Читать книгу Resurrección - León Tolstoi - Страница 6

II

Оглавление

Índice

La historia de la acusada Maslova era de las más triviales.

Maslova era hija natural de una guardiana de ganado en la finca de dos viejas señoritas. Aquella mujer, soltera, traía un niño al mundo cada año. Como sucede ordinariamente, los pobres pequeños, nada más nacer, eran bautizados, y luego no tardaban en morir. La madre en efecto no quería alimentar a aquellos niños venidos sin que ella los pidiese, de los que no tenía necesidad y que la impedían trabajar.

Hasta el número de cinco, todos se habían ido así. El sexto, nacido de un gitano de paso, era una niña, y su suerte habría sido la misma si el azar no hubiese llevado a una de las dos viejas señoritas a entrar en el establo para hacer reproches con motivo de una cierta nata que tenía gusto a vaca. Encontró allí a la parturienta tendida en tierra, con una niña muy hermosa a su lado que no pedía más que vivir. La vieja señorita reprochó a las sirvientas, además de la nata, haber dejado en aquel lugar a una mujer en ese estado. Luego, cuando se disponía a salir, percibió a la niña, se enterneció e incluso expresó el deseo de ser su madrina. Hizo, pues, bautizar a la pequeñuela y, apiadándose de su ahijada, mandó dar a la madre leche y un poco de dinero. Así, la niña pudo vivir.

Tenía tres años cuando su madre cayó enferma y murió , y como su abuela, también guardiana de ganado, no sabía qué hacer de ella, las dos viejas señoritas la acogieron en su casa. Con sus grandes ojos negros, era una niñita extraordinariamente viva y graciosa, y las dos ancianas se divertían viéndola. La más joven, y también la más indulgente, se llamaba Sofía Ivanovna; era la madrina de la niña. La mayor, María Ivanovna, se inclinaba más bien a la severidad. Sofía Ivanovna vestía a la niña, la enseñaba a leer y soñaba con hacer de ella una hija adoptiva. María Ivanovna, por el contrario, pretendía hacer de ella una sirvienta, una complaciente doncella. Partiendo de este principio, se mostraba exigente, daba órdenes a la niña y, en sus accesos de mal humor, incluso llegaba a pegarla. Cuando la niña creció, resultó que, debido a estas dos influencias divergentes, se encontró siendo a medias una doncella y a medias una señorita. Así, le daban un nombre correspondiente a esta situación intermedia: en efecto, no la llamaban ni Katka ni Kategnka, sino Katucha. Ella cosía, arreglaba las habitaciones, limpiaba el icono, servía el café y hacía lavados pequeños. De vez en cuando acompañaba a las señoritas y les leía.

Varias veces la habían solicitado en matrimonio, pero siempre se había negado: mimada por el contacto con la existencia regañona de las dueñas, comprendía cuán difícil le resultaría vivir con un rudo trabajador.

Hasta la edad de dieciocho años había vivido de esta manera. Por aquella época llegó a casa de las viejas señoritas su sobrino, entonces estudiante y rico príncipe además; y Katucha lo había amado, sin osar confesárselo ni a él ni a sí misma. Dos años después, el joven, en camino para la guerra contra los turcos, se detuvo durante cuatro días en casa de sus tías. Pero antes de su partida sedujo a Katucha; en el último instante le deslizó rápidamente un billete de cien rublos y partió. Cinco meses después, la muchacha no podía ya dudar de que estaba en cinta.

A partir de ese momento, todo le pesaba, y su único pensamiento era conjurar la vergüenza que la amenazaba; servía a las ancianas señoritas, pero negligentemente y de mala gana: era algo más fuerte que ella. Se insolentaba con las ancianas y se arrepentía después. Finalmente, ella misma solicitó marcharse y nadie se opuso.

Después que hubo abandonado a sus protectoras, entró como doncella en casa de un comisario de policía rural; pero el comisario, un viejo de más de cincuenta años, se apresuró a hacerle la corte, de forma que no pudo quedarse en casa de él más de tres meses. Como un día se hubiera mostrado más audaz aún, ella lo trató de imbécil y de viejo verde, y él la despidió por su impertinencia. Ya no podía pensar en buscar otro puesto, porque se acercaba el término de su embarazo. Entonces entró en pensión en casa de una viuda que tenía una taberna y era al mismo tiempo comadrona. El parto se realizó sin que tuviese que sufrir demasiado. Pero la comadrona, habiendo tenido que dirigirse al pueblo a asistir a una aldeana, pegó la fiebre puerperal a Katucha. El niño de ésta cayó igualmente enfermo. Hubo que enviarlo a un hospicio, donde murió en presencia de la mujer que lo condujo allí.

