Читать книгу El poder sanador del caos - Lucas Casanova - Страница 18
ОглавлениеRISHIKESH
OCTUBRE DE 2010
ASÍ FUE COMO me quedé en el sur de Londres, casi cuarenta días más de lo planeado. La llamada a mi pareja no fue sencilla. Pedí que me dejaran usar el teléfono que había en la parte de atrás de la tienda donde se vendían los libros y los sahumerios. Me senté con el peluche en mi regazo, lo abracé fuerte y marqué el número en un teléfono que por entonces todavía era de disco. No di muchas explicaciones, solamente que no podía volver, que necesitaba quedarme un poco más, que no me sentía bien.
Ese mes, día a día, aprendí a meterme en lo más profundo de mi mente, mirarla con curiosidad, sin juzgarla, sin juzgarme. Fue como la reconciliación con un viejo amigo que nos hizo las cosas más terribles en un exceso de confianza. Sí, como volver a amigarse con alguien que te ha traicionado. Fue muy de a poco, con mucho temor de estar cometiendo un error que podría ser irrecuperable. Al final de ese mes, capa tras capa se fue cayendo, y empecé a ver todos los lugares en los que me venía encerrando, todas las pequeñas traiciones a mí mismo. Pude reconocerme como la persona que decía a todo que “sí” para evitar las discusiones.
Creo que de la mano de ese tigre relleno di el primer paso hacia una dirección distinta, pero no lo advertiría quizá hasta este momento, mientras escribo este libro.
Unos meses después de volver a Madrid, mi crisis se hizo aún peor. Sentía la tensión entre lo que los demás esperaban que hiciese, siempre evitando el conflicto, y aquellas cosas que hoy sabía que eran más fieles a mí mismo. El yoga fue lo único que me mantuvo con cordura en ese momento, de a poco se volvió parte de mi rutina. Empecé a dar clases como servicio en el centro de yoga de mi escuela en España, y las disfrutaba mucho más de lo que jamás hubiese supuesto.
Ese año viajé varias veces a Argentina, tratando de evaluar si quería volver a vivir a Buenos Aires después de esa crisis personal. Mientras mi pareja pendía de un hilo muy delgado, mi familia me decía que siempre tendría un lugar con ellos si decidía volverme de España, que siempre se podía empezar de nuevo. Yo no me imaginaba viviendo solo y me sentía realmente perdido.
Después de una clase de yoga en un centro de retiro, volviendo desde El Escorial en el tren hacia Alcobendas, el sitio donde vivía, decidí dejar España e instalarme en Argentina nuevamente. Había dicho que ya no migraría, después de lo que había significado empezar una vida nueva del otro lado del charco, pero también aprendí a comerme mis palabras cuando ya no significaban nada. ¿Quizá esto era decir que sí a lo que quería?, ¿u otra vez era hacer lo que los demás esperaban de mí? A veces para separarse de algo que no funciona y tomar impulso hay que irse hasta la otra punta del espectro, y yo elegí cruzar el océano para hacerlo.
Lo primero que pensé fue en mi deuda con la swami que me había dado esa beca enorme para que pudiera formarme como profesor de Yoga, y también en cómo podría utilizar eso para hacer algo al llegar a Argentina… Quizá dar algunas clases particulares, para mantenerme entretenido mientras buscaba otra cosa… O seguía con mi trabajo de gestión cultural a distancia…
Le escribí un largo correo a la swami contándole cómo estaba, lo que me estaba pasando y lo que tenía pensado hacer. Y por supuesto que, antes de viajar, quería devolver el gran regalo que terminó siendo para mí vivir cinco semanas en ese ashram, sin tener que considerar los casi tres mil dólares que costaba el alojamiento, la comida y el curso.
La dura y dulce alemana me dijo en su último mensaje que quizá podía acompañarla en el entrenamiento que estaba por dar unas semanas después, ayudando a las personas que se acercaban al ashram, haciendo de “servicio de enlace” entre el mundo exterior y el centro de retiro. Como hablo varios idiomas, me gusta escuchar a la gente y era un terapeuta recién recibido, ya para entonces también profesor de yoga, contesté casi en el acto con un escueto “cuente por favor conmigo”.
En el siguiente mensaje, la swami me informó las fechas en las que tendría que prestar servicio y me dijo que me esperaría en el norte de India, en Rishikesh. En el correo me explicaba que lo mejor era volar a Delhi y de allí tomarme un tren, que tardaba unas siete horas en llegar. El estómago me dio un vuelco, en mi cabeza esperaba que me dijese que el ashram en el que prestaría servicio fuera en Inglaterra o en Austria.
Todo aquello que puedan contarte acerca de India se queda en algo superficial si no incluye los olores, que van desde los más fragantes hasta los más nauseabundos en cuestión de minutos. También en el manejo del tiempo, donde los indios se mueven a otra velocidad y no comprenden por qué tenemos apuro por llegar rápidamente a lugares en los que nadie nos espera.
