una estúpida, mamá.
–Oh, sí que lo soy. Soy una cabeza de chorlito, pero no me importa. El caso es que la abuela necesita compañía y tú siempre has querido viajar por Europa. Esta es tu oportunidad.
–¿Europa? ¿A dónde quiere ir?
–Una vuelta por Italia. Lo tiene todo reservado. Lo único que tenemos que hacer es comprarte un billete y asegurarnos de que tu pasaporte está en vigor.
Italia. Resultaba ridículo esperar que pudiera tropezarse con Fausto en un país tan grande y, sin embargo, la perspectiva le aceleraba el corazón.
–No sé, mamá…
–Irás –insistió Yvonne con tono firme–. Te sentará bien un cambio de escenario, Liza. Necesitas que algo te levante el ánimo.
Todo se arregló en cuestión de días y, al cabo de unas pocas semanas, Liza, se encontraba a bordo de un avión rumbo a Italia, junto a su abuela. Habían reservado una adorable pensione junto al lago Maggiore.
Todo era tan hermoso… Las buganvillas se enredaban en la reja del pequeño balcón de su habitación, el azul intenso del lago a los lejos, el aire cálido con aromas a tomillo y lavanda…
Su abuela le había informado en el avión que no visitarían el país entero, sino solamente los lagos del norte.
–Siempre había querido verlos –le había explicado–. Como solo tenemos una semana, difícilmente habríamos podido recorrer todo el país.
–Desde luego –había asentido Liza, esperanzada, porque sabía que la propiedad de Fausto se localizaba precisamente en aquella región de los lagos. Aun así, seguía siendo altamente improbable que pudiera encontrarse con él en el lapso de una semana.
–Bueno –dijo Melanie en aquel momento, entrando en la habitación de Liza–. Había pensado que podríamos cenar en el pequeño restaurante que hay calle abajo. Y mañana me gustaría dar una vuelta por una de las propiedades de la zona: algunos de los jardines y salones están abiertos al público. Creo que se trata de una de las fincas más impresionantes de toda Europa.
–Oh. ¿A quién pertenece? –una especie de sentido de inevitabilidad, de destino, se apoderó de ella. Era como si ya conociera la respuesta.
–Al conde de Palmerno. Parece que se trata de un personaje bastante importante.
El día siguiente amaneció luminoso y despejado. Mientras ponía especial cuidado en su aspecto, Liza se esforzaba por aplacar los nervios que se habían instalado en su estómago.
–No vas a verlo –le dijo a su imagen en el espejo, con tono de reproche–. Probablemente ni siquiera estará en Italia. Y si lo está, seguramente se encontrará en Milán, trabajando. Así que deja de preocuparte.
El problema era que, más bien, estaba esperanzada. Fue un trayecto de veinte minutos en taxi hasta la Villa di Palmerno, un precioso recorrido por la costa del lago Maggiore, con villas colgando en las verdes laderas y lanchas a motor surcando las tranquilas y azules aguas.
–¿Por qué estás tan nerviosa? –le preguntó de pronto Melanie, con una carcajada–. Solo vamos a visitar unos jardines…
Minutos después el taxi entraba por el impresionante portón de hierro de la finca. Liza se quedó sin aliento a la vista de las interminables praderas, los inmensos jardines y la casa… oh, la casa.
Contempló maravillada la villa, con sus balcones y balaustradas, sus torrecillas y terrazas. Cerca de veinte ventanas relampaguearon bajo el sol cuando el taxi se detuvo a la entrada de los jardines.
–¿No es magnífico? –exclamó Melanie.
Liza se había quedado sin palabras. Cuando le pidió que se casara con él, Fausto le había pedido también que se convirtiera en la dueña y castellana de aquella mansión. Se encogió de hombros al recordar la fiereza con que lo había rechazado. «Un rotundo e inequívoco no», le había espetado.
Pasearon entre las rosaledas con fuentes de mármol, enrejados de glicinias y lechos de lavanda. Encontraron un enorme jardín de hierbas aromáticas, junto a un huerto de frutales y media docena de invernaderos. Según les informó el jardinero, la propiedad producía toda clase de tomates, melones y demás, incluida una especie de naranjo que el conde había cultivado personalmente.
–¿Qué clase de hombre es el conde? –preguntó Liza con la mayor naturalidad de que fue capaz. Una sonrisa se dibujó en el curtido rostro del hombre.
–Muy bueno, signorina. El mejor. Algunos dicen que es un poquito reservado, pero solo los que no lo conocen bien. Es bueno y generoso.
–Entiendo.
Liza no pudo menos que dolerse del burlón desprecio con que había acogido las palabras de Fausto sobre su familia y su posición. Solamente en aquel momento entendía lo muy razonables que habían sido sus preocupaciones. Fausto era el señor de aquel inmenso lugar, el responsable de centenares, si no miles, de empleados. Tenía una reputación que mantener y, naturalmente, querría a una mujer a su lado que fuera capaz de ayudarlo hombro a hombro con una responsabilidad tan grande.
Y, sin embargo, se había burlado de todo aquello en un ataque de orgullo. Fausto se había merecido que ella se tomara sus preocupaciones en serio, pero ahora era demasiado tarde. La amargura la anegaba por dentro. Perfectamente habría podido arrojarse al suelo del jardín y sollozar desconsolada.
Fausto aparcó su deportivo azul marino frente a la villa. Se alegraba de estar de vuelta, lejos de Londres. Durante los dos últimos meses había estado trabajando dieciséis horas al día, volviendo a su casa de Mayfair solo para comer y dormir. Y pese a ello no había sido capaz de dejar de pensar en Liza.
