Читать книгу E-Pack Bianca septiembre 2021 - Kate Hewitt - Страница 8
Capítulo 4
ОглавлениеLOS SENTIDOS de Liza seguían alterados cuando logró enfocar la mirada en Chaz Bingham y en su hermana. ¿Había sido real? ¿Fausto Danti había estado a punto de besarla?
Se humedeció los labios con la lengua, como si todavía pudiera sentir la presión de los de él, pese a que no había llegado a tocarla. A sus veintitrés años Liza no había tenido más que un puñado de citas, una de las cuales había terminado en desastre total. Y ninguna había llegado muy lejos, pese a que todavía se resentía del desengaño que se había llevado con su supuesta aventura con Andrew Felton. En cualquier caso, ninguno de aquellos pocos besos había resultado tan abrasador, tan memorable, como el que había estado a punto de recibir de Fausto Danti. Estaba segura de ello.
De todas formas, era imposible que él estuviera interesado en ella. No podía ser. Debía de haberse tratado de una burla.
–¡Liza! –exclamó Jenna en aquel momento, adelantándose hacia ella.
Sintiéndose torpe y rígida, Liza abrazó a su hermana.
–¿Estás bien?
A su lado, Fausto murmuró:
–Solo ha sido un resfriado, ¿verdad?
Jenna soltó una débil carcajada.
–Me temo que he exagerado un poco. Me siento mucho mejor después del paracetamol y de la taza de té que me ha llevado Chaz.
Jenna sonrió y lanzó una mirada adoradora al aludido, que hinchó el pecho como si acabara de escalar el Everest. Liza no pudo evitar volver a mirar a Fausto, cuya inescrutable expresión todavía destilaba su arrogante sospecha sobre el «supuesto» resfriado de Jenna. Se indignó. ¿Cómo podía desagradarle tanto un hombre y, sin embargo, morirse de ganas de besarlo?
–Siento haberte hecho venir –dijo Jenna, mirándola con gesto culpable–, es que me sentía tan deprimida…
–No me extraña nada –murmuró Liza. Ella no podía sentirse más incómoda después de su última equivocación con Fausto, pese a que este no había pronunciado una sola palabra al respecto. Cuando se atrevió a mirarlo de nuevo, parecía tan severo e imperturbable que, de repente, supo que no podía continuar allí ni un momento más–. Bueno, dado que mi presencia aquí ya no parece necesaria –dijo con falso desenfado–, llamaré a un taxi para que me lleve a Guildford.
–Oh, no –protestó Chaz, tal como ella había temido que haría–. Quédate el fin de semana con Jenna.
–No puedo… –empezó Liza. Sabía que insistir en marcharse en aquel momento sería una grosería, pero estaba furiosa y tristemente consciente del elocuente silencio de Fausto, que seguramente pensaría que todo aquello no había sido más que una maniobra de Jenna y suya propia. Dos cazafortunas en acción…
–Claro que puedes quedarte –protestó Chaz antes de volverse hacia Fausto–. ¿O no es así, Danti?
–Liza debe hacer lo que le plazca –replicó con un encogimiento de hombros.
–Entonces está decidido. Te quedas.
–No he traído ropa ni cepillo de dientes –protestó Liza, decidida a hacer un nuevo intento por marcharse.
–Eso no es ningún problema –Chaz hizo un gesto de indiferencia–. En cuanto a la ropa, debes de tener la misma talla que mi hermana Kerry. De hecho, creo que tiene un vestido igualito que ese –sonrió jovial mientras Liza se ruborizaba. De modo que era así como Fausto había encontrado el vestido…
–Gracias, eres muy amable –no se le ocurría otra cosa que decir.
–Te enseñaré nuestra habitación –sugirió Jenna.
–Bueno, cenaremos a las ocho… no falta ya mucho. Os veré luego, entonces –sonrió a las dos y Liza asintió.
–Gracias –repitió antes de volverse, cuidando de no tropezarse con la mirada de Fausto Danti.
Tan pronto como subieron a la habitación, Jenna se lanzó a una entusiasta descripción de las atenciones que Chaz le había prodigado.
–Es tan cariñoso, Liza… No siempre se tiene la oportunidad de conocer a gente tan buena.
–Tú lo eres –repuso Liza con una sonrisa.
Jenna la hizo entrar en una habitación dos veces más grande que el apartamento que compartían en Londres, con enormes ventanales que daban a un gran jardín.
