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ОглавлениеMI PRIMERA EXPERIENCIA ESPIRITUAL
MAYO DE 2002
MI PRIMERA EXPERIENCIA espiritual la tuve cantando en un coro. No fue en una iglesia. Bueno…, sí, fue en una iglesia, pero no fue en una misa. Estaba parado en medio de un grupo de unas treinta personas, todos teníamos un objetivo común, nos preparamos leyendo y estudiando, compartimos y discutimos sobre la mejor forma de hacer eso juntos. Una creación colectiva. Nadie estaba por encima del otro, todos íbamos a la par, respetando el lugar de cada uno. Yo no tenía la obligación de saber más que nadie, solo de estar disponible y poner lo mejor de mí todas las veces que hiciera falta. Todos estábamos allí por el bien mayor.
Aquello fue sentirme parte de algo más grande, darme cuenta de que el todo avanzaba no necesariamente gracias a mí, y, no obstante, sí conmigo. Llegaba a los ensayos con un traje que cada vez me quedaba más grande, después de trabajar diez o doce horas por día, muchas veces sin haber comido. Tenía veintiocho años y con un metro setenta y seis de altura pesaba cincuenta y ocho kilos.
Dejaba mi personaje de director comercial y me transformaba en parte de la cuerda de los bajos, de los que cantan las notas más graves. En esa iglesia, cantando las “Vísperas” de Rachmaninoff en ruso, tuve mi primera experiencia de sentirme parte del todo. Esa experiencia no provino ni de la meditación ni del yoga, que además, todavía, ni siquiera sabía de qué trataban.
Nunca supe leer música cabalmente, sólo lo básico, y con un oído que me permitía copiar lo que escuchaba si tenía las partes grabadas o si había compañeros de cuerda que me ayudaran llevando la delantera. Eso hacía que estuviese algunos cuartos de compás atrasado a veces. Y al director, que era extremadamente detallista, eso lo sacaba de quicio, no porque desafinara, sino porque parecía transitar en otra dimensión del tiempo: ligeramente detrás, pero no tanto como para parecer un eco de los otros seis que cantaban mi misma parte.
A pesar de la exigencia de mi trabajo, aprendía unas cuarenta piezas al año, grababa los conciertos y los escuchaba a repetición. Lo bueno era que no necesitaba tener los ojos clavados en la partitura, eso no me decía nada. Mucho más interesante era para mí escuchar a mis compañeros, todas esas voces creando un sonido polifónico, contando una historia, llenando el espacio con esa vibración poderosa.
En una gira en Italia, llegamos a Milán y nos fuimos a visitar el Duomo como turistas. Teníamos planificado cantar allí. Sin embargo, una reforma reciente del papa Benedicto XVI había cancelado todas las actividades seculares en los lugares de culto. En un verdadero acto de terrorismo cultural, entramos haciendo la cola entre cientos de personas y nos diseminamos entre la multitud en toda la catedral. Al sonido de la armónica del director, cantamos a seis voces Signore delle cime de Bepi de Marzi. Los guardie di sicurezza corrían de un lado al otro intentando silenciarnos y, cuando conseguían alcanzarnos en medio de la multitud, nos callábamos mientras los otros sostenían la melodía. Cuando terminamos, la gente del público se había sumado (es una canción muy popular en Italia) y aplaudían entusiasmados y lagrimeando. La música nunca debería haberse ido de esos espacios.
Tardé muchísimos años en volver a encontrar algo semejante a la experiencia que tuve con la música. Y cuando quise explicarle a alguien lo que se siente estar conectado al mundo entero, no se me ocurrió mejor idea que esta: cantar en un coro, esa es para mí la sensación de ser parte de algo mayor.