Con un suspiro, bajó del coche. Quizá las cosas le fueran mejor allí, en la Villa di Palmerno. Al menos estaría lejos de Liza, de la tentación, de su terrible y tempestuoso recuerdo. Fue entonces cuando la vio paseando con los jardines del brazo de una mujer mayor. Durante unos segundos, no pudo dar crédito a sus ojos. ¿Cómo podía estar allí? ¿Era una jugada de su imaginación, una fantasía de su mente febril?
Pero cuando la vio alzar la mirada y desorbitar los ojos de asombro, supo que era ella. Estaba allí, en carne y hueso, en Villa di Palmerno. Maravillado, se dirigió lentamente a su encuentro. Liza se quedó paralizada donde estaba, con expresión recelosa, incluso asustada. Teniendo en cuenta lo ocurrido la última vez que se vieron, Fausto podía entender su incertidumbre y, sin embargo, de pronto, sorprendentemente, todo le pareció absolutamente fácil y sencillo. Ella estaba allí y él la quería allí. Eso era lo único importante.
–Liza –ante su mirada perpleja, tomó sus manos entre las suyas, se las apretó suavemente y le dio un beso en una mejilla.
–Fausto –dijo con voz débil–. No tenía ni idea de que estarías aquí…
–Ni yo de que te encontraría en la villa –repuso con una sonrisa–. ¿Cómo es posible…?
–¿Lo conoces? –inquirió la mujer mayor–. Oh, es evidente que sí –le tendió la mano–. Melanie Benton. La abuela de Liza.
–Fausto Danti, conde de Palmerno. Encantado de conocerla –se la estrechó.
–Lo mismo digo.
La mujer parecía entre intrigada y complacida. Fausto pensó que sin duda se estaría preguntando por la naturaleza de su relación con su nieta… Y él también.
–Mi abuela quería… hacer un recorrido por los lagos –explicó Liza, tartamudeando un poco–. Y yo acepté acompañarla. De verdad que no tenía ni idea de que estarías aquí. Hasta anoche mismo ni siquiera sabía que visitaríamos la villa.
–Es una deliciosa sorpresa –vio que lo mirada recelosa y dubitativa, pero estaba siendo perfectamente sincero. Se alegraba enormemente de verla. Y estaba guapísima con su rizada melena recogida con una cita verde y las gafas de sol apoyadas en la frente. Su vestido veraniego dejaba al descubierto sus hombros bronceados y salpicados de pecas doradas: le entraron ganas de besarlas una a una. Anhelaba besarla, estrecharla en sus brazos, sentir su cuerpo contra el suyo, asegurarle que no le importaba nada de lo que había sucedido antes.
Los dos últimos meses no habían atenuado en absoluto sus sentimientos por Liza Benton; si acaso, los habían intensificado. Y, sin embargo, necesitaba llevar cuidado. Por muy complacido que estuviera de verla, no tenía intención de repetir su propuesta de matrimonio. Con un rechazo tan rotundo tenía bastante. No, procedería con exquisita cautela, tanto por su bien como por el de ella. Se alegraba de que estuviera allí, pero eso era todo.
–Íbamos a marcharnos –dijo Liza, blandiendo su móvil–. Precisamente iba a llamar un taxi.
–¿Ya habéis entrado en la casa?
–No, yo estaba esperando a ver las habitaciones expuestas al público –intervino Melanie–. Pero creo que Liza está un poco cansada.
–¿Por qué no pasáis a verlas? –sugirió Fausto–. Luego podremos tomar un refrigerio en los apartamentos privados.
–No, nosotras… –empezó Liza, pero su abuela ya estaba asintiendo con entusiasmo.
–Es usted muy amable, conde…
–Por favor, llámeme Fausto.
–Fausto –pareció deleitada–. Realmente me gustaría ver esas salas.
Fausto las invitó a entrar en la villa. Su madre estaba de compras en Milán y Francesca visitando a unas amistades. Se alegraba de tener toda la casa para él solo.
–Oh, es precioso –exclamó Melanie cuando entraron en el inmenso vestíbulo, con sus baldosas de mármol negro y blanco y sus tres plantas de altura.
Liza lo miraba todo en silencio, sin hacer comentarios. Fausto no podía dejar de mirarla, deseosa de saber lo que pensaba. Lo que sentía.
–Por aquí –murmuró, atreviéndose a posar una mano en su cintura por un instante para guiarla al salón principal, una habitación de impresionantes proporciones, llena de antigüedades.
Melanie se deshizo en exclamaciones de elogio mientras él les mostraba el comedor, el salón de baile y la biblioteca, pero Liza seguía sin pronunciar una palabra. ¿Qué estaría pensando? Y lo más importante: ¿qué sentía?
Cuando terminaron con las salas públicas, las llevó a un solarium lleno de plantas y flores que daba a una amplia terraza, con vistas a los jardines.
–¡Oh, qué vista! –exclamó Melanie, contemplando a lo lejos el lago Maggiore.
Fausto había encargado que les sirvieran allí unos refrescos. Acababan de sentarse en los cómodos sillones de mimbre del solarium cuando una doncella apareció con una bandeja de limonada fría, un surtido de pastas italianas y una fuente de fruta.
–¡Qué amable! De verdad, conde… Fausto, muchas gracias –se volvió pensativa hacia su nieta–. ¿Se puede saber de qué os conocéis?
Fausto se recostó en su sillón, cruzó una pierna y vio la súbita expresión de alarma de Liza, –Sí, Liza –intervino con voz suave–. ¿Por qué no le explicas a tu abuela cómo nos conocimos?