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Capítulo 14
ОглавлениеLIZA APENAS podía creer que estuviera de vuelta en la Villa di Palmerno, esa vez para la fiesta a la que Fausto la había forzado prácticamente a asistir. Una vez más la reluctancia batallaba con el entusiasmo, la esperanza con el miedo.
Qué fácil le resultaría enamorarse de él… Y, sin embargo, solo tenía que mirarlo para saber que no tenía intención alguna de repetirle su propuesta de matrimonio, o de retomar su relación. Aunque no entendía las motivaciones que podía tener Fausto para acercarse a ella, percibía en él las mismas reservas de siempre.
Más allá de su comprensible preocupación por su idoneidad como pareja suya, Liza recordó el críptico comentario que le había hecho en Norfolk acerca de su pasada relación con una mujer. ¿Estaría Fausto protegiendo su corazón, al igual que ella?
Cuando llegaron a la villa, la entrada estaba adornada con guirnaldas de faroles y globos de colores. Francesca las esperaba para darles la bienvenida, vestida con una sencilla blusa blanca y una falda negra.
–No pongas esa cara de sorpresa –le dijo a Liza, riendo–. Voy vestida de camarera. Cada año damos una fiesta para nuestros empleados en la que los Danti nos encargamos de servirles y atenderles. Hasta mi madre participa.
–¿Y Fausto? –preguntó Liza, escéptica. No conseguía imaginárselo en ese papel.
–Oh, sí, él también. La idea fue suya, de hecho. La tradición solo tiene cinco años de antigüedad –esbozó una mueca–. No creo que a mi padre se le hubiera ocurrido nunca, pero le dejó hacer con mucho gusto.
Otro aspecto de Fausto desconocido para ella, pensó Liza. Uno que no se habría imaginado nunca.
–Suena divertido.
–Venid a echar un vistazo –Francesca señaló los jardines, que ya estaban repletos de gente–. Hay un montón de cosas que hacer.
Mientras Liza recorría los jardines con su abuela, se quedó admirada de la cantidad de atracciones que había, con puestos de venta de plantas, juguetes y artesanías. En la pradera había hasta una noria y payasos que regalaban globos a los niños. Y todavía más admiración le provocaban los elogios que escuchaba a cada momento entre los empelados: todo el mundo adoraba a su patrón. Según ellos, era el hombre más generoso del mundo, el mejor, el más maravilloso.
Demasiado maravilloso para ella, pensó desconsolada. Melanie se había encontrado con varias conocidas y Liza aprovechó la ocasión para escabullirse. Por muy adorable que fuera la fiesta, no podía evitar sentirse cada vez más deprimida. A través de la abertura de un seto, entró en un pequeño y recoleto jardín con una fuente en forma de caracola en el centro.
Sentándose en el borde de la fuente, acarició la superficie del agua con los dedos. No debería dolerle tanto de haber descubierto lo muy buena persona que era Fausto Danti: orgulloso, sí, pero generoso y de buen corazón. No era el «esnob arrogante, grosero y desagradable» que le había acusado de ser. Al contrario.
–Pareces Venus surgida de las aguas.
Se tensó inmediatamente al sonido de su voz.
–¿Por qué siempre tienes que encontrarme en lugares secretos? –intentó aligerar el tono, pero le tembló la voz. Se obligó a mirarlo: estaba en la entrada del jardín, vestido con camisa blanca y pantalón negro, al igual que la primera vez que lo vio. Y tan guapo que quitaba el aliento.
–¿Y tú por qué siempre vas a lugares secretos? –le preguntó mientras se acercaba a ella.
–Quería estar sola.
–¿Quieres que me marche?
–No –sabía que se merecía una disculpa, al menos–. Quería verte. Hablar contigo.
–Oh.
–Quería darte las gracias por lo de hoy. Y no solo por hoy. También por la cena de la otra noche… por el aperitivo y por la visita guiada. Has sido muy amable con nosotras.
–No ha sido ninguna molestia.
