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XI

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Terminada la lectura del acta de acusación, el presidente, después de haber recogido el parecer de sus asesores, se volvió hacia Kartinkin con un aire que quería decir: «Ahora, de un modo cierto, vamos a enterarnos de todo en sus menores detalles.»

-¡El campesino Simón Kartinkin! -dijo, inclinándose hacia su izquierda.

Simón Kartinkin se levantó, alargados los brazos sobre la costura de su capote, en una actitud militar, e inclinó todo el cuerpo hacia delante, sin cesar de agitar sus maxilares.

-Se le acusa a usted de haber robado el 17 de enero de 188..., con complicidad de Eufemia Botchkova y Catalina Maslova, de la maleta del comerciante Smielkov, una suma de dinero que era propiedad de éste; luego, de haberse procurado arsénico y de haber aconsejado a Catalina Maslova que lo vertiera en el aguardiente del comerciante Smielkov, cosa que ella hizo y que ocasionó la muerte del mencionado Smielkov. ¿Se reconoce usted culpable? -concluyó el presidente inclinándose hacia la derecha.

-Es absolutamente imposible, porque nuestro oficio es servir a los clientes.

-Ya dirá usted eso más tarde. ¿Se reconoce usted culpable?

-De ninguna manera... Yo solamente...

-¡Ya nos dirá usted eso más tarde! ¿Se reconoce usted culpable? -reiteró el presidente con voz tranquila pero firme.

-No puedo hacerlo, porque...

-Bruscamente, el portero de estrados se volvió de nuevo hacia Simón Kartinkin y lo hizo callar con un «¡chist!» enérgico.

Con un aire que quería decir que esta parte del asunto estaba liquidada, el presidente, sujetando un papel en una mano alzada en alto, cambió el codo de sitio y se dirigió a Eufemia Botchkova:

-Eufemia Botchkova, se la acusa de que el 17 de enero de 188..., en complicidad con Simón Kartinkin y Catalina Maslova, robó una suma de dinero y una sortija de la maleta del comerciante Smielkov; luego, habiéndose repartido ustedes el producto del robo, de haber hecho tragar al comerciante Smielkov, para que no descubriera el latrocinio, veneno, a resultas del cual murió. ¿Se reconoce usted culpable?

-¡No soy culpable de nada! -respondió la acusada con voz firme y atrevida -.Ni siquiera entré en la habitación, y, puesto que entró esta basura, ella es la que hizo todo.

Ya nos dirá usted eso más tarde —dijo de nuevo el presidente con su voz tranquila y firme -.Entonces, ¿no se reconoce usted culpable?

-No cogí dinero ninguno, no di nada a beber, ni siquiera entré en la habitación. Si hubiese entrado, la habría echado a ella afuera.

-¿No se reconoce usted culpable? —

¡Jamás!

-Está bien.

-Catalina Maslova -dijo en seguida el presidente, dirigiéndose a la otra detenida-, se la acusa a usted de haber ido desde la casa pública a una habitación del Hotel de Mauritania, con la llave de la maleta del comerciante Smielkov de haber robado de esta maleta dinero y una sortija...

Decía esto como si recitase una lección aprendida, inclinando al mismo tiempo el oído hacia el asesor de la izquierda, quien le hacía notar que, en la enumeración de las piezas de convicción, faltaba un bote.

Robó usted de la maleta el dinero y la sortija- repitió el presidente-, y, después de haber repartido los objetos robados, después de haber vuelto con el comerciante Smielkov al Hotel de Mauritania, dio usted a beber a Smielkov veneno en su aguardiente, causándole así la muerte. ¿Se reconoce usted culpable?

-¡No soy culpable de nada! -respondió vivamente la acusada Como lo dije desde el principio, lo sigo diciendo: «No cogí nada, nada, nada, y fue él quien me dio el anillo.»

-¿No se reconoce usted culpable de haber cogido los dos mil seiscientos rublos de plata? -preguntó el presidente.

-No cogí nada, nada más que los cuarenta rublos.

-¿Y de haber vertido los polvos en el vaso del comerciante Smielkov, se reconoce usted culpable?

-Eso, lo confieso. Pero me habían dicho, y yo lo creía, que esos polvos eran para dormir y que no producirían ningún mal. No pensé en eso ni lo quise. ¡Juro ante Dios que no lo quise! -dijo ella

-Así, pues, no se reconoce usted culpable de haber robado el dinero y la sortija del comerciante Smielkov- dijo el presidente -; pero, por el contrario, confiesa usted que echó los polvos, ¿no es así?

-Eso, lo confieso; pero yo creía que eran unos polvos para dormir. Se los di solamente para que se durmiese. Yo no quería que pasase aquello, y no lo pensé.

