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La escuela, la enfermedad y la vacuna

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Lo primero fue establecer y publicitar las excelentes condiciones higiénicas de las escuelas. El presidente Juárez Celman inauguró los nuevos edificios escolares mientras el CNE sostenía que las escuelas eran ámbitos sanos, ventilados e higiénicos, a los que confiadamente podían concurrir los niños, más seguros allí que en cualquier otro lugar de la ciudad. El médico escolar Carlos L. Villar informó en 1887 al CNE sobre la situación de las escuelas que inspeccionaba asiduamente: “Los edificios completamente nuevos y en perfecto estado higiénico ofrecen una verdadera garantía para la salud de los niños por la capacidad de sus salones, fácil ventilación e iluminación y sus espaciosos patios”. Hoy “menos que nunca podrían señalarse las escuelas como causas productoras del mal que indico y que se propaga en la población con un carácter alarmante”.35

Esto se debía a que, como explicaba el doctor Villar, “el germen de la difteria se encuentra esparcido en toda la población”; “de la casa del pobre, del conventillo, que sirve de combustible para la preparación del mal, pasa a la del rico, el que a su vez por vecindad se encarga de transportarlo a otra parte”. Los síntomas aparecían en las escuelas, pues allí se reunían los niños de toda la población, pero la enfermedad se originaba en otra parte, en sitios peligrosos por el hacinamiento, como los conventillos. Sugería un duro programa de emergencia:

No siendo posible clausurar las escuelas en las cuales no existe peligro alguno, es de todo punto urgente que la Municipalidad intervenga por medio de la Asistencia Pública […] para evitar en lo posible la propagación […] el Director de cada escuela anota el domicilio del niño que sale enfermo sospechado de difteria, esta nota servirá para trasmitirla al médico municipal de la sección o al inspector para que inspeccione el domicilio, si es casa de inquilinato, aísle al enfermo, pida su desalojo si se encuentra en malas condiciones higiénicas, desinfecte el local e impida la concurrencia de los demás niños de la misma casa a las escuelas […] [que] no llevarían consigo el mal ni serían agentes conductores del mismo para sus compañeros como sucede actualmente.

Esta campaña podía tener resultados contrarios a los buscados y alejar aún más a los niños de la escuela. Debido a este seguimiento y control, que podía culminar en el desalojo de la familia, y a los métodos compulsivos de higienización que empleaba la Asistencia Pública, los niños y los padres prefirieron eludir la escuela. El informe de diciembre de 1887 del Distrito I da algunos indicios: “La vacunación también ha contribuido, y más que nada la negligencia de los padres, todo reunido ha influido en la disminución y en la irregularidad de las asistencias”.36 El miedo al contagio ahuyentaba a los niños y a los padres de las escuelas tanto como el miedo a la vacuna, ya que la idea de sus efectos perniciosos o de secuelas más o menos graves estaba bastante difundida. Al parecer, no era absolutamente inocua; los niños –señalaban los maestros– necesitaban alrededor de seis días para reponerse luego de una vacunación.

Desde tiempo atrás ésta era obligatoria en las escuelas, aunque probablemente no se la exigía con rigurosidad y sólo se procedía a la vacunación general en las épocas de epidemias.37 En 1884 se creó en Buenos Aires la Asistencia Pública, un organismo municipal dedicado a los problemas generales de la salud urbana o a las emergencias. Su nuevo y emprendedor director, José María Ramos Mejía, fue investido con facultades extraordinarias a causa de la epidemia de cólera de 1886, de manera que el control sanitario, la higienización y la vacunación tuvieron un instrumento de acción más eficaz, que se extendió también hacia las escuelas.

El CNE había organizado durante 1886 el Cuerpo Médico Escolar, un departamento dependiente del mismo Consejo. Así, en septiembre de 1887 se aprobó un plan de seguimiento de los niños y de control de la salud familiar, en conjunto con la Asistencia Pública, debido a las condiciones sanitarias y psicológicas creadas por la epidemia de cólera, que había puesto de manifiesto la vulnerabilidad sanitaria. La sensibilizada opinión pública reclamó soluciones urgentes. La Prensa señaló: “La epidemia pasada puso en evidencia, sobre todo, la falta de aptitudes administrativas de este país […] ¿Cómo entró el cólera? […] La pregunta sirve para fijar las responsabilidades, que jamás deben desaparecer de la mente pública de aquellos que teniendo el deber de organizar un servicio sanitario completo del puerto descuidaron su mandato”. El gobierno había fallado al no establecer una cuarentena para los ingresantes, puesto que desde 1884 el cólera asolaba los puertos europeos; “¿qué hacen nuestras autoridades, todos los sabios higienistas?”.38 Durante todo el año 1887 y el siguiente existió un estado de inquietud por la reaparición de las enfermedades contagiosas. Hubo rumores sobre la reaparición del cólera en La Boca del Riachuelo, en Buenos Aires y en Rosario: “la mayoría de los atacados residen en conventillos, donde los preceptos de aislamientos y desinfección no se practican por lo general […] estas últimas enfermedades se observan a menudo en los niños”.39

