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Capítulo 13

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LIZA SE sintió como si hubiera entrado de repente en una increíble realidad paralela. ¿Era posible que estuviera allí en aquel momento, bebiendo limonada y saboreando deliciosas pastas delante de un Fausto perfectamente relajado y de modales encantadores?

Cuando lo vio bajarse de su coche, una parte de su ser ni siquiera se sintió sorprendida. Esa parte había sabido que lo vería allí. Pero lo que no había esperado era que Fausto le diera una bienvenida tan cálida, tan cariñosa… después de su último encuentro.

–Liza, ¿no me lo vas a contar? –insistió su abuela, soltando una carcajada–. ¿Cómo conociste a Fausto?

–Bueno… Fue en un bar, en realidad… Una vez que mamá y Lindsay estaban de visita. Fausto se encontraba allí con un amigo y nos pusimos todos a hablar.

–Sí, y nos volvimos a ver unas cuantas veces más después de aquello, ¿verdad? –los grises ojos de Fausto se clavaron en ella con un burlón brillo de desafío.

Aterrada, se preguntó por qué estaba haciendo aquello. La estaba provocando.

–Sí, unas pocas veces. En una fiesta…

–Y en Norfolk, en la casa de un amigo común. Mi padrino, de hecho. Tuvimos una conversación deliciosa en la playa.

Cuando Liza se aventuró a mirarlo, descubrió un nuevo brillo de inteligencia, en sus ojos. Se ruborizó cuando los recuerdos que tanto se había esforzado por olvidar la asaltaron de golpe.

–Me sorprende que nunca me hubieras dicho una palabra –la reprendió su abuela–. Sobre todo teniendo en cuenta que veníamos aquí.

–Yo, er… no me pareció relevante –sabía que sonaba ridícula, pero no podía evitarlo. Le resultaba imposible aparentar indiferencia. Dudaba que fuera capaz de continuar allí sentada ni un momento más, fingiendo que Fausto y ella no eran más que simples conocidos. Incorporándose, dijo–: Se está haciendo tarde, abuela, y estoy segura de que Fausto estará muy ocupado. Tenemos que irnos –buscó su móvil en el bolso–. Llamaré a un taxi.

–Absurdo –replicó él–. Avisaré a mi chófer. E insisto en que volvamos a vernos para cenar. ¿Mañana por la noche?

Liza se lo quedó mirando anonadada mientras Melanie aceptaba la invitación.

–Eso sería genial, gracias.

–No creo que… –empezó ella, impotente, sabiendo ya que era demasiado tarde. «¿Por qué estás haciendo esto?»: intentó formular la pregunta con los ojos, pero o bien Fausto no la vio, o bien prefirió ignorarla.

–Yo me encargaré de vuestro transporte –dijo para en seguida levantarse ágilmente del sillón.

Melanie se inclinó para comentarle a Liza en voz baja, aprovechando que Fausto abandonaba la habitación:

–Qué hombre tan encantador. Tengo la sensación de que entre vosotros hay algo más que lo que tú estás dispuesta a admitir.

–No hay nada –replicó ella con tono frío. Nada que quisiera comentarle a su abuela, en todo caso.

–El coche estará listo dentro de poco –les informó él a su regreso–. Mientras esperamos, quizá queráis ver los jardines privados.

–¡Estupendo, gracias! –exclamó Melanie antes de que Liza pudiera responder.

Fausto abrió la puerta corredera que llevaba a una amplia terraza de mármol. Liza los siguió en silencio mientras su abuela volvía a deshacerse en elogios. Los jardines privados se disponían en escalones que descendían hasta el lago.

Mientras bajaban, dado que Liza se había quedado rezagada, él la esperó para preguntarle en voz baja:

–Supongo que estarás bien…

–Sí –no confiaba en sí misma lo suficiente como para añadir más. Estaba más guapo que nunca con su traje azul marino. Tuvo que recurrir a toda su fuerza de voluntad para no tocarlo.

–En marzo hablé con Henry –añadió Fausto en un susurro, para que no pudiera oírlo Melanie–. Quería asegurarme de que no estabas… Ya sabes.

Tardó unos segundos en tomar conciencia de que había querido asegurarse de que no se había quedado embarazada. Tragó saliva.

–Entonces debiste de quedarte bastante tranquilo.

–Sí, por tu bien.

–¿Y no por el tuyo?

–Semejante… eventualidad habría complicado las cosas, sin duda –replicó él tras una breve pausa–. Pero no lo habría lamentado.

Aquello la dejó más confusa que nunca.

–No fue esa la impresión que me diste la última vez que nos vimos.

–Las impresiones que cada uno se llevó del otro no fueron nada favorables –replicó Fausto.

Liza se quedó callada. No conseguía entenderlo. Cuando llegaron al pie del lago, casi habría preferido su habitual actitud, fría y aristocrática. Porque aquello no tenía ningún sentido. Parecía otro hombre.