Luego de dos aviones, dos trenes y un bus salido del infierno, llegué al ashram con el mismo bolso y mi tigre de peluche, que esta vez había sido comprimido a su mínima expresión con una de esas bolsas de vacío que se usan con la ayuda de una aspiradora.
Ya había cruzado India en tren a mis veinte, en una aventura que sobreviví casi de milagro, quizá porque tenía que volver a este continente por segunda vez, sin las prisas de turista occidental que quiere hacer kilómetros como si se tratara de una maratón.
Esta vez, de forma más astuta, no comí nada de lo que vendían en los puestos callejeros, solamente tomé agua embotellada de marcas que fuera capaz de leer en inglés y no llevé conmigo nada de valor para otros. Mi único objeto preciado y con el que intentaría volver a España era el muñeco de peluche; el resto podía quedarse allí.
Mientras estuve en India mis migrañas retornaron. Fue una de las experiencias más caóticas de mi vida, lo único que sabía era a qué hora iba a sonar la campana para despertarme. Fue muy distinto estar en un ashram como estudiante, como practicante, que como parte del personal. Todos llegan allí con la idea de encontrar la respuesta que los saque de su cabeza de una vez por todas, cuando en realidad lo que hace a la mente permanecer en estos lugares es exactamente lo opuesto: te mete hasta lo más profundo, allí donde hasta el silencio resulta ensordecedor.
Quizá fue el estrés de estar siempre a los saltos, tratando de contener a personas que habían ido hasta allí a resolver sus crisis de familia, pareja, trabajo, vida; y viéndose obligados a observarse a sí mismos en estos incesantes y profundos momentos de silencio, reflexión y consciencia.
Miles de kilómetros no son distancia suficiente para poder alejarnos de lo que en realidad llevamos dentro. Quizá fue que otra capa de mi supuesta identidad se estaba rompiendo en pedazos, no había nada que pudiese controlarse, ni respuesta única a los males del mundo. Sin mucho acceso a la medicina del hombre blanco, en un centro de retiro en medio de la montaña, lo único que podía hacer para calmar mis dolores de cabeza era hacer paros de cabeza, por más contrario a lo intuitivo que suene. Con el tiempo entendí por qué.
Aprendí mucho sobre el orden supuesto que creamos en nuestra vida. Me vi en muchos de los que decidieron meterse en un ashram para desaparecer del mundo, y terminar dándose cuenta de que todo aquello de lo que huían estaba dentro de sí mismos. El ashram es un mundo en el que los occidentales funcionan a una velocidad y precisión, y los locales a otra muy diferente; donde todo sucede de manera plana y con una profundidad distinta: los indios son naturalmente propensos a la atención plena, y se toman el tiempo que necesitan para hacer las cosas como les parece correcto. Sí, tuve que aprender a desarrollar la paciencia, a no perder la sonrisa, a permitir lo imperfecto. Y a amar todas las variantes del curri y todos los colores de lentejas. Era extraño esto de amigarse con uno mismo en medio de las vespas, las voces de los mercados, la música que sale de las casas, las vacas que se sientan a rumiar en las esquinas y el constante saludo a cada paso.
También, el hecho de estar al servicio de los demás durante un mes, hizo que cambiara mi forma de verme. Junto con Joytir, mi compañera en el servicio de asistencia, nos repetíamos mutuamente, cada vez que algo requería de atención especial: “Todo sea por el bien mayor”. Los dos estábamos allí haciendo seva. Ella devolviendo el tiempo en el que pudo refugiarse de una relación violenta en un ashram en las afueras de París, y yo, más allá del curso, también estaba devolviendo el que me hayan hecho sentir seguro y en casa; no en el centro de retiro, sino dentro de mí.
Creo que este “tiempo entre tiempos”, antes de volver a Argentina, ayudó a hacer el duelo por lo que no había podido ser. Pude hacerme un poco más amigo de aquel que vive detrás de todos mis pensamientos y acciones, conocerme más en esencia y desprenderme de todo lo que era innecesario.
Volví de India más ligero, físicamente más delgado, con el cabello lustroso y la piel oscura por el sol. Cuando me bajé del tren en Delhi para tomar el avión hacia Europa, casi podían confundirme con los locales. Iba vestido con un polar gris y unos pantalones de algodón a rayas de colores. Ya no llevaba equipaje, solo un tigre de peluche atado a mi espalda con un par de cuerdas y un cuaderno de tapas rojas con una lapicera enganchada en una de sus hojas.
Llegué a Madrid con la sensación de que todo a mi alrededor era simplemente ruido, sin saber qué quería hacer después, perdido a la mirada de los demás, y con otra percepción del tiempo. Había algo que tenía en claro: el yoga no iba a pasar a segundo plano en mi vida. Gracias a él, conseguía silenciar mi mente en la meditación, hacer que esos pensamientos invasivos que le comen a uno la cabeza detenerse, y simplemente mirar lo que tenía delante de mí: sin esperar el significado de nada, simplemente presente.