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Introducción

El patrón de las enfermedades o de las lesiones que afectan a un grupo de personas no se debe nunca a una cuestión de azar, sino que es invariablemente la expresión de los esfuerzos y las tensiones a las que han sido expuestos, es decir, una respuesta al conjunto de todos los factores que configuran su medio y su comportamiento.

CALVIN WELLS,

Bones, Bodies and Disease*

¿Quién quiere gozar de buena salud? Estoy segura de que todos responderían que ellos sí, pero la expresión buena salud no significa lo mismo para todo el mundo. Cuando se trata de la salud verdadera y objetiva, ¿cómo podemos estar seguros de si la tenemos o no?

Tradicionalmente la salud ha quedado reducida o bien al aspecto que presentamos («¡Estoy más sano que una lechuga!») o bien a los resultados que obtenemos «sobre el papel», en las pruebas analíticas («¡Los resultados de lípidos muestran que he aprobado con buena nota!»), pero tendemos a prestar mucha menos atención a cómo nos sentimos, a pesar de que este es el primer indicador de nuestra salud a nivel celular.

Es posible que te sientas bastante bien la mayor parte del tiempo, pero tal vez el lumbago o alguna lesión de espalda no te deje ni ­levantarte de la cama una o dos veces al año. Quizá sufras dolores de cabeza con la suficiente regularidad como para guardar la caja de aspirinas en la mesilla de noche. O puede que tengas que hacer frente a un estreñimiento crónico. ¿Te suelen doler las rodillas o sufres un esguince de tobillo habitualmente? ¿Te impide el estado de esas rodillas dar largos paseos? ¿Qué tal se encuentran tus funciones biológicas, como la digestión, la excreción o el sueño? ¿Está salpicada tu vida de pequeños problemillas de salud aquí y allá?

Para hacerte una idea más objetiva del estado actual en el que se encuentra tu salud, toma un trozo de papel y anota lo siguiente:

 Los diagnósticos clínicos que hayas recibido a lo largo de tu vida.

 Todos los medicamentos con receta que tomas y por qué.

 Todos los productos farmacéuticos que se expiden sin receta que tomas y con qué frecuencia.

 Todas las operaciones que hayas tenido o que tengas que hacerte.

 Las visitas al hospital, al médico, al quiropráctico o a cualquier otro profesional de la salud.

 Las partes del cuerpo que te suelen «alertar» regularmente o con cierta frecuencia.

 Las partes del cuerpo en las que sientes dolor.

 Las partes del cuerpo que no están funcionando al máximo de su capacidad.

 Los problemas de salud que te preocupa tener en el futuro.

Lo más probable es que hayas anotado unas cuantas cosas para cada uno de estos puntos clave, y que la gran mayoría de tus amigos y familiares también lo harían. Entonces, ¿a qué es debido que no consigamos tener buena salud –medida en función de cómo nos sentimos, de lo que nos dice nuestro cuerpo, de cómo funciona nuestro organismo? ¿Qué es lo que no estamos haciendo bien?–.

Hemos hecho enormes avances en cuestiones como los antibióticos, el tratamiento de las aguas residuales o las vacunas, pero, aun así, todos los países desarrollados o ricos del planeta comparten una serie de problemas de salud. No se trata de las enfermedades contagiosas que encontramos en las zonas que carecen de los medios necesarios para disponer de una ciencia médica avanzada –esas enfermedades que en el pasado eran el peor enemigo de la humanidad–, sino más bien de dolencias que están relacionadas con el estilo de vida. Solemos referirnos a ellas como dolencias propias de las clases ricas o enfermedades de la opulencia, y en esta categoría se incluyen, entre muchas otras, las enfermedades coronarias, los trastornos metabólicos (como la diabetes de tipo 2), ciertos tipos de cáncer, la osteoartritis, la osteoporosis, las alergias, la depresión, la obesidad, la hipertensión, el asma y la gota.

Pero lo cierto es que el término enfermedades de la opulencia resulta engañoso, pues da a entender que estas dolencias son causadas por una excesiva cantidad de dinero y por el estilo de vida que este propicia. Los datos más recientes muestran también la aparición de estas enfermedades «opulentas» en países y en comunidades pobres en los que, ciertamente, está fuera de toda duda que el exceso de dinero sea el problema. Por lo que parece, el culpable más probable no es necesariamente la abundancia de riquezas o el tiempo extra disponible que aporta el dinero, sino las condiciones físicas creadas por la globalización, la vida urbana, las nuevas estructuras sociales y la tecnología.

Por lo tanto, me gustaría ajustar esta expresión, ya que el término opulencia resulta tan inexacto como innecesario. Lo que hacemos al categorizar estas enfermedades en función de si se vive o no en una «buena» parte del mundo –en lugar de hacerlo en función de cómo actuamos en el tiempo y el lugar en los que vivimos– es simplemente asumir que la causa de las enfermedades está en la localización, cuando lo cierto es que, en la mayoría de los casos, vivir en un entorno moderno no hace que adoptemos comportamientos y hábitos más saludables; preferimos usar el coche a caminar, llevar a nuestros hijos empujando un cochecito a portarlos en los brazos, poner los alimentos en un carrito en lugar de cargar con ellos a la espalda, nos encorvamos delante de los muebles y apoyamos los pies en zapatos en lugar de ponerlos directamente en el suelo. Sí, no cabe duda de que nuestra cultura ­moderna basada en la comodidad es una respuesta al instinto humano de conservar energía, pero lo cierto es que no estamos encarcelados físicamente de ningún modo real. Y puesto que no se nos fuerza a estar en la oficina, a llevar calzado de diseño o a estar tumbados en ese sofá superconfortable, me gustaría sugerir que sustituyésemos la expresión enfermedades de la opulencia por enfermedades de la conducta.

