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XIV

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Nejludov se había parado en casa de sus tías primeramente porque la finca de éstas se encontraba en la ruta que él tenía que seguir para incorporarse a su regimiento; después, porque las dos viejas señoritas se lo habían suplicado encarecidamente; pero a él mismo lo que le interesaba sobre todo era volver a ver a Katucha. Quizá llevaba de antemano, en el fondo de su alma, respecto a la muchacha, un mal designio dictado por el instinto animal predominante en él; en cualquier caso, no se lo confesaba, y lo único que se confesaba era su deseo de volver a encontrarse en los lugares testigos de la felicidad que había experimentado con ellas, y volverla a ver, y volver a ver a sus tías, personas un poco ridículas, pero amables y buenas y que siempre lo habían envuelto en ternura y admiración.

Llegó a finales de marzo, un Viernes Santo, en pleno deshielo, con una lluvia torrencial, tanto que al acercarse a la casa se sentía mojado y empapado, pero valiente y muy en forma, como lo estaba siempre en aquel período de su vida.

«Con tal que ella siga todavía aquí!», pensaba al penetrar en el patio, todo lleno de nieve fundida, y al distinguir la vieja morada y el muro de ladrillos que rodeaba el recinto y que él conocía tan bien. Se había forjado la esperanza de que, en cuanto ella oyese la campanilla, correría a recibirlo en la escalinata, pero en su lugar aparecieron dos mujeres, con los pies descalzos y las faldas arremangadas, que llevaban cubos y estaban ocupadas sin duda alguna en fregar el suelo. Ni el menor rastro de Katucha , y Nejludov vio solamente avanzar a su encuentro al viejo lacayo Tijon, él también con delantal, y que evidentemente acababa de suspender alguna operación de limpieza. En la antecámara fue recibido por Sofía Ivanovna, con vestido de seda y sombrero.

-¡Qué amable has sido viniendo! -exclamó Sofía Ivanovna besándolo -.Machegnka está un poco malucha; esta mañana se ha cansado en la iglesia. Nos hemos confesado.

-Tía Sonia, le deseo unas felices fiestas -dijo Nejludov, besándole la mano -.¡Perdóneme, la he mojado!

-¡Ve ahora mismo a cambiarte a tu habitación! Estás empapado. ¡Si ya tienes bigote...! ¡Katucha, pronto, Katucha, que le preparen café!

-¡Inmediatamente! -respondió, desde el corredor, una voz, tan agradablemente conocida por Nejludov , y el corazón de éste latió gozosamente. ¡Ella aún seguía allí!

Y era como si el sol se hubiese mostrado entre las nubes, Alegremente, Nejludov siguió a Tijon, quien lo condujo a la misma habitación donde se había alojado en otros tiempos.

Le habría gustado preguntar al sirviente cómo estaba Katucha, lo que hacía, si tenía novio. Pero Tijon se mostraba a la vez tan respetuoso y tan digno, insistía tanto para echar él mismo agua de la jarra sobre las manos de Nejludov, que éste no se atrevió a hacerle preguntas sobre la muchacha, y se limitó a interesarse por los nietecitos del criado, por el viejo caballo de su hermano, por el perro guardián Polkan. Todo el mundo estaba con vida y con buena salud, excepto Polkan, afectado por la rabia el año anterior.

Mientras Nejludov se cambiaba de traje, oyó unos pasos rápidos en el corredor y luego llamar a la puerta. Nejludov reconoció los pasos y la forma de llamar: sólo ella andaba y llamaba de esta forma.

Se echó a toda prisa sobre los hombros su abrigo completamente empapado; luego se acercó a la puerta y gritó:

-¡Entre!

Era ella, Katucha, siempre la misma, pero más encantadora que en otros tiempos. Como antes, sus negros ojos bizqueaban ligeramente, brillaban y reían; y, como antes, llevaba un delantal blanco de una limpieza incomparable. Venía a traerle, de parte de su tía, un jabón perfumado al que hacía un momento le habían desgarrado la envoltura; una toalla esponja y otra mayor, de tela, con bordados rusos , y el jabón, acabado de salir de su envoltura, con sus letras en relieve, y las toallas, y la misma Katucha, todo estaba igualmente limpio, fresco, intacto y delicioso. Los labios de la muchacha, rojos, fuertes, encantadores, se plegaban como antes, con una alegría desbordante, a la vista de Nejludov.

-¡Bienvenido, Dmitri Ivanovitch! -dijo ella con un ligero esfuerzo, y su rostro se ruborizó.

