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BUENOS AIRES

MARZO DE 2011


PARA MI FAMILIA yo siempre fui la oveja negra, esa a la que el rebaño le teme porque tiene los mismos colores del lobo. El reencuentro después de casi una década viviendo en España no resultó como lo imaginamos. Todos siguieron con su vida, en medio de las velocidades extremas que propone la vida en Buenos Aires.

Llegué a Argentina con Theo, mi perro; un schnauzer que me acompañó de Buenos Aires a Madrid y que hoy volvía conmigo, ya mayor y enfermo. En todos los cambios de la última década, él fue siempre mi constante. Ahora estaba de nuevo aquí con él, mis libros, mi cámara de fotos y mi tigre de peluche. Yo con bastantes más canas y la sensación de una hoja en blanco, de una oportunidad para comenzar de nuevo.

Durante el primer tiempo estuve trabajando a distancia con temas de derechos humanos y organizaciones europeas, mientras empezaba a conseguir varias clases a domicilio, poniéndome el mat al hombro y recorriendo la ciudad de punta a punta. Los días empezaban muy temprano para sincronizarme con el horario del otro lado del Atlántico y terminaban tarde con clases por las noches. En medio, dormía siestas, hacía mis duelos, abría nuevas puertas y cuidaba de Theo que había enfermado de forma casi terminal por una dolencia mal diagnosticada.

Quizá fue supervivencia, quizá fluir con lo que surgía, dependería del momento en el que me lo preguntases. En ese plan sin plan, tratando de conseguir la mayor cantidad de horas de experiencia posible, una amiga y profesora a quien admiro, me ofreció cubrir sus clases en un viaje que tenía pendiente a Barcelona. Así empecé a dar clases en Valletierra, mientras no dejaba de escribir en redes sociales, en blogs, hasta en servilletas de bares si era necesario.

Theo murió en mis brazos, corriendo al veterinario por las calles de Banfield. En un momento nuestros ojos se cruzaron y yo le dije que, si tenía que irse, yo iba a estar bien, y su cuerpo se aflojó contra el mío. A partir de allí, todas las constantes que había conocido en los últimos años se disolvieron y el suelo desapareció debajo de mis pies.

No había orden o sentido, los días iban de a uno por vez. Cada mañana me sentaba a meditar sin otro objeto que poder detener esa charla incesante y llena de juicio sobre las decisiones que había tomado en mi vida.

En medio de un “duelo entre duelos” decidí adoptar un schnauzer, esta vez gigante: un perro negro enorme. No podía ver mi dormitorio sin pelos acumulándose en las esquinas, o sin tener un compañero durmiendo junto a mí en la cama, o pidiéndome salir a caminar al sol. No soporté la soledad dentro de la misma soledad. Lo llamé “Félix” porque en estos momentos la felicidad me era claramente elusiva.

Salí de allí metiéndome en mi propio ashram, volviéndome a amigar con lo que había dentro de mí, dedicando mi vida al yoga. Empecé a dar talleres para profesores, y a mi primera clase vino solamente una persona, pero eso no importaba porque yo no practicaba para los otros, sino para dar sentido a mis horas. Enseñar se volvió tan necesario como el aire o el alimento. Y dar un paso detrás del otro hizo que mis clases empezaran a llenarse, sin saber yo nunca qué era lo que encontraba la gente en ellas.

Yo siempre agradecido, porque lo que enseñaba no me pertenecía, sólo compartía lo que a mí me había traído sanidad mental. Hoy sigue siendo así.

Cuando me fui de Buenos Aires era un ejecutivo de corporaciones y volví a esta ciudad en la versión más hippie que pueda uno imaginarse. Si nos pusieran el uno junto al otro, si pudieran reunirse esos dos Lucas, ambos se mirarían con desprecio y con cierta reticencia: uno por oler a sahumerios con su barba despeinada y el otro por esos trajes con chaleco almidonados, camisas perfectamente planchadas y gemelos con monograma.

En esa tendencia que tenemos los seres humanos a reconstruirnos, a generar algún tipo de certeza a nuestro alrededor, este Lucas creó alrededor de sí un trabajo igual de intenso, como lo había hecho toda su vida. La diferencia era que en esta transición todo era yoga, espiritualidad, budismo, la receta para una vida perfecta.

Aquí debo reconocerme culpable, no solo de haberme creído con la omnipotencia de entender la receta para la felicidad, o la seguridad y estabilidad, sino por haberla enseñado a miles de personas durante esos seis años que viví en Buenos Aires entre migración y migración.

El poder sanador del caos

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