Para desarrollar estas enfermedades de la conducta no es necesario tener mucho dinero. Cuando las necesidades básicas de la vida –alimento, agua limpia y refugio– se pueden cubrir tan fácilmente, la naturaleza toma el control: es completamente natural evitar el trabajo (el movimiento, en este caso) cuando ya no es necesario involucrarse y esforzarse físicamente para vivir –o, dicho con otras palabras, cuando la consecuencia del sedentarismo no es la muerte inmediata–. Las enfermedades de la conducta aparecen en circunstancias en las que la calidad de los alimentos que se consumen es baja, los niveles de estrés son frecuentemente altos y el trabajo que realiza el cuerpo es o bien escaso y monótono (como en el caso de la gente que no hace ejercicio) o bien muy intenso e igualmente monótono (como cuando hay que realizar tareas repetitivas o labores manuales, o cuando intentamos conseguir lo que denominamos «estar en forma» del modo habitual).

A pesar de la gran suerte que tenemos de vivir en un tiempo y un lugar en los que ya no hemos de padecer el enorme riesgo que suponen las enfermedades infecciosas, lo cierto es que, de hecho, estamos muriéndonos –lentamente, paso a paso– debido a la tendencia natural que tenemos a hacer lo menos posible. Este insaciable deseo de estar cómodos nos ha debilitado enormemente –de forma irónica, ya que no hay absolutamente nada de cómodo en vernos debilitados–. Esta paradoja –el hecho de que los avances realizados para que tuviésemos menos desgaste físico haya acabado desgastándonos físicamente– es muy profunda y ha llevado a una nueva hipótesis científica que afirma que, quizá, la única manera de salir del pobre estado físico en el que nos encontramos, creado por nuestra cultura de la comodidad, sea volver a adoptar nuevamente las conductas y los comportamientos de nuestros antepasados.

LA ELIMINACIÓN DEL MOVIMIENTO

Antes de que viviésemos en la era de la comodidad, el movimiento del cuerpo humano era necesario para el mantenimiento de la vida. Buscar, capturar y recolectar los alimentos y el agua eran actividades que requerían movimientos frecuentes durante todo el día a lo largo de toda la vida. Para encontrar o construir refugios era necesaria una gran fuerza y resistencia. Incluso para la propagación misma de la especie resultaba vital disponer de un cuerpo sano y con plena movilidad para la cópula, la gestación y el parto. En un cierto momento de la línea evolutiva de los seres humanos, el movimiento y todas las variables que lo componen y que asociamos con la buena salud –la resistencia, la fuerza y la movilidad– eran absolutamente necesarios para la supervivencia.

Sin embargo, en los últimos diez mil años la mayor parte de la humanidad ha pasado de ser poblaciones de cazadores-recolectores a vivir de forma sedentaria en comunidades de granjeros, posteriormente en naciones industrializadas y finalmente en la cultura basada en la tecnología en la que vivimos actualmente. Tú y yo vivimos en una época en la que el movimiento ha sido casi completamente eliminado. Unos segundos al teléfono es suficiente para garantizarnos la comida –que nos sirven directamente en la puerta de casa–. Para encontrar refugio tan solo hemos de buscar en Internet algunos anuncios clasificados de inmobiliarias desde la comodidad de nuestro sofá. ¡Caray! ¡Pero si hoy en día hasta podemos encontrar pareja sin tener que mover más que los dedos para teclear! Aunque los niveles de abundancia de alimentos y de poder adquisitivo varían mucho por todo el planeta, lo cierto es que, al menos en un aspecto, las circunstancias globales actuales han cambiado en el mismo sentido para la práctica totalidad de las poblaciones humanas: el movimiento ya no es necesario.

HAZ MENOS EJERCICIO, PERO MUÉVETE MÁS Y MEJOR

Este libro presenta un nuevo paradigma del movimiento. Dado que el ADN puede expresarse de distintas formas dependiendo de la manera en que los factores externos influyan en las células –en las que este está contenido–, y puesto que el movimiento es precisamente uno de dichos factores, el modo en el que nos movemos influye directamente –para bien o para mal– en la forma que adopta nuestro organismo. Para mí no es suficiente con decirte simplemente que te «muevas más», pues si lo que quieres es disfrutar de buena salud y de un bienestar más estable, también necesitarás «moverte mejor».

Lo que aquí se te ofrece es una seria llamada al movimiento –seria, pero no desagradable–. Miles de lectores y de estudiantes a los que doy clase opinan que los cambios físicos, psicológicos y emocionales que el material que te muestro en estas páginas es capaz de producir son profundos y placenteros. La mayoría de la gente sabe muy poco sobre cómo opera el movimiento en nuestro organismo o qué cantidad de movimiento requieren las funciones biológicas naturales para mantenerse en buen estado. No es mi intención convertirte en un obseso de la salud –aunque soy muy consciente de que hay muchas posibilidades de que así sea–; lo que quiero resaltar es que el movimiento en sí debería utilizarse para crear las circunstancias propicias para la sanación (una respuesta positiva) y no como algo que se hace por miedo a la enfermedad (una respuesta negativa). Muchas personas se sorprenden cuando se dan cuenta de lo fácil que es moverse más (date cuenta de que he dicho moverse, no hacer ejercicio) y lo radicalmente mejor que se sienten al aplicar pequeños y sencillos ajustes esqueléticos a lo largo del día. ¿Estás listo? ¡Pues vamos a ello!

* Huesos, cuerpos y enfermedad.

Mueve tu ADN

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