–Todo esto es tan bonito… –exclamó de nuevo su abuela cuando llegaron a un ancho embarcadero donde estaba atracada una moderna lancha fueraborda.

–Sí que lo es –secundó Liza, porque se sentía obligada a decir algo. El lago azul, las montañas gris verdosas del fondo, la elegante villa con sus jardines… todo aquello era impresionante y le suscitaba un doloroso anhelo que no quería examinar con demasiado detenimiento.

Regresaron a la villa y Liza se aseguró de adelantarse con su abuela para que Fausto no pudiera dirigirle la palabra. Sus veladas referencias al pasado la habían dejado removida por dentro y no sabía cómo reaccionar. ¿Había sido sincero o simplemente se había estado burlando?

Una cosa que tenía clara: los motivos de Fausto nunca eran obvios, quizá ni siquiera para sí mismo. Quizá estuviera luchando una vez más contra su propia atracción hacia ella, precisamente por culpa de su inconveniencia como pareja, algo de lo que tampoco podía culparlo. Porque ella misma se consideraba una mujer muy poco conveniente para un hombre como él.

Minutos después Fausto las escoltaba hasta un lujoso Sedán. Estrechó la mano de Melanie antes de volverse hacia Liza con una sonrisa imposible de interpretar.

–Hasta mañana por la noche.

¿Era una promesa o una amenaza? ¿Qué era lo que quería de ella? Liza se limitó a asentir, sin atreverse siquiera a hablar. Subió al coche y, mientras se alejaba de allí, se obligó a no volver la mirada… pese a que se moría de ganas de hacerlo.

–¿Entonces quién es esa mujer, Fausto?

Una sonrisa burlona se dibujaba en los labios de Francesca cuando entró en el dormitorio de Fausto. Estaba de pie ante el espejo, ajustándose los gemelos de la camisa.

–Una amiga de Londres.

–¿Solo una amiga? ¿Seguro?

–Siempre has sido una romántica, Chessy –comentó, llamándola por su diminutivo. Aunque ella era diecinueve años más joven que él, un inesperado regalo tras el largo periodo de infertilidad de sus padres, siempre habían estado muy unidos. Francesa lo había admirado siempre y él siempre la había mimado.

–Sí, soy una romántica –reconoció–, pero… ¿sabes una cosa? La voz te cambia cuando hablas de ella.

–Eso no es verdad –la miró ceñudo.

–Sí que lo es –replicó, riendo–. Y el hecho de que no te des cuenta y además lo niegues me mueve a pensar que debe de ser una mujer realmente especial para ti.

Fausto decidió no responder. Su hermana siempre estaba viendo corazones atravesados por flechas allí donde no los había. En el caso de Liza Benton, ¿qué era lo que sentía por ella? Desde luego nada tan sencillo como un simple capricho o un ligero afecto, reconoció mientras se apartaba del espejo. Detrás del sincero placer que había experimentado al volver a verla, ¿había habido quizá algo más? En cualquier caso, no se arriesgaría a volver a encajar el humillante rechazo de la primera vez.

–Deberíamos bajar –le dijo a Francesca–. Nuestras invitadas no tardarán en aparecer –su madre estaba en Milán hasta el fin de semana, algo de lo cual se alegraba, ya que sabía que no encontraría a Liza en absoluto adecuada para él.

Una vez en el salón, se puso a pasear de un lado a otro, sintiéndose mucho más inquieto ante la llegada de Liza de lo que se había imaginado. ¿Cómo podrían superar la tensión y la incomodidad que existían entre ellos? Francesca ya se estaba imaginando algo, si la abuela de Liza no lo había hecho ya: parecía una mujer muy perspicaz.

–Creo que ya están aquí –anunció Francesca, entusiasmada.

A Fausto el corazón le dio un vuelco en el pecho, una sensación de lo más irritante. Se irguió mientras Paolo, el mayordomo de la villa, se dirigía a abrir. Instantes después hacía entrar a Liza y a su abuela en el salón reservado para las visitas.

Lo primero que advirtió fue el aspecto tan sofisticado que presentaba Liza. Llevaba un mono de seda verde esmeralda que parecía flotar en torno a su cuerpo y la melena recogida en un elegante moño, del que escapaban algunos rizos que enmarcaban su encantador rostro. Había completado su atuendo con unos largos pendientes y sandalias de tacón. Toda una belleza.

–Gracias por la invitación –le dijo Melanie.

–El placer es mío, se lo aseguro –repuso, aparentemente incapaz de apartar la mirada de Liza. Bajo su escrutinio, un ligero rubor tiñó sus mejillas, lo cual no hizo sino aumentar su encanto. Sintió luego los ojos de Francesca fijos en él y se volvió hacia ella–. Os presento a mi hermana.

