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MI VIDA NORMAL

SEPTIEMBRE DE 2002


DESDE MIS DIEZ AÑOS, estuve en contra de la explotación minera y de la contaminación de los ríos. Mi madre tuvo que contentarse con un tapado de piel sintética cuando entré en huelga de hambre el día que llegó a casa con un saco de chinchillas que le llegaba por debajo de la rodilla.

No sé de dónde me vendría esa conciencia ecológica, quizá de leer la revista Selecciones, que era una costumbre heredada de mi abuelo Martín. Lo cierto es que desde que estaba en quinto grado ya militaba en contra de fumar y el cáncer de pulmón. Bueno, eso venía de la mano de los hábitos de mi madre, a la que no quería perder antes de tiempo, después de leer esas estadísticas sobre la cantidad de años que el cigarrillo te quita. Criado por estos dos ingenieros, uno industrial y la otra química, en mi casa las reglas lo eran todo: disciplina, orden, perfeccionismo. La vida era sacrificio y la felicidad siempre era algo elusivo.

Viví hasta mis treinta años con la sensación de estar aprendiendo a caminar sobre una cuerda floja, tratando de no pintar fuera de los bordes, de ser lo más previsible posible y de esconder todo aquello que me hiciera diferente. Toda esa presión no hizo otra cosa que acumularse.

Sonreía únicamente con los labios. Mis ojos iban más allá, siempre cuestionando todo y previendo el siguiente peligro.

Mi salud empezó a desgastarse, así que con los años me convertí en vegetariano de forma estricta, aprendí a gestionar mi estrés con la meditación diaria, dos veces al día, y llegué al yoga de la mano de mi ansiedad más corrosiva.

Sí, yo elegí la “vida sana” porque los otros hábitos no me habían dado resultado. No cambié la manera de hacer las cosas porque el nuevo modo fuese mejor, sino porque el anterior falló de manera estrepitosa.

Durante muchos años trabajé en el mundo corporativo, creyendo que tenía una carrera exitosa. Aunque era director comercial en una compañía de tecnología, con más de quinientas personas a cargo, con un sueldo que hoy me daría vergüenza pronunciar en voz alta, mi vida estaba completamente vacía. Lo único que me estimulaba era pensar en la fecha de estreno de alguna película que me había interesado o en cuándo llegaría el paquete con los libros que había comprado en el exterior.

Por supuesto que me preocupaba ser buena persona. Considero que eso siempre fue importante para mí. Así y todo, le tenía mucho miedo a ser feliz: suponía que una “ley universal de compensación” vendría a quitarme lo obtenido, o a hacerme atravesar alguna desgracia para contrarrestar los momentos más alegres.

No tengo pena ni reniego de quién fui entonces, aunque puedo ver que mi motor era el miedo. Miedo a que algo saliera mal, a que alguien me descubriera cometiendo un error, a tomar elecciones equivocadas, a perderme cosas valiosas, a ser rechazado, a no ser suficiente, a quedarme solo, a no tener una vida suficientemente interesante.

Cuando comencé a escribir este libro, fui veinte años hacia atrás, a cuadernos que tenía de 1998 y aún más antiguos. Tomaba notas sobre mis propios escritos, y lo único que podía rescatar era eso: la constante sensación de miedo. Escribía con temor a que alguien pudiera leer estas confesiones alguna vez, se notaba en el lenguaje en clave, en las tachaduras y en los nombres inventados alrededor de lo que escribía. Debo confesar que ese estado de alarma era justificado: a lo largo de los años varias personas usaron los contenidos de esos cuadernos para intentar hacerme daño, sabiendo lo desesperado que estaba por controlarlo todo. Así fue como empecé a cuidarme, de todo y de todos, viviendo una vida ordenada, previsible y correcta, tratando de volverme invisible a la mirada ajena, escondiendo todo lo posible en la sombra.

Y de esta forma fue hasta que cumplí treinta y un años, hasta que una noche, preparando el lanzamiento de servicios de internet de banda ancha en la compañía en la que trabajaba, la cama empezó a devorarme. Esto no es, o no era para mí, una manera de decir. La cama parecía cerrarse sobre mí, como si el colchón fuera a doblarse en dos para tragarme como una planta carnívora. Quedarme dormido parecía una amenaza, y me hacía un café, me sentaba en el sillón a leer un libro de ficción, y esperaba que empezara a amanecer. Y allí me rendía al sueño. Me despertaba en un completo sobresalto, como si me estuviera olvidando de algo de importancia vital, con el corazón en la garganta y mareado. Y en ese estado me iba a la oficina, a la que llegaba tarde, y volvía doce horas después en el último subte del día hacia mi departamento.

