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EL SOFISTA Y EL EMPERADOR

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Cuando el 18 de julio del 362 el nuevo Augusto, Flavio Claudio Juliano1, hizo su entrada en el límite provincial de Siria acompañado de su comitiva, tuvo lugar el primer contacto seguro entre el Emperador y Libanio, que era, sin duda alguna, el sofista más destacado de Antioquía. El Monarca se presentaba en la capital siria para preparar la campaña militar más ambiciosa de su breve pero fulgurante carrera y, como era de rigor, los representantes de la curia y personalidades más importantes de la ciudad aguardaban en la frontera a su nuevo señor. Como sofista oficial, Libanio se encontraba entre los asistentes, pero, como ya era costumbre en él, ocupaba un lugar discreto y alejado de todo protagonismo. En su Ep. 736, dirigida al gobernador de Cilicia, Celso, y escrita pocos días después de los acontecimientos, describe el momento del encuentro:

Casi no te había dejado a ti, cuando el Emperador se reunió conmigo. Y por poco, no pasó de largo sin decirme nada —tanto había cambiado mi rostro por culpa del tiempo y la enfermedad—. Pero, nada más decirle su tío homónimo quién era yo, hizo un sorprendente movimiento sobre su caballo. A continuación, tras tomarme de la mano, no me la soltaba y me abrumaba con las más graciosas chanzas, más dulces que rosas, y ni yo mismo me abstenía de bromear. Era admirable por dos razones: por lo que decía y por lo que se dejaba decir. Después de haberse concedido a sí mismo un descanso y haber regocijado a la ciudad con carreras de caballos, me animó a pronunciar un discurso. Así que lo hice a petición suya, no por haberlo importunado yo. Y él disfrutaba con mi lectura, confirmando así lo que yo sostenía en el proemio: pues decía allí que él consideraría hermoso todo lo mío porque me amaba, y así sucedió.

Con pocas variaciones y claras reminiscencias del encuentro entre Marco Aurelio y Elio Aristides2, vuelve a describir el episodio en la primera redacción de su Autobiografía (Disc. I 120), compuesta hacia el año 374:

Este emperador, el más sabio y justo, el más diestro en la retórica y en las artes de la guerra, enemigo solamente de los impíos, cuando vio que nuestros embajadores se presentaban ante él sin llevar consigo cartas mías, se dolió y exclamó: «¡Oh Heracles! ¿El que ha soportado tantos peligros a causa de sus escritos, calla ahora que tiene seguridad?» Añadió que consideraba una ganancia y que habría valido la pena el camino recorrido, si podía verme y oírme hablar. Y cuando estaba en los mismos umbrales de la ciudad, nada más verme, me dijo lo siguiente: «¿Cuándo podremos escucharte?».

A partir de ese momento y tras solventar algunos problemas iniciales, comenzó una sincera amistad a la que el sofista se mantuvo fiel hasta el final de sus días. Sin embargo, determinar cuál fue la relación entre ambos antes de este encuentro es sumamente complicado, ya que los testimonios anteriores a éste son escasos y de difícil interpretación.

En primer lugar, pudo haberse producido un primer contacto en Constantinopla. Libanio se había instalado en la capital del Bósforo como profesor de retórica desde el año 340, cuando Juliano contaba sólo nueve o diez años de edad y su educación era supervisada por el obispo Eusebio y su querido pedagogo, el eunuco Mardonio (cf. Disc. XVIII 11 y XIII 9). Sin embargo, en este último pasaje, Libanio sólo dice que Juliano empezó a ir al colegio justo cuando él comenzaba su labor docente, no que ambos coincidieran en la misma ciudad. De hecho, tras la masacre de su familia en el 337, Juliano fue enviado a Nicomedia y allí se educó, y no hay pruebas de que acompañase a Eusebio a Constantinopla cuando éste fue nombrado, al año siguiente, obispo de aquella ciudad, motivo por el que tuvo que abandonar a su imperial pupilo. Así, la mayoría de los críticos suponen que el eunuco escita se hizo cargo en solitario de la educación del niño, hasta que Constancio II decretó su encierro en Macellum (años 341-347).

Más probable parece que ambos coincidieran en Nicomedia durante el curso escolar 348-349. Después de abandonar el encierro de Macellum, Juliano siguió las clases de Nicocles y Hecebolio en Constantinopla y, poco después, se trasladó a Nicomedia, donde Libanio impartió clases de retórica desde el curso 344-345, hasta el curso 348-349, año en el que fue trasladado forzosamente a Constantinopla por orden del emperador Constancio II3. Sin embargo, aun siendo cierto que ambos coincidieran aquel curso en Nicomedia, tampoco fue Juliano alumno oficial de Libanio, ya que, como reconoce el sofista, el joven se limitó a seguir sus clases en secreto, pues sus preceptores cristianos le prohibieron expresamente asistir a las clases de tan destacado profesor pagano. Juliano se las ingenió para conseguir los apuntes de clase del sofista pagando a un barquero para que se los trajera4.