Una vez hechas las presentaciones, no tardó Melanie en interesarse por la historia de algunas de las antigüedades y, mientras Fausto le respondía hasta donde sabía, vio, por el rabillo del ojo, que Francesca y Liza se ponían a charlar. Minutos después soltaban una carcajada al unísono. ¿De qué estarían hablando? Se notaba que se habían caído especialmente bien, algo que resultaba tan grato como inquietante…

La cena transcurrió en un ambiente igual de cómodo y mucho más placentero de lo que Fausto había esperado. Liza era una conversadora vivaz y, aunque dirigía principalmente sus comentarios a Melanie o a Francesca, de cuando en cuando le regalaba alguna que otra observación o una discreta sonrisa.

Fausto se ofreció a explicarle a Melanie varios aspectos de la finca sobre los que se había mostrado interesada.

–De hecho, el vino que estamos bebiendo procede de la finca. Tenemos unos viñedos a pocos kilómetros de aquí.

–¿Qué es lo que no tienes? –dijo Liza con un eco de risa en la voz.

«A ti», pensó Fausto de manera automática. Después de la cena, se retiraron al salón a tomar café. Liza acababa de sentarse cuando Francesca se ofreció a enseñarle a Melanie los retratos de la galería superior.

–Antes me ha preguntado por nuestros antepasados, así que permítame que le enseñe sus rostros.

–Oh… –Liza se dispuso a levantarse, pero Francesca la detuvo–. ¿Por qué no te quedas aquí haciendo compañía a Fausto? Seguro que él no querrá volver a ver aquellos mohosos retratos…

Y antes de que Liza pudiera responder, ya se habían marchado las dos. Fausto sonrió perplejo; la técnica de su hermana era demasiado obvia. Miró a Liza, que esbozó una sonrisa irónica antes de echarse a reír.

–¿Estás pensando lo que yo? –le preguntó él mientras le ofrecía un café.

–¿Que a tu hermana le gusta hacer de casamentera?

–Es una romántica. No puede evitarlo.

–¿Sabe acaso… lo nuestro? –le preguntó bruscamente Liza, ya seria–. Me refiero a lo que sucedió entre nosotros.

Fausto bebió un sorbo de café mientras contemplaba su expresión recelosa.

–No. No se lo he contado a nadie.

–No, claro –repuso ella y él arqueó las cejas.

–¿Qué quieres decir?

–Solo que es lógico que quieras que no lo sepa nadie.

–Al igual que no quiero que nadie sepa detalle alguno de mi vida privada. O de la tuya –intentó escrutar su rostro, pero Liza se levantó de su silla para, de espaldas a él, contemplar los jardines con la taza de café en la mano.

–Tu villa, la finca entera, es preciosa.

–Gracias.

–Creo que… no fui consciente de lo que era cuando me hablaste de ella en Inglaterra.

–Supongo que no sería fácil de imaginar.

–Es más que eso, pero… –suspiró–. Ya no importa.

Contempló su figura, alta y esbelta, todavía de espaldas a él. Las sombras se extendían por el salón y el silencio parecía vibrar entre ellos, expectante. Habría sido tan fácil, tan tentador cerrar la distancia que los separaba y deslizar un dedo todo a lo largo de su espalda desnuda, para bajarle luego el único tirante de su mono de seda…

De repente, como si hubiera adivinado sus pensamientos, ella se volvió hacia él. La taza tembló en el plato.

–Debería irme.

–No hay necesidad.

–Es tarde y mañana tenemos que salir temprano. Iremos al lago Como para volver en el mismo día.

–¿Cuántos días tenéis previsto estar en Italia?

–Hasta el miércoles.

–Entonces podréis venir a la fiesta que pensaba dar en mi jardín este fin de semana.

–¿Realmente crees que sería una buena idea, Fausto? –sacudiendo la cabeza, lo miró con expresión triste.

–¿Y por qué no?

–Ya me dejaste claro tus intenciones. Yo no… no necesito saber más. Lo entendí a la primera.

–¿Y cuáles eran esas intenciones? –quiso saber con tono punzante, pero antes de que Liza pudiera replicar, Francesca regresó al salón seguida de Melanie.

–Le estaba diciendo a Liza que su abuela y ella podrían venir a la fiesta que daremos este fin de semana en el jardín…

–¡Oh, sí! Es una tradición que celebramos todos los años, a manera de agradecimiento a nuestros empleados. Es muy divertida. ¡Por favor, venid!

Liza lanzó a Fausto una acusadora mirada antes de contestar a Francesca, con una sonrisa forzada:

–Claro, nos encantaría. Gracias.

Fausto no pudo negar la visceral satisfacción que lo invadió de golpe. Volvería a ver a Liza. ¿Y quién sabía lo que podría llegar a suceder entre ellos para entonces?

E-Pack Bianca septiembre 2021

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