–Hablo en serio. De verdad que es muy buena gente.
–Te creo –Liza rebuscó en la bolsa de aseo de su hermana y empezó a cepillarse el pelo–. Pero entonces… ¿por qué me enviaste ese mensaje de texto?
Jenna esbozó una mueca culpable.
–Lo siento. Me temo que no debí haberlo hecho. Es que me sentía tan abatida… Me dolía mucho la cabeza y todo el mundo, aparte de Chaz, es tan… Bueno, no me gusta ser criticona, pero es que son…
–¿Esnobs?
–Supongo que sí, aunque por fuera todos son muy amables, sobre todo la hermana de Chaz, Kerry. Durante todo el rato se ha estado esforzando por quedar bien conmigo, pero yo tenía la sensación de que en cuanto le diera la espalda, se pondría a criticarme.
–Probablemente lo habrá hecho –observó Liza.
–Pero si ni siquiera la conoces…
–No lo necesito, pero creo que tienes razón. Debería mostrarme más comedida en mis juicios –cosa que tampoco Fausto Danti había hecho. Ganarle al ajedrez había sido uno de los placeres más grandes de su vida, Aunque, en verdad, habría preferido que la hubiese besado…
El pensamiento la dejó consternada. No, por supuesto que ella no habría querido eso. No podía. De hecho, aborrecía a aquel hombre, por muy atraída que se sintiera. De haberla besado, lo habría hecho por jugar con ella o por burlarse, que no movido por un genuino deseo. De eso estaba segura.
–Los conocerás a todos a la hora de la cena, en todo caso –le recordó Jenna.
–¿Tienes algo que pueda llevar? –le preguntó–. Este vestido es de la hermana de Chaz y no me gustaría aparecer con él.
–Yo solo he traído uno –dijo Jenna a manera de disculpa–. Y creo que palidecerá en comparación con la ropa que lucirán los demás. Son millonarios, Liza. Algunos tienen un acento tan pijo que no logro entenderlos…
–Oh, querida. ¿Cómo nos las vamos a arreglar? –se burló Liza, apoyando una mano en la cadera e imitando un aristocrático acento.
Jenna soltó una risita y Liza puso los ojos en blanco.
–Sinceramente, creo que toda esta gente es ridícula. Los raros son ellos –señaló el enorme dormitorio con los suntuosos cortinajes de seda y el ornamentado mobiliario–. ¿Quién vive así hoy día? –no estaba dispuesta a dejarse intimidar por el dinero. Y ciertamente no iba a dejar que Fausto Danti pensara que ella y su hermana eran dos cazafortunas.
–Ellos, evidentemente –Jenna entrecerró los ojos–. Pero… ¿por qué estás tan enfadada? ¿Es que estás pensando en alguien en particular?
Liza no pudo evitar ruborizarse.
–No me gusta Fausto Danti –reconoció mientras se volvía hacia el espejo, para intentar concentrarse en su pelo–. Es un arrogante esnob.
–Un arrogante esnob guapísimo. Cuando entramos Chaz y yo en el despacho, parecía como si fuera a besarte.
–¡No es verdad! –exclamó Liza, aún más acalorada–. Solo estábamos jugando al ajedrez. Le di jaque mate.
–Eso no es ninguna sorpresa. No recuerdo la última vez que has perdido una partida.
–Es un hombre irritante. Sospecho que piensa que las dos estamos aquí en plan cazafortunas o algo parecido.
–¡Cazafortunas! –exclamó Jenna, horrorizada–. ¿Te lo ha dicho?
Liza decidió no mencionar el comentario que le había escuchado de pasada en el bar. Sabía que con ello solo conseguiría alterarla aún más.
–No tuvo necesidad.
–Oh, Liza –Jenna sacudió la cabeza–. A veces pienso que tú eres tan esnob como él, solo que al contrario.
–No lo soy. Simplemente veo a la gente tal como es –y no como alguien como Fausto Danti podía verla. No le gustaba juzgar a la gente y no era ni mucho menos una persona orgullosa. De hecho, no tenía una gran autoestima.
–En cualquier caso, tendremos que reunirnos con ellos en la cena –le recordó Jenna con un suspiro–. Y aunque ahora me siento mejor, me alegro mucho de tenerte conmigo. Va a ser como meterse en la guarida del león.