Los niños se encontraron también en medio de una disputa jurisdiccional. A principios de 1887 el CNE había dispuesto visitar las escuelas de la Capital para vacunar a los niños que aún no lo estuviesen, expedir un certificado y elaborar informes sanitarios sobre las escuelas. Ese año el CNE clausuró varios establecimientos escolares, por ejemplo el de la calle Pasco por la propagación de la viruela y la Escuela N° 3 del Distrito XIII por la difteria. Aunque la Asistencia Pública fue informada de todo, no se dio por satisfecha. En julio de 1887, el administrador municipal de la vacuna comunicó al CNE que, por orden del doctor Ramos Mejía, serían los médicos y practicantes de esa repartición los que realizaran en adelante la vacunación y revacunación en las escuelas.40

Sin embargo, la presencia de la Asistencia Pública y los métodos de sus médicos generaron resistencias entre docentes, padres y alumnos y un conflicto que llegó a los diarios. En agosto, Ramos Mejía denunció al presidente del CNE que la directora de la escuela pública de Juncal y Libertad había escondido a las alumnas de 5° y 6° grado para evitar la vacunación, obstruyendo la labor de la Asistencia Pública.41 El CNE decidió respaldar a la directora y envió

a los consejos escolares de distrito una circular por la cual se les comunica que hasta nueva orden no deben permitir se practique la vacunación en las escuelas públicas. El Consejo ha comunicado esta resolución al Ministerio de Instrucción Pública. Los doctores Wernicke y Lastra se han manifestado conformes con esa resolución y han aconsejado también se ordene la suspensión de la vacuna en las aulas hasta tanto se aplique otro procedimiento y una experiencia lo autorice.42

Puesto que hacía ya mucho tiempo que la vacunación era un requisito asociado con la escuela,43 en esta actitud de los docentes fue determinante el procedimiento empleado por la Asistencia Pública. En el caso anteriormente citado, es presumible que la directora estuviera defendiendo el pudor de las niñas de los últimos grados. Pero en cualquier caso, la dureza del procedimiento de vacunación y de la campaña sanitaria más general despertaron temor en las escuelas e incidieron negativamente en la asistencia de los niños.

El CNE actuó con mesura, suspendió las medidas resistidas y anunció que “han quedado terminadas las disidencias que se habían producido respecto a la vacunación obligatoria en las escuelas públicas”. Estas disidencias, que reflejaban un conflicto de poderes, habían sido allanadas en el más alto nivel, en una reunión entre el ministro de Instrucción Pública, Filemón Posse; el presidente del CNE, Benjamín Zorrilla; y el director de la Asistencia Pública, Ramos Mejía. Allí se convinieron un procedimiento y una forma adecuados para las escuelas, sin que se impidiera la campaña sanitaria a cargo de la Asistencia Pública. El CNE exigiría a todos los alumnos la presentación de certificados de vacunación, cumpliendo lo estipulado por la ley, y en los casos dudosos se podría exigir la exhibición de la prueba material. Si no se presentaba el certificado, el alumno debía ser vacunado inmediatamente, y si se negaba “por sí o autorizado por sus padres” podía ser separado de la escuela, a la que sólo volvería previa presentación del certificado de vacunas. Finalmente, la Asistencia Pública continuaba la vacunación en las escuelas comunes, pero “este acto será indefectiblemente llevado a cabo en cada escuela y en cada caso bajo la dirección de un médico competente autorizado para ello, en presencia del director […] y en los días y horas que de antemano se designe […] [y] los padres de los alumnos de cada escuela [serán] prevenidos con anticipación […] sea para que presten su conformidad o para que provean a sus hijos de certificados que comprueben estar ya vacunados”.44

La vacunación siguió constituyendo un factor de temor para los niños y los padres: “la asistencia de los alumnos no fue regular –señalaban los maestros– a pesar de la alta inscripción, en gran parte, debido al terror de la vacunación obligatoria de los niños en las escuelas”.45

A mediados de 1888 se organizó en forma definitiva el Cuerpo Médico Escolar (CME). Su misión –explicaba El Monitor– era preservar la vida de los niños, puesta en peligro por la falta de cuidados higiénicos debida a la ignorancia, el descuido o el abandono, y además convertir la escuela en un lugar seguro. Esta “por su índole plural es un ámbito especialmente vulnerable porque […] cada escuela es el summun de las democracias en donde el pobre y el rico se canjean sus elementos propios bajo el mismo techo […]”. El CME se proponía seguir diariamente el movimiento de los enfermos contagiosos denunciados por los médicos seccionales para detectar los posibles focos de peligro en el municipio y prohibir “la entrada a las escuelas de todos los niños que tengan contacto con los enfermos”.46 Sin embargo, las denuncias que con frecuencia aparecían en los diarios sobre casos “peligrosos” en los establecimientos escolares, aunque muchas veces eran infundadas, creaban la suficiente alarma como para vaciarlos. El CNE debió pedir colaboración a los diarios, sugiriendo “que enviaran las denuncias al Cuerpo Médico, en vez de publicarlas, alarmar y perjudicar la asistencia a la escuela”.47 Crear un hábito generalizado de asistencia regular resultaba una tarea larga y difícil, que era rápidamente socavada por noticias de este tipo.

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