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Una educación de carácter nacional

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En 1887 se advierten los frutos de un movimiento renovador en el CNE, que coincide, como se verá, con el auge de la preocupación por la nacionalidad y la manifestación del entusiasmo patriótico. El CNE fue reorganizado internamente y se redefinieron los objetivos, acentuando los aspectos nacionales de la orientación institucional. La reforma fue dirigida por un grupo de funcionarios, entre los que se destacaba Félix Martín y Herrera; recogió las inquietudes de los maestros y los secretarios de los consejos escolares de distrito. En marzo de 1887, en el editorial “Nuestra palabra. En plena acción”, El Monitor anunció un conjunto de medidas para regularizar la inspección, mejorar el nivel de enseñanza y la asistencia de los niños, establecer nuevos horarios y crear una comisión destinada a estudiar la reforma de los planes de estudio. Hubo reformas en la organización de la institución misma, la creación de un cuerpo técnico, administrativo y de inspectores, perfeccionamiento de los docentes y progresiva puesta al día de las viejas escuelas.

Con nuevos planes y programas se buscó mejorar contenidos y métodos y, a la vez, acentuar su carácter nacional. El Monitor señaló el nuevo propósito: “en pro de la gran causa de la educación que labra pacientemente el cimiento de la nacionalidad”.15 Para ello se destacaron los contenidos nacionales en los nuevos planes y programas y se estableció la selección y autorización periódica de los libros de texto; se otorgó mayor importancia a la enseñanza de la historia patria y a la realización de actos escolares, y se procuró que las actividades escolares trascendieran hacia la sociedad en ocasión de las fiestas patrias.

Un problema fundamental, del que dependía el éxito de toda la empresa, era la plena vigencia de la escolaridad primaria obligatoria. Captar, si no toda, al menos una parte significativa de la población infantil en las escuelas comunes, se convirtió en la condición ineludible para los otros propósitos de la escuela, ya que hasta entonces los resultados obtenidos en ese aspecto eran modestos. El ritmo de crecimiento de la población contrastaba con el casi estancamiento de la matrícula escolar. A pesar de los esfuerzos realizados –orgullosamente exhibidos, como la inauguración en 1885 de los nuevos y magníficos edificios– aún faltaban aulas y también faltaban buenos maestros.

La selección y autorización periódica de los textos para la enseñanza en las escuelas públicas acabaría –aclaraba El Monitor– con la vigencia indefinida del texto antiguo y desactualizado. Una cierta uniformidad en los libros sería ventajosa también para las familias: la diversidad de textos pedidos creaba gastos adicionales cuando los niños cambiaban de escuela, cosa común por las frecuentes mudanzas de las familias modestas.16 Además –continuaba el editorial– la “medida es igualmente ventajosa para los autores y editores de libros dedicados a la enseñanza”, porque para estos últimos sus libros de texto tendrán a su favor el ancho campo de acción de todas las escuelas del Estado y la garantía de un mercado seguro durante tres años. En cuanto a los autores, agregaba un argumento de interés nacional:

llamamos la atención de los autores americanos sobre la importancia esencialísima que entraña el que los textos de las escuelas sean compuestos aquí; esto es, dentro del génesis de nuestra habla, modos y costumbres nacionales […]; (de) ordenar, en fin, una fórmula espontánea, y si se nos permite la expresión, nacional, que sea a la vez práctica, filosófica y de avance.17

Unos meses antes se había iniciado la reforma de los planes y programas. A partir de los dictámenes de la comisión ad hoc,18 Juan M. de Vedia, inspector técnico y redactor de El Monitor, elaboró un reglamento y plan de estudios que fue presentado al CNE a fines de 1887. Finalmente, Martín y Herrera redactó personalmente los programas de cada una de las asignaturas “para dar armonía y uniformidad al plan y programas”, que fueron dados a conocer en diciembre de 1887.19 Se trataba de:

una reforma que surge de la experimentación práctica en el propio país [y es] resultado de muchos períodos educativos; no es por lo tanto la copia servil de exóticos reglamentos ó prácticas engendradas en principios generales [sino que busca] la solución de problemas particulares a nuestra nación en armonía con sus condiciones y necesidades y con la ley vigente. Es por lo tanto una obra puramente argentina, y como tal tiende a robustecer por medio de la educación común el principio de la nacionalidad y sus aspectos en el orden moral y material.20

La caracterización no deja dudas sobre la importancia atribuida a su carácter nacional. También se subraya que esos planes, tendientes a robustecer la “nacionalidad”, están libres del “inmenso recargo de asignaturas”. Según La Tribuna Nacional están libres del “carácter demasiado general y cosmopolita que [los] han afectado por mucho tiempo”.21 El diario expresa una idea que empieza a repetirse: lo “cosmopolita” es un rasgo opuesto a lo “nacional” y no complementario.

