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IV

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Habiendo acabado de tomar su café, Nejludov pasó a su despacho para asegurarse, por la citación oficial, de la hora en que debía presentarse en el Palacio de Justicia y para responder a la princesa. Para dirigirse a ese gabinete atravesó su estudio, donde, sobre un caballete, se alzaba un cuadro empezado, en tanto que diversos bosquejos colgaban de las paredes. Desde hacía dos años trabajaba en aquel cuadro sin conseguir acabarlo nunca; viéndolo, así como todos aquellos bosquejos y el estudio entero, experimentó más fuertemente que nunca la sensación de su incapacidad para progresar en la pintura y se convenció de que carecía de talento. En verdad, esta sensación podía provenir de una delicadeza exagerada de su gusto artístico; con todo, la comprobación le resultó desagradable.

Siete años antes había abandonado el ejército porque se había descubierto talento de pintor, y desde lo alto de su carrera artística había considerado con desdén todas las demás ocupaciones. Ahora se daba cuenta de que ya no tenía derecho para proceder así. Incluso el solo recuerdo de sus tentativas de artista le resultaba desagradable. Estaba, pues, en un estado de espíritu más bien melancólico cuando penetró en su inmenso despacho, tan adornado y cómodo como era posible.

Se acercó a una enorme mesa de escritorio provista de cajones etiquetados y abrió el que llevaba la indicación Urgente, donde encontró en seguida la citación que buscaba. Se le informaba en ella que debería encontrarse a las once en el Palacio de Justicia. Nejludov se sentó y empezó su carta dando las gracias a la princesa por su invitación y diciéndole que trataría de llegar para la cena. Pero rompió el billete que acababa de escribir, encontrándolo demasiado íntimo. Escribió otro; lo halló demasiado frío, casi descortés, y lo rompió igualmente. Llamó, y un lacayo, hombre de edad, de aspecto grave, mentón rasurado y patillas, con un delantal de indiana gris, se presentó en la habitación.

-Haga venir un coche, por favor.

-A sus órdenes.

-y diga a la enviada de los Kortchaguin que está bien, que doy las gracias y que haré todo lo posible por ir.

-A sus órdenes.

Nejludov pensó: «No es lo más educado, pero no puedo decidirme a escribir. Por lo demás, hoy la veré.»

Seguidamente se vistió y salió a la escalinata. En la calle lo esperaba ya un elegante coche, el que utilizaba de costumbre, con ruedas de caucho.

-Anoche -le dijo el cochero, volviendo a medias su moreno y poderoso cuello, embutido en el blanco cuello de su camisa -llegué a casa del príncipe Kortchaguin cuando usted acababa de salir. El portero me dijo: «Se acaba de marchar.»

Nejludov pensó: «¡Hasta los cocheros están enterados de mis relaciones con los Kortchaguin!» y de nuevo afrontó la cuestión de casarse o no con la joven princesa. Y, como en la mayoría de las cuestiones que se le planteaban en aquellos momentos, seguía sin conseguir resolver ésta en un sentido o en otro.

El casamiento, desde un punto de vista general, se presentaba con dos bazas favorables. Primeramente, además de la calma del hogar doméstico, había la posibilidad de una vida honesta que suprimiría los inconvenientes de una vida sexual irregular; por otra parte, y éste era un punto importante, Nejludov tenía la esperanza de dar, con una familia e hijos, un sentido a su vida, ahora sin objeto. Por el contrario, reacio al matrimonio en general, había en él ese tipo de temor profesado por los solteros de una cierta edad, relativo a la pérdida de su libertad, y también el miedo irrazonable que inspira siempre el misterio de la naturaleza femenina.

Favorable en el caso particular del casamiento con Missy (como ocurre en todas las familias de la alta sociedad, Missy era el sobrenombre usado en la intimidad por la joven princesa Kortchaguin: su verdadero nombre de pila era María), el argumento perentorio se basaba en la excelente familia a la que pertenecía la muchacha y también en que, en todas partes, en sus vestidos su manera de hablar, de caminar, de reír, se diferenciaba del común de las mujeres, no por una virtud particular, sino por su «distinción». Él tenía esta cualidad en alta estima y no encontraba otra palabra para definirla. Segundo argumento: la joven princesa lo apreciaba más que nadie y, consiguientemente, según él, ella lo comprendía mejor; ahora bien, por el hecho de que ella lo comprendiera y por tanto reconociese sus brillantes cualidades, Nejludov sacaba la conclusión de que ella era inteligente y de juicio acertado. Pero esto no impedía que hubiese, contra d casamiento con Missy en particular, argumentos igualmente sólidos: primero, no era imposible que Nejludov conociese a una muchacha que tuviese más cualidades aún que Missy y que, por tanto, fuera más digna de él; en segundo lugar, puesto que ella tenía veintisiete años, sin duda había querido a otros hombres, y Nejludov encontraba en este pensamiento motivo para atormentarse. Que en el pasado ella hubiese querido a alguien que no fuera él, era una cosa inadmisible para su vanidad. En buena lógica, ¿cómo habría podido exigir de ella el presentimiento de que un día lo encontraría en la vida? y sin embargo, consideraba como una ofensa que ella hubiese podido amar a otro hombre antes que a él.

Así los argumentos adversos eran de fuerza igual; y Nejludov, riéndose de sí mismo, se comparaba sin molestia con el asno de Buridán. Pero le era preciso resignarse a hacer como el asno, puesto que no sabía hacia cuál de los dos haces de heno dirigirse.

«Por lo demás -pensó-, antes de poder comprometerme, me haría falta haber recibido la respuesta de la mujer del mariscal de la nobleza y que no se interpusiese ya este asunto.

Así, le resultó agradable verse obligado a retrasar su decisión.

Y mientras su coche corría silenciosamente sobre el asfalto, en el patio del Palacio de Justicia se dijo aún: «Pensaré en todo eso más tarde. Lo que me importa ahora es cumplir un deber social, poniendo en eso el mismo cuidado que en todo lo que hago. Estas sesiones, a la larga, son frecuentemente muy interesantes.»

Y, pasando ante el portero, entró en el vestíbulo del tribunal.

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