–Sí, pero… realmente no tenías por qué hacerlo –se obligó a continuar, con un nudo en la garganta–. Sobre todo teniendo en cuenta… lo que pasó la última vez que nos vimos. En Norfolk –se atrevió a mirarlo, pero su rostro no revelaba expresión alguna. «Por supuesto», se dijo. Nunca había sido capaz de interpretarlo. Aunque tal vez fuera mejor así. Porque quizá se habría quedado horrorizada de haber podido descubrir lo que sentía en aquel momento hacia ella. O lo poco que sentía hacia ella…
–El pasado es pasado, Liza. Ya no importa.
–Eres muy generoso –aunque sospechaba, o esperaba al menos, que lo hubiera dicho en serio, aquellas palabras también le dolieron. «El pasado es pasado». Ella solo era una amiga para él, apenas algo más que una conocida. Lo que había sucedido entre ellos había sido demasiado breve, demasiado fugaz.
Fausto dio otro paso hacia ella.
–¿Por qué entonces tienes ese aspecto tan triste?
Liza bajó la cabeza todo lo que pudo para esconder su rostro.
–No estoy triste.
–¿Estás segura?
–Creo que sé lo que siento –repuso con más humor que enfado.
Fausto se la quedó mirando sin saber qué decir o qué hacer. Porque el problema era que él mismo no sabía lo que sentía. Parte de él anhelaba olvidar todos los recuerdos y las preocupaciones estrechando a Liza en sus brazos.
Rodeó la fuente y se sentó al otro lado, frente a ella. A lo lejos se oía el rumor de la fiesta, las risas y la música.
–¿Qué tal te ha ido durante estos últimos meses?
–Bien –respondió, deslizando los dedos por la superficie del agua, sin mirarlo.
–¿Qué tal tu familia?
–Como siempre. Es increíble lo que has hecho aquí –le dijo, aparentemente nada deseosa de hablar de sí misma–. Todo el mundo se deshace en elogios contigo.
–Son buenas personas.
–Tú eres una buena persona… –lo miró por primera vez– Quiero, necesito decírtelo, después de todas aquellas cosas que te llamé en Norfolk. Siento todo lo que te dije.
Su disculpa lo conmovió profundamente.
–Orgulloso es algo que sigo siendo…
–Tienes derecho a serlo, dado todo lo que has conseguido. Eres un patrón modélico. Un maravilloso conde de Palmerno.
Pronunció tan mal el título que Fausto no pudo menos que sonreírse, pese a lo emocionado que estaba.
–Gracias, Liza.
–Yo… espero que no me guardes rencor. Es muy probable que no volvamos a vernos más. Me gustaría que nos separáramos en términos amistosos.
Fausto se quedó callado, incapaz de aceptar la perspectiva que ella acababa de describirle: que no volvieran a verse nunca.
–¿Fausto?
–No hay rencor alguno. Aunque no me gusta hablar en un tono tan rotundo. Esto no tiene por qué ser un adiós.
–Bueno… –se encogió de hombros, forzando una sonrisa–, pero de alguna manera lo es, ¿no? Tú estás de vuelta en Italia. Yo vivo en Inglaterra. Y nuestros mundos no pueden ser más distintos –miró a su alrededor con las sombras alargándose sobre las baldosas mientras el cielo adquiría un color violeta–. En su momento no entendí lo que querías decirme, hasta que vine aquí y vi todo esto. No debí despreciar de aquel modo las preocupaciones que me expusiste. A mi manera, yo también me mostré muy orgullosa.
Fausto apretó los labios, luchando contra el deseo irracional de oponerse a todo lo que ella acababa de decirle. Porque todas las cosas que él había insistido en que importaban, no importaban realmente: no al menos de la manera en que él había pensado y ella estaba insinuando. No importaban sus respectivas posiciones. ¿Cómo había podido decir algo tan estúpido?
–Eso no es verdad –repuso en voz baja.
–Bueno, en cualquier caso ya no importa, ¿no?
Fue más una afirmación que una pregunta y Fausto, incapaz de llevarle la contraria porque no podía hacerle promesa alguna, se levantó.
–Volvamos a la fiesta. Ahora que ya ha oscurecido habrá una cena bufé, seguida de fuegos artificiales. También me gustaría que conocieras a mi madre.
