Читать книгу El poder sanador del caos - Lucas Casanova - Страница 17
ОглавлениеDOLOR PUNZANTE
20 DE NOVIEMBRE DE 2009
DICEN que la peor parte es llegar a la mitad del curso, que ahí uno siempre quiere abandonar, que lo peor es estar “a la mitad del río”. Ya no sabía ni lo que sentía al despertarme con esa campana a las cinco y media de la mañana. No sabía dónde estaba, la campana se metía en mis sueños y empezaba a pensar que estaba en el patio de la Escuela 30, en Banfield, donde hice el primer grado de la escuela primaria. Parecía que mi mente tuviera una extraña fijación que la llevaba inexorablemente a la década del setenta.
Ese día en la clase de la mañana me pasó algo raro, que nunca me había pasado antes. En medio de unas series del “saludo al sol” (un ejercicio dinámico de calentamiento físico), tiré la cabeza para atrás y un dolor lacerante por encima de la ceja izquierda casi me dejó ciego. Perdí el sentido de la orientación y me mareé. Apoyé la mano en la pared para sostenerme y luego seguí para ver si aquello había sucedido por haber levantado muy rápido la cabeza. Fui más despacio y se me pasó. Me dio mucha vergüenza detenerme, me daba mucho miedo no estar a la altura. Como pude, seguí moviéndome a lo largo de las posturas, tratando de mantener mi vista en mi mat y mi respiración lo más serena posible.
En la clase de la tarde —teníamos dos por día durante diez días—, fui más despacio y me cuidé de no tirar tanto la cabeza para atrás. Y fue mejor.
A la hora de la cena, la swami me preguntó qué me había traído hasta ahí y le conté que sentía que necesitaba poder estar en paz con mis propios pensamientos, que a veces se volvían realmente muy oscuros, que tenía miedo de enfermarme. Nos sentamos con una taza de té y me preguntó qué lugar quería que tuviese el yoga en mi vida. Yo no me veía haciendo yoga muchos años, pero me gustaba la idea de aprender un poco más sobre la forma que tiene de concebir a la mente. Con temor le dije que el hinduismo que tenía esta escuela me ponía un poco nervioso y que se chocaba mucho con mi ateísmo-post-catolicismo-acérrimo. Sonreí incómodo mientras sentía aumentar mi sudoración en pleno frío de noviembre.
La charla derivó en que ella creía que yo sería muy buen profesor de Yoga. No obstante, yo sentía que estaba tratando de venderme un curso, que era porque le quedaban vacantes para el entrenamiento que empezaba un par de semanas después. Había visto en el calendario los eventos de promoción. En general, la gente concurría para probar las galletitas caseras y los tés perfumados mientras les contaban cómo tendrían que sobrevivir al ritmo de la vida monacal durante treinta días. El cronograma diario consistía en solo dos, tres horas de ejercicio físico intenso, cinco horas de estudio en conferencias exprés y levantarse con la campana a meditar en medio del frío invernal antes de que saliera el sol. Eso, claro, sin contar las horas dedicadas a la lectura de los textos sagrados y manuales de anatomía que formaban parte del plan de estudios.
“No, gracias, no es para mí”, dije. Ella insistió tanto que le tuve que preguntar qué era lo que advertía en mí, porque yo no lo veía. Me ofreció una beca, que devolviera en servicio lo que no pudiera pagar, que hiciera seva —servicio voluntario— en alguno de los ashrams, que eligiera el que quisiera, pero me pidió por favor que pensara en quedarme para hacer el curso de formación de profesores. Ella me expresó que sentía que mi dharma, mi propósito vital, era enseñar.
Nunca me imaginé delante de gente dando clases de nada. Me ganaba la timidez y me sentía ridículo enfrente de la gente. Por eso dejé de actuar, de cantar en la banda de jazz, y me gustaba más ser segundo en la sombra o cantar en medio de un coro.
No había practicado nada netamente físico hasta los treinta y un años, cuando de motu proprio fui a sólo una clase de kick-boxing buscando alguna herramienta para combatir la ansiedad y descargar un poco de “adrenalina corporativa” contenida. ¿Por qué alguien querría tomar clases conmigo?
La swami se despidió diciéndome que sería una pena que no lo averiguase por mí mismo. “¿Yo? ¿Profesor de Yoga?”.