A pesar de que la relación entre ambos no fue, ni pudo ser, estrecha, ya que el cauto príncipe no debía ser visto en compañía de un pagano militante como Libanio, éste dio gran importancia a su influjo sobre el joven y no duda en proclamarse padre espiritual de Juliano5. Sin embargo, éste jamás cita en sus escritos a Libanio como maestro suyo, honor que corresponde con más justicia al eunuco Mardonio, quien le inculcó su amor por la literatura clásica, y a Máximo, su iniciador en los misterios del neoplatonismo. Además, el interés de Juliano por la oratoria era muy inferior a su amor por la filosofía, aunque sus discursos revelan un conocimiento profundo de las reglas retóricas. En su afán por atribuir a la estancia de Juliano en Nicomedia una importancia capital, Libanio fecha en aquel año su conversión a la fe pagana, a pesar de que el propio Juliano la sitúa en el 351 (Ep. 111, 434d):

Sin embargo, éste fue el comienzo de los mayores bienes para él y para el mundo. Porque allí (sc. Nicomedia) permanecía oculta una chispa del arte adivinatoria que, a duras penas, había escapado de las manos de los impíos. Gracias a ésta, tuviste la oportunidad de rastrear por vez primera lo oculto y, subyugado por los oráculos, refrenaste tu vehemente odio contra los dioses6.

Es evidente que la relación entre ambos debió de ser muy superficial, lo que no excluye cierta admiración que el joven estudiante pudiera sentir por un orador brillante que defendía los ideales helénicos que Mardonio le hizo amar. No se debe exagerar la importancia de la relación epistolar7 que pronto entablaron ambos, ya que parte del oficio del sofista consistía, precisamente, en mantener estrechas relaciones con los representantes del poder imperial. Desde el nombramiento de Juliano como César8, en el año 355, la correspondencia entre ambos es fluida a pesar de la distancia (cf. Ep. 369 y 35, ambas del 358), hecho que nos hace pensar que Libanio podría conocer la conversión de Juliano al paganismo. Así pues, nada nos autoriza a considerar esta correspondencia como una expresión de amistad personal. Es más sencillo imaginarse a Libanio cumpliendo con su deber de sofista y portavoz de las aspiraciones de los intelectuales paganos de Antioquía, que ven en el joven Juliano una firme esperanza para devolver a la retórica y a los dioses a su situación anterior a Constantino. De hecho, no debe de ser casual que la correspondencia se inicie después de la victoria de Juliano en Estrasburgo (junio del 357), cuando Juliano se ha ganado una merecida reputación y ya posee el mando efectivo de las tropas de las Galias. Precisamente, la Ep. 369 tiene como objeto felicitarlo por sus victorias militares. Aún más : si leemos atentamente el final de esta carta, podemos apreciar cómo Libanio reprocha a Juliano, en tono irónico, que aún no le haya distinguido con un regalo que testimonie públicamente el favor imperial —como, en efecto, ya había hecho Juliano con otros sofistas—, favor que no le fue concedido9. Incluso, en una epístola que Libanio dirige al sofista Demetrio de Tarso, en el invierno del 359-360 (Ep. 283, 3-4), nuestro autor expresa su temor a describir las veleidades del reinado de Galo en Antioquía, para no molestar a su hermano Juliano:

Mas siento temor de que esa parte del discurso esté bien, pero que esa bondad cause un mal a su autor. Porque si bien aquél (sc. Galo) está muerto, el que está vivo (sc. Juliano) tiene poder para causármelo en su lugar.

No parece, por tanto, que entre Libanio y Juliano existiera una especial amistad personal. Además, Libanio no mantenía contacto con los ambientes neoplatónicos en que se había movido Juliano antes de su nombramiento como César, mientras que, por el contrario, su relación con buena parte de los altos funcionarios y cortesanos de Constancio II eran excelentes. Se pueden citar no pocos nombres: Estrategio Musoniano, Hermógenes, Daciano, el magister officiorum Florencio y Anatolio. Libanio, autor en el año 349 del panegírico a Constancio II y Constante (Disc. LIX), no era considerado, precisamente, un elemento subversivo a pesar de su inequívoca tendencia religiosa. Sólo cuando se produjo la usurpación de Juliano en el 360 y Constancio II se vio forzado a vigilar más atentamente posibles focos de rebelión y adhesión al usurpador, la situación cambió considerablemente. El prefecto del pretorio de Iliria, Anatolio, fue sustituido por Florencio, enemigo personal de Juliano, y el prefecto del pretorio de Oriente, Hermógenes, por Helpidio, sobre los que Libanio no ejercía influencia alguna. En Antioquía hubo algo muy parecido a una persecución de sospechosos, lo que pudo irritar sobremanera al sofista. En sus Ep. 656, 2 y 661, 3-4 se queja de tener que elogiar, debido a la tensa situación política, a personas poderosas pero completamente estúpidas.