–¿Tu madre? –inquirió alarmada.
–Quiero presentártela –dijo, aunque él mismo ignoraba por qué. Viviana Danti, la condesa viuda, se mostraría fríamente educada con Liza y nada más.
Aunque quizá en eso residiera el porqué. Porque no pensaba dejarse gobernar por su madre, sobre todo en algo como aquello. «¿Pero y por mi padre?», se preguntó. La pregunta reverberó en su alma, porque sabía que su querido padre habría pensado igual que su madre. «El honor lo es todo. Recuerda que tienes una obligación».
Le había prometido a su padre que se casaría con una mujer adecuada, después del desastre con Amy. Una promesa que siempre había tenido intención de guardar… solo que en aquel momento veía las cosas de manera diferente. Liza podía no tener el pedigrí que sus padres habían esperado, pero ciertamente reunía todas las cualidades que habría buscado en una esposa. No era Amy, ni de lejos, y sentía por ella mucho más que lo que había creído sentir por ella quince años atrás.
Y sin embargo…
–¿Fausto? –lo miró indecisa–. No creo que sea una buena idea que me presentes a tu madre.
–Sí lo es –replicó con tono firme–. Venga, volvamos a la fiesta –le tendió la mano y ella la miró como si fuera un objeto extraño. Al cabo de unos segundos que se le hicieron eternos, la aceptó.
Fausto entrelazó los dedos con los suyos y disfrutó de la sensación, tan íntima como un beso. En silencio, como si ninguno de los dos quisiera romper el hechizo del momento, regresaron a la fiesta.
La tarde violeta caía lentamente. Guirnaldas de farolillos chinos decoraban el jardín. En la terraza, iluminada con antorchas, estaba ya dispuesta una inmensa mesa de bufé.
–Ahora tengo que trabajar –le informó, señalando la mesa–. Pero una vez que esté todo el mundo servido, te presentaré a mi madre.
–Vale –dijo Liza, aunque seguía sin parecer muy convencida.
La llevó hasta la mesa y le dio un plato antes de ocupar su puesto al otro lado. No la perdió de vista en ningún momento, mientras trabajaba. Tenía un aspecto tan encantador, con su blusa bordada a juego con sus pantalones azul claro… Casual y elegante a la vez, pensó mientras la veía charlar con los demás invitados. Una deliciosa sensación de calidez empezó a extenderse por su pecho.
Esa sensación no hizo sino incrementarse conforme avanzaba la tarde. No le quitaba la mirada de encima. Su madre apenas había abandonado el salón y Fausto decidió que las presentaciones podían esperar. En cuanto acabó el bufé, fue a reunirse con ella en la balaustrada.
–Siento no haber podido hacerte caso.
–No te preocupes.
–¿Te lo has pasado bien?
–Sí –soltó una risita–. Todo el mundo es muy simpático.
–Tú eres una magnífica compañía.
–Fausto, hoy no haces otra cosa que soltarme cumplidos –otra carcajada–. No sé muy bien qué hacer con ellos.
–Quédate –le dijo en un impulso–. Por favor.
Empezaron los fuegos artificiales. El colorido resplandor bañó su voz de una deliciosa luz que le permitió ver, solo por un instante, su pensativa expresión.
–¿Qué quieres decir?
–Que te quedes aquí esta noche. Conmigo.
Otra cascada de luces explotó en el cielo, seguida de aplausos y risas.
–Mi abuela…
–Ella puede quedarse también. Le prepararé una de las habitaciones de invitados. Seguro que estará cansada. Mejor que se quede aquí.
–¿Y yo? –inquirió Liza, volviéndose para mirarlo con una expresión tal de vulnerabilidad que Fausto ansió una vez más estrecharla en sus brazos.
–Quiero que te quedes. Pero solo si lo quieres tú.
Transcurrió una eternidad mientras estallaban los fuegos artificiales ante la mirada de Liza, que tenía una expresión pensativa y reservada. Finalmente, se volvió de nuevo hacia él.
–Sí –respondió sin más.