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Ladrón de integridad N.º 6: Los deseos

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Desear es el ladrón de integridad que más vigilo porque en cualquier momento en el que estoy en una posición de deseo puedo salirme de mi integridad. Especialmente cuando pienso en los hombres con los que he mantenido una relación (en cómo deseaba que cada uno de ellos fuera «el hombre de mi vida», deseaba que la relación funcionara, deseaba aferrarme y no dejarlos marchar, deseaba no hacerle daño a nadie), son incontables las ocasiones en las que he pisoteado mi verdad con el fin de alimentar la fantasía y convertir ese deseo en mi realidad.

Desear surge del miedo a la escasez. Ya sea consciente o inconscientemente, creemos que nos falta algo, y pretendemos que el mundo exterior satisfaga esa carencia. Son nuestro miedo y nuestro sentido de la identidad, maltratado y disminuido, los que nos revelan que hay algo de lo que carecemos y que tenemos que conseguirlo. Ese deseo se convierte en desesperación, y es verdad lo que se suele decir: la gente desesperada hace cosas desesperadas. Ignora su verdad y todas las señales de advertencia. Se cree sus propias patrañas y se adentra en situaciones que, por lo general, sabe que no acabarán bien, pero no pueden evitarlo: lo deseaban a toda costa.

Puede que desees que tu cuento de hadas termine como el mío, y por eso no haces caso de las señales que te advierten de que estás manteniendo una relación tóxica. Quizá desees tener un cuerpo «perfecto», y te matas de hambre y a hacer ejercicio, vomitas para purgarte o tienes algún otro hábito perjudicial para tu salud que crees que te hará resultar más atractiva. Quizá tu deseo sea lograr lo que crees que es «mejor» para tu ser querido, y te aferras a ese propósito, poniéndolo por encima de escuchar y respetar sus necesidades y lo que quiere hacer, con lo que al final terminas apartando de ti precisamente a quien querías tener más cerca.

Desear algo no tiene nada de malo. Pero cuando nos obsesionamos por conseguir eso que deseamos, cueste lo que cueste, dejamos de lado la integridad.

Desear amor, posesiones materiales, elogios o atención de los demás o la aprobación del mundo exterior viene de una sensación de deficiencia y desesperación. Si apreciáramos nuestra plenitud, aceptáramos nuestra integridad y tuviéramos conexión con nosotros mismos y con el universo, seríamos capaces de mantener la fe y confiar en que todo llega cuando tiene que ­llegar.

Tras una ruptura muy dolorosa (pero poderosa), empecé a padecer de ciática. El malestar era tan insoportable que casi no podía mover la pierna derecha. Tenía que alzarla, literalmente, con las dos manos, para pasar por encima del cable de mi ordenador. Recostada en la camilla del terapeuta, me di cuenta de que cada vez que deseaba fuertemente algo, como en esa relación, ignoraba las señales de advertencia y seguía adelante. Comprendí que el universo estaba tratando de enseñarme una lección. Al no permitirme alzar físicamente la pierna, ya no podía pasar por encima de mi verdad para alcanzar lo que deseaba. Una vez recibido ese mensaje, el malestar de la pierna comenzó a desaparecer tras seis meses de dolor crónico.

Desear que los demás cuiden de ti es una senda que te lleva de manera infalible al desempoderamiento y la desilusión. Nunca podrás sentirte verdaderamente seguro y a salvo si la fuente de tu felicidad está fuera de ti. Al hacer esto, renuncias a tu poder. Te vuelves dependiente de otros. Te conviertes en una persona dependiente: alguien que quiere e intenta desesperadamente que los demás satisfagan sus necesidades. En cualquier momento en que buscas que otros te den el visto bueno, su aprobación o su amor, estás alimentándote de ellos. Nos alimentamos de otros porque no nos damos el cariño que necesitamos. Hemos de aprender a cuidar de nosotros mismos.

Y el problema de ser dependiente es que por cada dependiente, por cada individuo que busca renunciar a su poder, hay alguien dispuesto a fomentar esa sensación de indefensión.

El poder de la integridad

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