Mi pareja, que trabajaba en el área de sistemas de un banco, no entendía qué me pasaba, y teníamos una comunicación un poco extraña donde jamás hablábamos de lo que era relevante para ninguno de los dos. Mientras él se atoraba con comida, yo me dedicaba a comprar por internet un montón de cosas que no necesitaba. Cuando una noche me pidió que durmiera en la cama y de noche, y me preguntó si me era posible, me di cuenta de que la cosa era seria. Hice el intento, pero desperté sentado contra la mesa de luz, en el suelo, con la cabeza apoyada en la cama y la almohada entre las piernas. Me subí a la cama sin hacer ruido, y así dormí varias noches, metiéndome bajo el edredón unos minutos antes de que sonara el despertador.

En los primeros años del 2000, la presión en las empresas de tecnología era enorme. Veníamos de la caída de las torres gemelas y de la crisis de 2001 en Argentina. Como yo no tenía ganas ni intención de profundizar en las causas de mi ansiedad, me quedé con eso, que era socialmente aceptado.

En la empresa me mandaron a un médico laboral, que me dio una licencia psiquiátrica, lo que significó el fin de mi carrera corporativa. No fue inmediato, ni tampoco fui la primera persona en la compañía en necesitar ayuda psicológica para aguantar la presión del negocio. Como era frecuente entonces, me recetaron benzodiacepinas, unos ansiolíticos bastante adictivos que destruyeron mi posibilidad de reaccionar emocionalmente a las cosas que pasaban a mi alrededor. De ese modo pude volver a trabajar más o menos rápidamente, tomando decisiones de manera más expeditiva y fría, sin preocuparme por las consecuencias. Me volví eficiente.

Creo que dejé las pastillas a las dos semanas, cuando empecé a darme cuenta de que el nivel de enojo no bajaba, sino que aún era peor, y que era capaz de pronunciar las más completas barbaridades sin siquiera pensar en las consecuencias. Cuando le conté al médico que me atendía en la obra social, me dijo que si dejaba las pastillas dábamos el tratamiento por terminado y que no podría ayudarme.

Así que volví a las taquicardias, al miedo a quedarme solo y a cometer alguna locura. En la compañía me llamaron para una reunión con el director en Brasil, junto con la cabeza del área de recursos rumanos. Y mi jefe, que temía que contase las cosas que sucedían en ese infierno de traje y corbata, se sumó sin aviso a esa charla, para asegurarse de no quedar expuesto. Con obediencia y miedo, callé, y a mi vuelta a Buenos Aires volví a pedir más días de licencia. Mi sombra comenzó a hacerse cada vez más larga y densa, me tragué todas las emociones que me fue posible.

Mientras acompañaba a un amigo en su mudanza, cambiando lámparas y desarmando cajas, me encontré con mi primera clase de yoga. Estábamos acomodando cosas y me dijo que se tenía que ir a una clase, pero que no quería dejarme a solas, quería que lo acompañara. La idea me parecía principalmente ridícula, no podía imaginarme ni quieto ni sentado durante noventa minutos. De todos modos, acepté, porque no quería quedarme solo, y a partir de allí encontré en el mat (1) todo lo que no había encontrado en ningún otro lugar.

Así, por cuidarme, por miedo a caer en una ansiedad paralizante, por miedo a no poder controlar mi mente o lo que sentía, entré en el camino del yoga y la meditación. Esos pensamientos intrusivos, que me tomaban por asalto en cualquier momento o circunstancia, o la sensación de peligro inminente como si mi vida estuviese en riesgo a cada instante, desaparecían a los pocos minutos de comenzar una clase de yoga o meditación.

Me hubiese encantado decir que fue porque lo amaba o porque siempre estuvo en mí, pero vamos a contar las cosas como fueron: lo que me llevó al yoga fue simplemente el miedo a quedarme a solas con mis pensamientos.

1. De esta forma se llama a la esterilla o alfombra, generalmente de goma o caucho, que se usa para practicar yoga y evitar que las manos o los pies se deslicen en el suelo al moverse.

El poder sanador del caos

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