-Muy bien -dijo el presidente, visiblemente satisfecho por los resultados obtenidos -.Cuéntenos usted ahora cómo ocurrió la cosa -prosiguió adosándose a su sillón y poniendo las manos sobre la mesa -Diga todo lo que sabe. Puede usted aliviar su situación mediante una confesión sincera.

Maslova continuaba mirando con fijeza al presidente, pero guardaba silencio.

-Vamos, díganos cómo ocurrieron las cosas.

-¿Qué cómo ocurrieron?- dijo bruscamente Maslova-. Yo había llegado al hotel. Me condujeron a la habitación donde él se encontraba, ya muy cargado de bebida. —Pronunció la palabra él con los grandes ojos abiertos de par en par y una expresión significativa de terror -.Yo quería irme, y él se opuso...

Se calló de nuevo, como si hubiese perdido el hilo de su relato, o bien como si otro recuerdo le hubiese atravesado la memoria.

-¿y después?

-¿Después? Pues me quedé y luego me marché.

En aquel momento, el fiscal interino se levantó a medias, apoyándose con afectación sobre los codos.

-¿Desea usted hacer una pregunta? -preguntó el presidente.

Y, a la respuesta afirmativa del fiscal, el presidente le hizo comprender con un ademán que podía hablar.

-He aquí la pregunta que querría hacer: ¿conocía con anterioridad la detenida a Simón Kartinkin? -preguntó el fiscal con énfasis y sin mirar a Maslova.

Y, hecha la pregunta, contrajo los labios y frunció las cejas. Habiendo repetido la pregunta el presidente, Maslova lanzó sobre el fiscal miradas de espanto.

-¿A Simón? -dijo ella -.Sí, lo conocía.

-Me haría falta saber además cuáles eran las relaciones de la acusada y de Kartinkin. ¿Se veían a menudo?

-¿Que cuáles eran nuestras relaciones? Él me recomendaba a los viajeros del hotel, pero eso no eran relaciones -respondió Maslova, pasando alternativamente sus miradas del presidente al fiscal.

-Quisiera saber por qué Kartinkin recomendaba solamente a Maslova a los viajeros, excluyendo a otras muchachas -dijo el fiscal, con los ojos semicerrados y una ligera sonrisa mefistofélica.

-No lo sé. ¿Cómo podría saberlo? -respondió Maslova, quien detuvo un instante su mirada sobre Nejludov -Él recomendaba a las que quería.

«¿Me habrá reconocido?», pensaba Nejludov, sintiendo que toda la sangre le subía al rostro. Pero Maslova no lo había distinguido en el grupo de los jurados, y en seguida volvió a clavar en el fiscal sus miradas despavoridas.

-Así, pues, la detenida niega haber tenido relaciones íntimas con Kartinkin. Está bien. No tengo más que preguntar.

Y el fiscal, retirando prestamente su codo del pupitre, se puso a escribir. En realidad, no escribía nada y se limitaba a pasar su pluma sobre las letras de sus notas; pero había visto que después de haber hecho una pregunta, los fiscales y los abogados anotaban para sus discursos puntos de referencia destinados seguidamente a aplastar al respectivo adversario.

El presidente no se dirigió a continuación a la detenida, porque en aquel momento le pedía al juez de gafas su aprobación sobre el orden de las preguntas preparadas y anotadas con anticipación:

Y prosiguiendo su interrogatorio, preguntó:

-¿Qué pasó después?

-Volví a casa- continuó Maslova, ya con un poco más de valor y mirando sólo al presidente -; di el dinero a la patrona y me acosté. Apenas me había quedado dormida, la muchacha Berta me despertó diciéndome: «¡Baja, tu comerciante ha vuelto!» Yo no quería bajar, pero mi patrona me dio la orden de que lo hiciera, y él estaba allí, en el salón, ofreciendo bebidas a todas las señoritas; y luego quiso pedir más vino, pero ya no tenía dinero. (La palabra él la había pronunciado con un terror evidente.) La «señora» no quiso fiarle. Entonces él me envió a su habitación del hotel, habiéndome dicho dónde tenía el dinero y la cantidad que debía coger, y me marché.

El presidente proseguía en voz baja su conversación con el de la izquierda y no había oído nada de lo que había dicho Maslova; mas, para hacer creer que lo había escuchado todo, creyó que era su deber repetir las últimas palabras:

-Usted se marchó. ¿Y qué pasó después?

-Llegué al hotel e hice exactamente lo que el comerciante me había ordenado- dijo Maslova -. Entré en la habitación, pero no entré sola; llamé a Simón Mijailovitch ya ésa también- añadió señalando a Botchkova.

-¡Mentira! ¡Lo que se dice entrar, no entré...! -empezó a decir Botchkova; pero le cortaron la palabra.

En presencia de ellos cogí los cuatro billetes rojos -continuó Maslova con aire sombrío y sin mirar a Botchkova.