Cuando Constancio II muere en Mopsucrene de Cilicia, el 3 de noviembre del 361, y Juliano es aclamado como único emperador, el nuevo Augusto comienza a captar colaboradores entre los intelectuales de la época, pero no tenemos constancia de que Libanio estuviera entre ellos. Sin embargo, el sofista se apresuró a hacer patente su lealtad al nuevo régimen enviando una cortés epístola (Ep. 694) a Máximo de Éfeso, maestro y colaborador de Juliano, en febrero del 362. Pero tampoco en esta ocasión recibió Libanio una invitación formal para unirse a la corte de Constantinopla.

Por todo lo dicho, no es de extrañar que, cuando Juliano hizo su entrada en Antioquía, no se produjera un emotivo encuentro entre el Emperador y el sofista, sino más bien un saludo formal como correspondía a la posición de ambos. Que el Augusto rompiera las reglas del protocolo para saludar a Libanio no era excepcional, ya que, precisamente, era éste un rasgo característico de la personalidad de Juliano, quien, por otra parte, deseaba establecer distancias entre su reinado y el del protocolario Constancio II. Muy al contrario, el hecho de que Juliano no bajase del caballo y no le diese un beso10 como muestra de afecto, situaba a Libanio irremediablemente en un rango secundario.

Libanio adoptó, desde el principio, una postura ambigua. Por una parte, procuró mantener una actitud digna, ajena a la más leve sospecha de adulación, pero, por otra, deseaba ardientemente ocupar una posición destacada en el nuevo gobierno, especialmente ahora que el emperador que se proponía la restauración del culto de los dioses se hallaba presente en la ciudad. Esta duplicidad explica su accidentada relación inicial con la corte. Cuando Libanio pronuncia su discurso de bienvenida a Juliano (Disc. XIII), ya reclama su elección como panegirista oficial del nuevo régimen, petición que había de reiterar en su Ep. 610. Sin embargo, como revela en Disc. I 121-123, se negó en todo momento a formar parte del grupo de aduladores que asistían a los sacrificios que Juliano oficiaba en los jardines del palacio imperial, lo que podía ser tomado por Juliano como un gesto de rechazo a su política religiosa.

Gracias a su afán por hacer patente su espíritu independiente, nos enteramos de la enorme distancia que, en un principio, existía entre Libanio y la corte de Juliano. Incluso, nos informa de cómo entre él y un poderoso cortesano, posiblemente Máximo de Éfeso, existían grandes diferencias. La relación con el propio Juliano se deterioró hasta el punto de enviarse notas recriminatorias:

Un día acudió Juliano al templo de Zeus Filio con la intención de hacer unos sacrificios, y como viera allí a los demás (pues eso es lo que deseaban, y hacían lo que fuera para dejarse ver) y fuera yo el único al que no contemplara mezclado entre la muchedumbre, por la tarde me preguntó, por medio de una tablilla, qué motivo me había impedido acudir, mezclando duros reproches con halagos. Así es que, cuando leyó la respuesta que le di en la misma tablilla, se dio cuenta de que yo sabía lanzar puyas tan bien como recibirlas y enrojeció de vergüenza11.

Felizmente, la intervención de Prisco en favor de nuestro sofista disipó todas las dudas y éste pasó a formar parte del restringido círculo de amigos y colaboradores de Juliano, como el propio emperador revela en Misop., 354c:

Pues somos siete los que acabamos de llegar como extranjeros a vuestra ciudad, y uno que es compatriota vuestro, amado por Hermes y por mí y creador de bellos discursos.

Libanio había alcanzado en poco tiempo su anhelado puesto de sofista oficial de la corte y, como tal, le fue encargada la redacción del discurso que debía conmemorar el consulado de Juliano el primero de enero del 363, para lo cual tuvo acceso a los documentos oficiales y, lo que es más importante, a la información que el propio Juliano podía suministrarle. También sería designado para escribir un panegírico en honor de Juliano tras su regreso victorioso de la campaña persa12, lo que explica que Juliano se tomase la molestia de detallarle sus primeros movimientos militares por medio de una extensa carta (Ep. 98).

Si bien no puede negarse que esta relación tenía para ambos una utilidad práctica —en tanto que Libanio alcanzaba una posición de privilegio que lo convertía en la persona más influyente de la ciudad y Juliano lograba un firme apoyo dentro de una ciudad que le fue hostil casi desde el principio—, durante los siete meses que ambos mantuvieron un estrecho contacto, surgió una fuerte amistad que perduró, incluso, después de la muerte de Juliano y en momentos en los que era peligroso señalarse como amigo del Apóstata. Libanio, que tenía importantes objetivos personales, como recuperar unas tierras de su familia paterna confiscadas en época de Diocleciano y conseguir que su hijo bastardo Cimón recibiera el permiso oficial para heredar las posesiones de su padre, nunca enturbió con el interés personal la sana amistad que sentía por el Emperador. Su trayectoria posterior demuestra que no son vanas las palabras que Juliano solía decir de nuestro sofista:

Viendo cómo cualquier idea de provecho era despreciada por mí y que no buscaba yo otra cosa que ver cómo con sus actos eclipsaba sus glorias anteriores, solía decir que los demás amaban su riqueza, pero que yo lo amaba a él, y que ni la que lo trajo al mundo habría podido superar el afecto que yo le profesaba13.

Discursos III. Discursos julianeos.

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