Lo mismo había sentido Liza con Fausto… Continuó atusándose el pelo hasta que tropezó con la mirada de su hermana en el espejo y sonrió con determinación.
–Yo también me alegro de estar aquí.
Esperaba, sin embargo, que no terminara arrepintiéndose de ello.
Fausto bebió un trago de jerez mientras observaba a los demás invitados reunidos en el salón antes de que los llamaran a cenar. Chaz estaba hablando con Oliver, uno de sus inútiles amigos del colegio, un jugador de cricket con mucho más dinero que cabeza. Kerry, la hermana de Chaz, cuchicheaba con Chelsea, una rica heredera ataviada con un vestido tubo de color dorado. Ambas no dejaban de lanzarle provocativas miradas que él prefería ignorar. ¿Dónde estarían Jenna y Liza? Pasaban tres minutos de las ocho. Se estaban retrasando.
No era que estuviera esperando ansioso su llegada, se recordó. Por supuesto que no. El rato que había pasado con Liza aquella tarde había sido sorprendentemente agradable: desde entonces había estado pensando demasiado en ella y en el beso que había estado a punto de darle. Era, tenía que admitirlo, una clase superior de mujer. Aunque, por desgracia, poco conveniente para un hombre de su posición, con sus responsabilidades y expectativas. Con su pasado.
–¡Jenna! –Chaz se alejó rápidamente de su amigo cuando las hermanas entraron en la habitación. Jenna lucía un vestido negro poco llamativo y Liza seguía llevando el rojo que Fausto le había dado, aunque había encontrado unos zapatos sin tacón y se había recogido el pelo en un moño suelto. Comparadas con las otras mujeres con sus conjuntos de alta costura y sus altos tacones de aguja, las hermanas Benton parecían hasta mal vestidas. Y, sin embargo, él seguía prefiriendo la sencilla elegancia de Liza.
Chaz le había pasado un brazo por los hombros a Jenna mientras la hacía entrar en la habitación. Liza los siguió con la cabeza muy alta y evitando la mirada de Fausto en lo que este sospechaba era un deliberado desplante… algo que lo divirtió e irritó a la vez.
–¡Dios mío! –exclamó Kerry, alzando la voz–. ¿No es ese mi vestido? –soltó una cantarina carcajada.
Liza se ruborizó y levantó aún más la barbilla.
–Me temo que sí –admitió, digna–. Llegué hace un rato sin ropa de recambio y me sorprendió la lluvia.
–Se lo di yo, Kerry –intervino Fausto–. Supuse que no te importaría.
Como no podía negarlo abiertamente, la joven se contentó con arquear las cejas y cruzar con Chelsea una mirada de incredulidad. Chelsea soltó una risita nerviosa y Liza se ruborizó aún más, pero no dijo nada.
–Quizá deberías pensar en regalárselo –sugirió él–. Creo que el color le sienta mejor que a ti.
–Lo dudo –se apresuró a intervenir Liza–. Pero gracias, Kerry, has sido muy amable al prestarle tu ropa a una desconocida.
–¿Desconocida? Aquí ya no hay desconocidos –observó Chaz con tono jovial–, dado que vamos a pasar juntos el resto del fin de semana. Y ahora que ya estamos todos y todas… ¡a comer!
A Fausto la cena se le hizo, tal como había supuesto, interminable e insufrible, a excepción del placer que le proporcionaba mirar a Liza de cuando en cuando. Deliberadamente se había sentado lo más lejos posible de él. ¿Se estaba apartando ella misma del peligro de la tentación o realmente su presencia lo disgustaba tanto?
La conversación durante la cena no pudo aburrirlo más y se mantuvo durante todo el tiempo callado, pese a los obvios intentos de Kerry por flirtear con él. Confiaba en desanimarla con su silencio. En cuanto a Liza… comía en silencio con la mirada baja y, sin embargo, alerta. Fausto tenía la sensación de que lo estaba escuchando todo y que, como él, se aburría soberanamente, un pensamiento que le proporcionó un inesperado placer.
Tras la cena, se retiraron al gran salón de la casa, donde Chaz puso música y Kerry se ocupó en preparar cócteles. Chelsea se estiró en un sofá de la manera más artística posible y Oliver se repantigó en otro mientras se concentraba en su móvil. Jenna estaba conversando con Chaz y Liza se hallaba sentada sola, aparentemente tranquila. Fausto se le acercó.