Por toda riqueza, Katucha estaba en posesión de ciento veintisiete rublos: veintisiete ganados por ella y cien rublos que le había entregado su seductor. Pero al salir de casa de la comadrona no le quedaban más que seis. El dinero se le derretía en los dedos, bien por culpa de ella, bien sobre todo por culpa de los demás: se lo daba a quien lo quería. Sus dos meses de pensión en casa de la comadrona le habían costado cuarenta rublos; veinticinco se habían empleado para enviar al niño al hospicio; luego, en forma de préstamo y pretextando la compra de una vaca, la comadrona le había sacado cuarenta rublos más; quedaban veinte rublos y Katucha los había gastado sin saber cómo, en adquisiciones inútiles o en regalos; así, cuando estuvo curada, no tenía ya dinero y se encontraba en la obligación de buscar un puesto. Aceptó uno en casa de un guardia forestal, que estaba casado. Pero, lo mismo que el comisario, éste se puso, desde el primer día, a perseguirla con sus asiduidades. A la joven sirvienta le repugnaba, y procuraba defenderse de sus tentativas. Pero su amo la sobrepasaba en experiencia y en astucia y, justamente porque era el amo, podía darle las órdenes que convenían a sus propósitos; habiendo, pues, acechado el momento propicio, consiguió poseerla. Sin embargo, su mujer, que no tardó en saberlo, sorprendió un día a su marido en una habitación hablando a solas con Katucha, y golpeó a esta última en la cara. Se originó entonces una pelea, y esto fue el pretexto para despedir a la sirvienta sin pagarle su salario.

Entonces, Katucha se dirigió a la ciudad, a casa de una tía suya casada con un encuadernador. En otros tiempos, éste había estado en buena situación, pero sus clientes lo habían abandonado; se había entregado a la embriaguez y se gastaba en la taberna todo el dinero que podía procurarse.

Los magros beneficios de un pequeño establecimiento de lavandería explotado por la tía permitían a ésta proveer a la alimentación de sus hijos y al sostenimiento de su borracho marido. Ofreció a Katucha enseñarle su oficio. Pero la existencia de las obreras empleadas en casa de su tía pareció tan penosa a la muchacha, que su sola vista la hizo vacilar y prefirió recurrir a una oficina de colocación y pedir allí un empleo de sirvienta. En efecto, encontró uno en casa de una dama viuda que vivía con sus dos hijos, todavía en el colegio. El mayor era alumno de sexto año, de bigote incipiente, y no llevaba una semana en la casa la bonita criada, cuando él descuidaba sus estudios para hacerle la corte. Pero la madre se dio cuenta y la despidió. No había otro empleo a la vista.

No obstante, Katucha entabló conocimiento un día en la oficina de colocaciones con una dama cuyas carnosas manos estaban sobrecargadas de sortijas y brazaletes. Puesta al corriente de la situación de la joven, la dama le dio su dirección y la invitó a ir a verla, cosa que hizo Katucha. Recibió de la dama la acogida más afable, fue colmada de pastelillos y de vino azucarado y retenida hasta la noche, no sin que, en el intervalo, una doncella portadora de una esquela hubiese sido enviada afuera. Llegada la noche, un hombre de alta estatura, con barba y largos cabellos grises, penetró en la habitación y con ojos brillantes y labios risueños fue a sentarse cerca de Katucha y se puso a examinarla ya bromear con ella. La dama lo llamó un momento a la habitación contigua y algunas palabras llegaron a oídos de Katucha: «Completamente fresca, viene directamente del campo.» A continuación, la dama la hizo venir a ella y le dijo que aquel anciano señor era un escritor que tenía mucho dinero: dependía de ella saber agradarle y, en ese caso, él le daría mucho. En efecto, ella le agradó, y el escritor le dio veinticinco rublos y prometió que vendría a verla con frecuencia. Katucha se dio prisa en gastar el dinero, empleando una parte en pagar la pensión que debía a su tía y el resto en comprarse un vestido, un sombrero y cintas. Al cabo de algunos días recibió un aviso del escritor para una nueva cita; y, como la primera vez, él le dio veinticinco rublos y la animó a instalarse en una habitación amueblada.

Habiéndole alquilado el escritor un apartamento, Katucha conoció allí a un dependiente, muchacho divertido que vivía en una habitación que daba al mismo patio. Habiéndose enamorado de él, fue abandonada por el escritor, a quien le había contado lo que ocurría; y el dependiente no tardó en abandonarla igualmente, aunque le había prometido casarse con ella. Encontraba agradable vivir así, sola, en una habitación amueblada y se proponía continuar; pero la informaron de que eso no le estaba permitido: para obtener la autorización oportuna, si quería vivir de aquella manera, tendría que proveerse en la comisaría de policía de un billete amarillo y someterse al examen médico. Katucha volvió a casa de su tía, y cuando ésta la vio con un vestido a la moda, con un hermoso sombrero y un abrigo, la recibió con respeto y no se atrevió ya a renovarle su proposición de tomarla en su taller; a sus ojos se había elevado ahora a una categoría superior en la sociedad. Por lo demás, la misma Maslova no podía ya pensar en convertirse en lavandera. Provisionalmente, podía desde luego consentir aún en residir en casa de su tía; pero a su piedad se mezclaba un poco de desprecio cuando consideraba la vida de trabajos forzados que llevaban en el taller las lavanderas, pálidas y delgadas en su mayoría, algunas ya roídas por la tuberculosis, agotadas por el lavado y el planchado y sometidas a treinta grados de calor con la ventana abierta en invierno y en verano. Maslova entonces se encontraba completamente sin dinero y en la imposibilidad de hallar un solo protector, y por esta época se encontró en su camino con una alcahueta encargada de recoger muchachas para las casas de tolerancia.