Los nuevos programas daban preferencia a los “ramos referentes a la república: su geografía, tradiciones, historia y organización política”.22 En primero y segundo grado, donde “predomina la lectura como base de conocimientos, entra también en el programa el idioma nacional”. Desde el tercero, “aparece la geografía de la república, su historia, deberes con la Patria”. En cuarto y quinto grado,

la instrucción cívica, la historia, la geografía de la república y universal, constituyen bases principales por su amplitud y predicado. Son motivo de la enseñanza en ambos grados, nuestra organización política, el ciudadano: sus deberes y derechos, la nación, las provincias y el municipio; forma de gobierno, declaraciones y garantías; poder legislativo, poder ejecutivo. De la índole de estos estudios se destaca el pensamiento capital que preside a su formación: la educación en esa forma es esencialmente nacional y tiende a formar buenos e inteligentes ciudadanos.23

Un aspecto importante de estos nuevos programas es “la amplitud que toma […] el estudio de la gramática elemental”, que incluía elocución, recitaciones, análisis lógico, redacción y ortografía. Se trataba de “una reacción favorable”, pues suponía un mejor conocimiento del idioma nacional.

Otro propósito de la simplificación de los contenidos fue solucionar o atenuar el masivo abandono de la escuela después de los primeros grados. Se pensaba “que el recargo de materias en los grados superiores trae consigo el alejamiento de la escuela, bien sea porque los padres se opongan al trabajo excesivo que requieren esos estudios, bien porque los alumnos en su generalidad se declaran impotentes para poder dominarlos”. La deserción significaba que la gran mayoría de los niños tenía una escolaridad breve, insuficiente para que la escuela cumpliera su función formadora.

El aumento de los niños en primer grado contrastaba con el reducido número de los que terminaban el ciclo primario completo: “durante el último período escolar, de los 27.715 niños que han asistido a las escuelas de la Capital, solamente 186 cursaban en el sexto grado”. En procura de una solución para estas diferencias, los contenidos de los programas del sexto grado se redujeron a “lógicas proporciones con los grados precedentes […] y a un complemento de la instrucción cívica con el conocimiento del poder judicial, gobierno de provincia, régimen municipal”.24 Sin embargo, el problema de la altísima deserción también fue encarado en esta etapa desde otros ángulos.

Esta reforma fue pronto seguida por nuevos planes y programas para las escuelas normales y los colegios nacionales. En conjunto, configuraron un ambicioso plan de reorganización de la educación pública, dirigido por el ministro Filemón Posse: los niveles primario y secundario se articularon en un sistema único al establecerse, por primera vez, la obligatoriedad del ciclo primario completo para ingresar a los colegios secundarios; también se proyectaba lograr la armonización con el nivel universitario.

En las escuelas normales, el propósito fue “fijar límites” a los estudios y reducir “el número de años para obtener el título de maestro normal”. A la vez, “acentuar un carácter definido a los estudios normales” reduciendo el número de asignaturas que “recargan los estudios con un exceso de trabajo y un tipo de conocimientos de escasa o de incierta aplicación” y ampliar el “estudio de la historia y la geografía nacional, con otros conocimientos análogos, como son los deberes y los derechos constitucionales [que] marcan de una manera gráfica ese carácter”.25 Se destacó en ambas reformas la acentuación de su carácter nacional. La Tribuna Nacional expresó los beneficios de tales enseñanzas:

Es necesario que la juventud aprenda a conocer su patria; a sentir sus glorias o sus duelos; sus anhelos y sus necesidades, sus orígenes y destinos, así como las responsabilidades que ellos entrañan y se reparten sobre todos sus hijos. La indiferencia que nace en la ignorancia es la pendiente que lleva a los pueblos a su decadencia; no se ama hasta el sacrificio lo que no se conoce o se conoce imperfectamente: si el amor local engendra valerosos caudillos, el amor de la patria crea héroes y grandes varones. Es necesario inculcar estos conocimientos y estas ideas en la infancia y proseguirlos en todos los desarrollos de la edad y de la instrucción. La geografía, la historia, el idioma y la instrucción cívica son los instrumentos de esa educación y de esos altos fines.26

La falta de maestros bien formados, más allá del grupo de excelencia de los normalistas, determinó que la mayoría de los grados estuvieran en manos de ayudantes muy mal preparados. Los maestros que egresaban de las escuelas normales eran pocos en relación con la demanda, con el agravante de que una vez obtenido el título algunos eran atraídos hacia trabajos mejor remunerados. Era lento el reemplazo de los maestros mal preparados o desactualizados, y especialmente de los ayudantes, ese género de “semialfabetos” –tal como los calificó algún inspector indignado– que se empleaban transitoriamente como maestros ayudantes a falta de mejor empleo. Por tradición, tenían a su cargo los primeros grados, los más numerosos, pues se pensaba que allí el maestro necesitaba menos conocimientos. El mejoramiento de la calidad y eficacia de la escuela parecía estar ligado a la disponibilidad, en corto tiempo, de buenos maestros. Sin embargo, estas reformas de los planes de estudios de las escuelas normales despertaron algunas críticas.27

Según el nuevo criterio general de promoción, se requería la aprobación completa del ciclo primario para ingresar a los colegios secundarios. Hasta entonces, los requisitos habían sido bastante flexibles: la modificación de 1885 sólo había fijado como requisito mínimo la aprobación del cuarto grado, y los últimos grados, quinto y sexto, seguían sin ser indispensables. La exigencia se trasladó a todos los alumnos del país, pues los nuevos planes regían para todo el ámbito de la educación primaria, pública y privada. Esto implicó organizar mejor un sistema de control –de contenidos y calidad de la enseñanza, como lo estipulaba la Ley 1420– para todas las escuelas; en ese universo, las “escuelas comunes” del CNE se convirtieron en poco tiempo en el parámetro de calidad que las demás se esforzarían en alcanzar.28

Patriotas, cosmopolitas y nacionalistas

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