–¿Qué tal encuentras la compañía? –le preguntó.
Ella alzó la mirada hacia él con una sonrisa en los labios.
–La encuentro tal como es.
–¿Es una insinuación mordaz?
–No. De hecho, la encuentro bastante entretenida. Todos ustedes viven en un mundo propio tan recogido, tan acogedor…
–¿Qué se supone que quiere decir eso?
–Oh, solo que es una manera ciertamente rara de vivir. No parecen tener el tipo de preocupaciones de la mayoría de la gente.
–¿Es una crítica?
–Una simple observación.
–Supongo que tienes razón –reconoció Fausto al cabo de un momento. No sabía si alegrarse o irritarse de que hubiera subrayado de aquella forma sus diferencias.
–Usted, desde luego, no parece estar disfrutando mucho de la velada –observó ella, riendo. ¿Tanto le desagrada el resto del mundo, señor Danti?
–Deberías llamarme Fausto.
–Te he estado llamando Fausto en mi cabeza –reconoció con tono despreocupado–. Pero es que me pareces el tipo de persona que espera que todo el mundo le trate con rígida formalidad.
–No necesito que me hagan la pelota, si es eso a lo que te refieres –replicó–. Pero si quieres tratarme con formalidad, llámame «conde», en lugar de señor.
Lo miró sorprendida, pero en seguida sonrió.
–Claro, por supuesto. ¿Es conde Danti o conde de alguna de otra cosa?
–Conde de Palmerno. Pero, como te dije no hay necesidad. No me gustan las formalidades. Cambiando de tema: ¿Cómo es que eres tan buena al ajedrez?
–No te lo esperabas, ¿eh?
–No –reconoció–. Eres muy buena.
–Mejor que tú, al menos –replicó con los ojos brillantes.
Fausto no pudo evitar soltar una carcajada.
–Quizá deberías concederme una revancha –no había querido hacerle insinuación alguna, ¿o sí? Porque en aquel momento no estaba pensando tanto en la partida como en el beso que había estado a punto de darle.
–¿Seguro que la quieres? –le preguntó ella con tono suave.
No había error posible en el subtexto del temblor de su voz. Se moría de ganas de tocarla.
–Completamente seguro –respondió con voz ronca–. Del todo.
–¿De qué diablos estáis hablando los dos? –los interrumpió Kerry desde la barra de los cócteles–. Os habéis puesto terriblemente serios.
–Estábamos hablando de ajedrez –contestó Liza con tono ligero, aunque la voz le tembló un poco–. Fausto me está pidiendo la revancha después de que yo lo fulminara al ajedrez.
–No me fulminaste…
–¿Ah, no? Pensaste que había perdido mi reina a lo tonto.
–Ven a tomar un cóctel, Fausto –lo invitó Kerry–. Te he preparado uno con ginebra.
–Yo solo bebo whisky y vino –replicó Fausto–. Pero gracias de todas formas.
–Me lo beberé yo, si no te importa –pidió Liza. Con una chispa de desafío en los ojos, se acercó a la barra a buscar la copa. Acto seguido, sin dejar de mirarlo, se la bebió de un trago.
Fausto la contempló con una mezcla de admiración, diversión y un abrumador deseo. No le importaba que fuera una mujer conveniente o no para él. Solo quería quedarse a solas con ella.
–Delicioso –dijo Liza dirigiéndose a Kerry, aunque seguía mirándolo a él.
Fausto casi gruñó por lo bajo ante la invitación de sus ojos. ¿Sería consciente de lo que le estaba haciendo?
–Esa revancha… la quiero ahora.
–Por el amor de Dios, si no es más que una partida de ajedrez –intervino Chaz, riendo.
Kerry lo estaba mirando con ojos entornados.
–¿Por qué no te traes el tablero aquí? –sugirió. Luego, volviéndose hacia la concurrencia–. Podemos jugar todos, hacer un torneo.
–Tú no juegas, Kerry –le recordó Chaz.
La joven se encogió de hombros.
–Bueno, sé mover las piezas…
Fausto dudaba de que Kerry tuviera interés alguno en jugar al ajedrez, pero no estaba dispuesto a discutir.
–Como quieras –consintió, para a continuación dirigirse a Liza–. ¿Me ayudas a traer el tablero y las piezas?
Vio que asentía, ruborizada. Al menos así dispondrían de unos minutos para ellos solos.