-¡Te saludo...! ¡La saludo...! -No sabía si debía hablarle de «tú» o de «usted», y también él sintió que se ruborizaba -.¿Cómo está usted?

-Bien, a Dios gracias. Su tía le manda su jabón preferido, el de rosa -dijo ella dejando el jabón en la mesa y colocando después las toallas sobre el respaldo de una silla.

-Ellos tienen los suyos -protestó solemnemente Tijon, señalando con el dedo un gran neceser con cerraduras de plata lleno de frascos, brochas, polvos, perfumes y de instrumentos de aseo.

-Déle las gracias a mi tía. ¡Y qué contento estoy de haber venido! -añadió Nejludov, sintiendo que en el fondo de su alma todo volvía a ser dulce y luminoso como en otros tiempos.

Katucha sonrió, y ésa fue su respuesta; luego abandonó la habitación.

La acogida que hicieron a Nejludov sus tías, quienes siempre lo habían adorado, fue esta vez más solícita aún que de costumbre. ¡Dmitri, que se iba a la guerra, podía resultar herido, muerto! Esto las emocionaba.

La primera intención de Nejludov había sido detenerse allí solamente un día; pero, al volver a ver a Katucha se decidió a quedarse junto a ella hasta el día de Pascua, y como había quedado citado con su camarada Schönbok en Odessa, le telegrafió que sería mejor que viniera a reunirse con él en casa de sus tías.

Desde el primer instante en que volvió a ver a la muchacha, Nejludov sintió renacer en él el sentimiento de antes. Como en otros tiempos, no podía impedir una sincera emoción cuando veía el delantal blanco de Katucha; ni oír sin placer su voz, su risa, el ruido de sus pasos; ni soportar con indiferencia, sobre todo cuando ella sonreía, la mirada de sus ojos negros como casis humedecidos; igualmente, y aún más que antaño, no podía, sin turbarse, verla ruborizarse en su presencia. Se sentía enamorado, pero no ya como en los tiempos en que su amor era para él un misterio, cuando no osaba confesárselo a sí mismo, cuando tenía la convicción de que no se podía amar más que una vez; ahora sabía que estaba enamorado y se alegraba de ello y, siempre tratando de no pensar en eso, sabía también en qué consistía este amor y sus resultados posibles.

Como en todos los seres humanos, en Nejludov había dos hombres: uno, el hombre moral que buscaba su bien en el bien de los demás; otro, el hombre animal, que busca tan sólo su bien personal a costa del de todos los demás , y en el período de locura egoísta provocado en él por la vida en Petersburgo y por la vida militar, el hombre animal había adquirido suficiente ventaja para ahogar las necesidades del alma. Sin embargo, cuando volvió a ver a Katucha y sus antiguos sentimientos respecto a ella se despertaron, el hombre moral alzó de nuevo la cabeza y reclamó sus derechos. Esto fue la causa de una lucha inconsciente, pero sin tregua, que se libró en él durante estas dos jornadas que precedieron a las Pascuas.

En lo íntimo de su alma, él sabía que su obligación era marcharse y que obraba mal al prolongar su estancia en casa de sus tías; sabía que nada bueno podría salir de ello; pero en vista del placer y la alegría experimentados, imponía silencio a su conciencia y permanecía allí.

El sábado por la tarde, víspera de Pascuas, el sacerdote, acompañado del diácono y del sacristán, vinieron para celebrar maitines; hablaron de todas las fatigas que habían tenido que soportar para franquear en trineo las charcas producidas por el deshielo durante el camino de tres verstas que separaba la iglesia de la casa de las ancianas señoritas.

Nejludov, con sus tías y todos los sirvientes, asistió a la ceremonia. No dejó de examinar a Katucha, quien permanecía junto a la puerta, el incensario en la mano , y cuando, siguiendo la costumbre, hubo cambiado con el pope, y luego con sus tías, los tres besos, y cuando estaba a punto de regresar a su habitación, oyó en el corredor la voz de Matrena Pavlovna, la vieja camarera; y ésta decía que se preparaba a ir a la iglesia con Katucha para asistir a la bendición del pan pascual. «¡También yo iré!», se dijo Nejludov.

El camino estaba tan intransitable, que no se podía soñar siquiera en ir a la iglesia ni en coche ni en trineo. Por eso Nejludov hizo ensillar el viejo caballo, aquel al que llamaban «el potro del hermano», y, en lugar de irse a acostar, se puso su brillante uniforme, se colocó su capote de oficial y, sobre el viejo caballo demasiado nutrido, pesado, relinchando sin cesar en medio de la noche, a través de la nieve y del fango, se dirigió a la iglesia del pueblo.

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