-Al coger esos cuarenta rublos- intervino de nuevo el fiscal-, ¿no vio la acusada cuánto dinero había en la maleta?

A esta pregunta del fiscal, Maslova se estremeció de nuevo. No sabía cómo ni por qué, pero sentía que aquel hombre quería hacerle daño.

-No conté- dijo Maslova -; vi que no había más que billetes de cien rublos.

-Por tanto, la acusada vio billetes de cien rublos. No tengo más que preguntar.

-Y luego -continuó el presidente, consultando su reloj-, llevó usted el dinero, ¿no?

-Lo llevé.

-¿Y después?

-Después, el comerciante me hizo ir de nuevo a su habitación- dijo Maslova.

-Y bien, ¿cómo le hizo usted tomar los polvos? -preguntó el presidente.

-Los eché en el aguardiente y se lo di.

-¿Y por qué se los dio usted?

Ella no respondió en seguida y dejó escapar un profundo suspiro.

-Él no me dejaba nunca. En fin, yo estaba cansada. Entonces salí al corredor y le dije a Simón Mijailovitch: «¡Si quisiese dejarme marchar! ¡Estoy tan cansada!» y Simón Mijailovitch me dijo: «También a nosotros nos fastidia. Démosle unos polvos para hacerlo dormir y podrás irte.» Yo dije: «Bien», y pensé que eran unos polvos que no causaban daño. Me dio un papel, volví a entrar en la habitación, y él, que estaba acostado detrás del biombo, me mandó que le diese aguardiente. Entonces cogí la botella que estaba sobre la mesa; llené dos vasos, uno para él y otro para mí, eché los polvos en su vaso y se lo di. ¿Cómo iba a dárselos si hubiese sabido lo que era?

-Bueno, ¿y cómo entró usted en posesión del anillo? -preguntó el presidente.

Él mismo me lo dio.

-¿Cuándo se lo dio?

-En cuanto llegué a su habitación, quise irme; entonces me dio un golpe en la cabeza y me rompió el peine. Me enfadé y quería marcharme; para que no me fuese se quitó la sortija del dedo y me la dio.

En aquel momento, el fiscal interino se levantó de nuevo y, con el mismo aire de falsa bonachonería, pidió autorización para hacer unas nuevas preguntas. Habiendo recibido el permiso, inclinó la cabeza sobre el cuello bordado de oro de su uniforme y preguntó:

-Quisiera saber cuánto tiempo permaneció la acusada en la habitación del comerciante Smielkov.

Un espanto súbito se apoderó de nuevo de Maslova. Paseó del fiscal al presidente una mirada inquieta y respondió muy aprisa:

-No me acuerdo cuánto tiempo.

-Está bien. Pero, ¿no ha olvidado igualmente la acusada si, a su salida de la habitación del comerciante Smielkov entró en algún otro sitio del hotel?

Maslova reflexionó un momento:

-Entré en la habitación contigua, que estaba vacía —respondió.

-¿Y para qué entró usted allí? -preguntó el fiscal, que se olvidó de dirigirse a ella indirectamente.

-Para arreglarme un poco mientras esperaba un coche.

-¿Kartinkin entró no entro en esa habitación con la acusada?

-Entró también.

-¿Y para qué entró?

-Todavía quedaba en la botella aguardiente, que bebimos juntos.

-¡Ah! Bebieron ustedes juntos. Muy bien. ¿Y la detenida habló de algo con Simón?

Maslova, de súbito, se ensombreció, se puso púrpura y respondió vivamente:

-No hablé de nada. Todo lo que hubo, lo he dicho; y no sé nada más. ¡Hagan de mí lo que quieran: no soy mentirosa, eso es todo!

-No tengo nada más que preguntar- dijo el fiscal al presidente, con un encogimiento de hombros, y se apresuró a anotar en el boceto de su discurso que la detenida misma confesaba haber entrado con Simón en una habitación vacía.

Hubo un silencio.

-¿No tiene usted nada que añadir?

-Lo he dicho todo -repitió Maslova. Luego lanzó un suspiro y se sentó.

El presidente anotó entonces algo en sus papeles. Escuchó una comunicación que le fue hecha al oído por el juez de la izquierda y declaró suspendida la vista durante veinte minutos; luego se levantó a toda prisa y abandonó la sala.

El asesor que le había hablado era el juez de luenga barba y grandes ojos bondadosos; ese juez se sentía el estómago un poco revuelto y había expresado el deseo de darse un masaje y tomar alguna medicina. Es lo que había dicho al presidente y por lo que éste había suspendido la vista.

Después de los jueces, se levantaron igualmente los juraos, los abogados y los procuradores, con la conciencia de haber cumplido ya en gran parte una obra importante, y se dispersaron por todos lados.

En cuanto entró en la sala del jurado, Nejludov se sentó ante la ventana y se puso a pensar.

Resurrección

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