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XVI

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Al regreso de la iglesia, Nejludov comió con sus tías. Para reaccionar contra la fatiga, siguiendo una costumbre contraída en el regimiento, bebió varios vasos de aguardiente y de vino. Luego se retiró a su habitación, se tendió en la cama sin desnudarse y se quedó dormido inmediatamente. Lo despertó un golpe dado a la puerta, y la manera de golpear le indicó que era ella. Saltó de la cama frotándose los ojos.

-Katucha, ¿eres tú? ¡Entra! -dijo él.

Ella entreabrió la puerta.

-Lo llaman para comer —dijo

Llevaba su mismo vestido blanco, pero no el lazo en los cabellos.

Ella lo miraba a los ojos, el rostro radiante, como si le hubiesen anunciado alguna cosa extraordinariamente feliz.

-Ahora mismo voy- respondió, cogiendo un peine para ponerse en orden los cabellos.

Ella permaneció todavía unos minutos sin decir nada. Él, dándose cuenta, tiró el peine y se lanzó bruscamente hacia ella. Pero, en el mismo instante, ella se volvió con un movimiento ligero y se deslizó, con paso rápido, por la alfombra del corredor.

«¿Cómo he podido ser tan imbécil como para no retenerla?», pensó Nejludov.

Y corrió detrás de ella por el pasillo.

Él mismo no sabía lo que quería de la muchacha. Pero tenía la impresión de no haber hecho, cuando ella había entrado en su cuarto, lo que habría hecho todo el mundo.

-¡Katucha, espérate! -le dijo.

Ella se volvió y preguntó, deteniéndose:

-¿Qué pasa?

-No pasa nada; únicamente...

Y, haciendo un esfuerzo sobre sí mismo, recordando cómo obraban todos en casos parecidos, le pasó el brazo alrededor del talle.

Ella le miró fijamente a los ojos.

-No está bien, Dmitri Ivanovitch, no está bien —dijo, poniéndose toda roja ya punto de llorar.

Luego, con su nerviosa manecita, apartó el brazo que la había enlazado..

Nejludov la soltó. Tuvo de pronto una sensación de malestar y de vergüenza, más aún, de repugnancia contra sí mismo. En aquel instante decisivo habría debido creer en él mismo; pero no comprendió que esa vergüenza y esa repugnancia eran el mejor sentimiento de su alma; por el contrario, se imaginó que sólo su estupidez hablaba en él y que su deber era hacer como hace todo el mundo.

Persiguió de nuevo a Katucha, la volvió a agarrar por el talle y le deslizó un beso en el cuello. Pero ese beso no se parecía en nada a los dados en dos ocasiones anteriores: el primero, inconsciente, tras el bosquecillo de lilas; luego, los de aquella mañana, en la iglesia. En este momento su beso tenía algo de terrible, y ella lo comprendió.

-Pero, ¿qué hace usted? -exclamó ella con espanto, como si hubiese destruido para siempre algo infinitamente precioso; y huyó a todo correr.

Nejludov llegó al comedor. Encontró allí, ya sentados a la mesa, a sus tías vestidas con sus mejores galas, al médico y a una vecina. Todo transcurría como de ordinario, pero en el alma de Nejludov rugía la tempestad. No comprendía nada de lo que se le decía, respondía equivocadamente y no pensaba más que en el beso robado a Katucha, no pudiendo pensar en ninguna otra cosa. Cuando ella entró en el comedor, él no levantó los ojos hacia ella, pero todo su ser sentía, aspiraba su presencia, y tenía que hacer un esfuerzo para no mirarla.

Después de la comida volvió a su habitación. Muy conmovido, caminó largo rato de arriba abajo, el oído al acecho de los rumores de la casa, esperando el paso de Katucha. No solamente el animal que estaba en él había levantado la cabeza, sino que había pisoteado al ser espiritual que había existido en Nejludov cuando su primera estancia y todavía aquella mañana en la iglesia , y esta temible bestia humana reinaba ahora en su alma. Pero, aunque no cesase de espiar a Katucha, no pudo, ni una sola vez durante el día, encontrarse a solas con ella. No cabía duda de que ella lo esquivaba. Pero, hacia el anochecer, se vio obligada a entrar en una habitación contigua a la que él ocupaba. Habiendo consentido el médico en quedarse hasta el día siguiente, la joven había recibido la orden de prepararle una habitación donde pasar la noche. Al ruido de sus pasos, Nejludov, caminando quedamente y reteniendo el aliento, como si fuera a cometer un crimen, se deslizó en la habitación donde ella estaba.

Ella tenía las manos metidas en una funda a fin de introducir allí la almohada. Se volvió hacia Nejludov y sonrió, pero no con aquella sonrisa gozosa y confiada de otros tiempos, sino con una sonrisa temerosa, angustiada. Parecía decirle a Nejludov que lo que hacía estaba mal, y éste se detuvo un instante. En aquel momento la lucha aún era posible. Muy débilmente, él oía la voz de su verdadero amor, que le hablaba de ella de sus sentimientos para con ella, de la vida de ella. Pero otra voz le decía: «¡Ten cuidado, vas a dejar escapar tu felicidad, tu placer!». Y la última voz ahogó a la primera. Con paso resuelto, avanzó hacia la joven, obedeciendo a un sentimiento bestial, irresistible.

Teniéndola ceñida en un sólido abrazo, sintió que era necesario hacer algo más; y la sentó en la cama y él se sentó junto a ella.

-¡Dmitri Ivanovitch, querido, por favor, déjeme! -murmuró ella con voz suplicante -¡Ahí viene Matrena Pavlovna! -exclamó desprendiéndose bruscamente.

En efecto, alguien venía.

-¡Escucha! -le susurró Nejludov -. Iré a reunirme contigo por la noche. Estarás sola, ¿verdad?

-¿Qué dice usted? ¡Nunca en la vida! ¡No está bien! -decían sus labios; pero toda su persona, conmovida, turbada, decía otra cosa.

Era, desde luego, Matrena Pavlovna. Entró en la habitación trayendo cobertores. Lanzó a Nejludov una mirada de reproche y regaño a Katucha por haberse olvidado de recoger la colcha que hacía falta.

Silenciosamente, Nejludov salió, sin ni siquiera sentir vergüenza. En la mirada de Matrena Pavlovna había leído una censura, y ella tenía, bien lo sabía él, derecho a censurarle, porque lo que él hacía estaba mal; pero es que ya el instinto bestial, suplantando su antiguo amor por Katucha, lo dominaba, reinaba único en él. Se sentía obligado a satisfacer ese instinto y no pensaba más que en los medios de conseguirlo.

No pudo estarse quieto en un sitio durante la velada, y unas veces entraba en la sala de sus tías y otras iba a su habitación o salía a la escalinata. Su solo pensamiento era volver a ver a Katucha; pero ésta lo esquivaba, vigilada además por Matrena Pavlovna.

Resurrección

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