Desde hacía ya mucho tiempo, Maslova había contraído la costumbre de fumar; además se había dedicado a beber, sobre todo al final de sus relaciones con el dependiente. El aguardiente la atraía; en primer lugar porque le encontraba un gusto agradable, pero más aún porque le permitía olvidar todas las miserias del pasado y le daba un aplomo, una superioridad que ella no tenía de otro modo; por el contrario, sin beber, experimentaba fastidio y el sentimiento de su vergüenza. Antes que nada, la alcahueta empezó, pues, invitándola a una comida donde la emborrachó; después de lo cual, le ofreció hacerla entrar en la casa más hermosa y mejor de la ciudad, resaltándole todas las ventajas y todos los privilegios de la existencia que la aguardaba allí. Maslova, por tanto, tenía que elegir; por un lado, la humillación de ser criada y probablemente objeto de las persecuciones de los hombres, con la sola perspectiva de una prostitución clandestina y sin provecho; por el otro, una situación segura y tranquila, una prostitución declarada, muy lucrativa, bajo la protección de la ley. Se decidió, pues, por el segundo partido, que le daba además la ilusión de una especie de venganza contra el príncipe que la había seducido, contra el dependiente y contra todos los hombres a los que tenía motivos para detestar. Sin embargo, había para decidirla una tentación más poderosa; era la promesa hecha por la alcahueta de que tendría libertad para elegir todos los vestidos que le agradaran: de terciopelo, de brocado, de seda, y vestidos de baile que dejan al descubierto los hombros y los brazos. Maslova se vio ya, con el pensamiento, con un vestido de seda, de color amarillo claro; escotado y adornado con vueltas de terciopelo negro; entonces, no pudo resistir y firmó su compromiso. Inmediatamente fue pedido un coche y la alcahueta condujo a Maslova a una casa conocida y bien reputada en toda la ciudad: la casa de la señora Kitaieva. Aquel día marcó para Maslova el principio de una existencia que consiste en violar sin descanso las leyes divinas y humanas, esa vida a la que actualmente están condenadas centenares de miles de mujeres, no solamente con la autorización del poder legal, cuidadoso del bienestar de sus administrados, sino bajo su protección efectiva: vida degradada, monstruosa, que tiene por consecuencia, en nueve de cada diez casos, la decrepitud y la muerte prematura, después de horribles sufrimientos.

Por la mañana, luego durante la mayor parte del día, es un sueño pesado, después de las orgías nocturnas. Hacia las tres o las cuatro de la tarde, un despertar extenuado, entre sábanas llenas de manchas; tomas, a sorbos, de café y de agua de Seltz; luego, en camisa, en peinador, en camisola, vagar ociosamente por las habitaciones, echando de cuando en cuando alguna mirada hacia la calle, por la ventana con las cortinas corridas; luego, aburridas, las mujeres se querellan; hay que lavarse, maquillarse el rostro, comprimir hasta el ahogo el cuerpo en un corsé, elegir un nuevo vestido y disputar para eso con la patrona, estudiar ante el espejo posturas sugestivas, cubrirse las mejillas de colorete y pintarse las cejas con khol, ingerir comidas grasas y almibaradas, endosarse un vestido de seda bajo el cual el cuerpo está medio desnudo, bajar a un salón donde los adornos chispean a las luces y, por último, recibir a los clientes: música, bailes, bombones, vino, tabaco. Después de eso, el comercio carnal con hombres jóvenes o maduros, adolescentes y viejos que renquean; solteros y casados; comerciantes, dependientes, armenios, judíos y tártaros; ricos y pobres; hombres sanos y enfermos; borrachos y sobrios; brutos y mundanos; soldados, funcionarios, estudiantes, colegiales; con gente de todas las clases, de todas las edades, de todos los temperamentos. Gritos, burlas y risas, y música, y tabaco, y vino, y otra vez vino y tabaco, y otra vez música, y así desde el crepúsculo al amanecer, y solamente llegada la mañana, la liberación y el sueño pesado , y todos los días así, desde el comienzo al final de la semana. Luego, al cabo de cada semana, la visita impuesta por la ley a la comisaría de policía. Los médicos y los funcionarios presentes se muestran un día graves y rudos, otro día su distracción consiste en humillar el pudor natural que debería proteger tanto a las criaturas humanas como a las bestias. Es la inspección de las mujeres, devueltas con licencia de continuar, durante toda la semana, que va a seguir cometiendo los crímenes de lesa humanidad realizados con sus cómplices la semana anterior. Y así todos los días, los laborables como los festivos, en verano como en invierno.

Durante siete años, Maslova vivió esta vida. Con el intervalo de una estancia en un hospital, cambió dos veces de casa. Tenía veintiséis años cuando se produjo el acontecimiento por el cual la habían detenido y que la llevaba, en prisión preventiva ya desde hacía seis meses, ante el tribunal de la Audiencia.

Resurrección

Подняться наверх