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4. DISCRIMINACIONES Y GARANTÍAS DE LA IGUALDAD FORMAL. IGUALDAD Y CIUDADANÍA
ОглавлениеHablaré primero de las discriminaciones, esto es, de las violaciones del igual valor de las diferencias. Y a tal fin distinguiré dos tipos de discriminaciones: las jurídicas o de derecho y las de hecho.
Son discriminaciones de derecho las que, en violación del artículo 3.1 de la Constitución italiana, excluyen a algunos sujetos de la titularidad de algunos derechos fundamentales, y, en particular, de los derechos políticos, de los derechos civiles y/o de los derechos de libertad. En Italia, piénsese en las múltiples discriminaciones jurídicas de las mujeres antes de la Constitución republicana: en los derechos políticos, al haber estado excluidas del derecho de voto hasta 1946; en los derechos civiles, dado que, hasta 1919, las mujeres casadas no podían realizar gran parte de los actos negociales sin autorización del marido; en los derechos de libertad, puesto que, hasta la reforma del derecho de familia de 1975, el artículo 144 del Código Civil establecía que «el marido es el jefe de la familia» y la mujer «está obligada a acompañarle adonde él crea oportuno fijar su residencia». Tras la entrada en vigor de la Constitución, estas minoraciones fueron suprimidas por la legislación o anuladas por la Corte Constitucional. Sin embargo, permanecen algunas injustificadas discriminaciones de las mujeres, como, por ejemplo, la asunción del apellido del marido y la no transmisión del suyo a los hijos; el luto vidual que impide a la mujer volver casarse antes de trescientos días del cese del precedente matrimonio; la exclusión de las mujeres del sacerdocio, establecida por el derecho canónico de la Iglesia católica13.
En cambio, son discriminaciones de hecho las que se producen de manera efectiva, a despecho de la igualdad jurídica de las diferencias y en contradicción con el principio de igualdad en las oportunidades. Piénsese en las discriminaciones que, de hecho, con independencia de razones de mérito, sufren las mujeres, los jóvenes, los ancianos, los inmigrantes incluso si regularizados, o las personas de color, excluidas o desvalorizadas por el mercado de trabajo o destinadas a trabajos precarios o sin cualificación. Piénsese en los índices de paro femenino, muy superiores a los del desempleo masculino, y en los salarios de las mujeres, por lo general más bajos —se calcula que en torno a un quinto— que los de los hombres.
Las garantías de la igualdad frente a estas disparidades de hecho pueden ser de dos tipos, según que la igualdad perseguida por ellas imponga que la diferencia carezca de relevancia como fuente de discriminaciones o privilegios, o, por el contrario, que tenga relevancia para no ser discriminada ni privilegiada. Entre las garantías del primer tipo, dirigidas a impedir la aparición y por tanto a no dar relevancia a diferencias como las de sexo o de opiniones políticas, entra, por ejemplo, en el viejo derecho laboral italiano, la prohibición de las contrataciones mediante llamadas personalizadas y no a través de las oficinas de empleo; o también prohibiciones del tipo de la acordada en 1962 por el primer Consejo Superior de la Magistratura, relativa a los informes policiales sobre las opiniones políticas de los candidatos, con objeto de no dar publicidad a sus diferencias en el momento de su admisión a participar en las oposiciones de ingreso en la magistratura14. En cambio, forman parte de las garantías del segundo tipo, dirigidas a evidenciar y a dar relieve a las diferencias, las ofrecidas por las llamadas «acciones positivas» en apoyo de sujetos habitualmente discriminados, a causa, por ejemplo, de su identidad sexual15.
Pero las discriminaciones, en total ausencia de garantías de las diferencias y de los conexos derechos de libertad, se manifiestan a escala planetaria en las formas y en las dimensiones más dramáticas. Sobre todo, las discriminaciones de las diferencias de religión provocadas por la explosión de los fundamentalismos, por la falta de secularización de las instituciones públicas en gran parte del mundo, y por los consiguientes conflictos, intolerancias, opresiones y persecuciones de minorías religiosas o culturales. En segundo lugar, las discriminaciones y las persecuciones políticas en tantos regímenes autoritarios, totalitarios o, de distintas maneras, despóticos e iliberales como infectan nuestro planeta. En tercer lugar, las discriminaciones y las opresiones de las minorías étnicas o de otro tipo, tal como se manifiestan, por ejemplo, en formas trágicamente destructivas, en todo el Oriente Medio, cuyos estados —de Irán a Irak, de Turquía a Siria e Israel— son todos multi-étnicos, en los que las etnias y las religiones dominantes son intolerantes con las distintas minorías y han dado vida a sociedades militarizadas y a guerras civiles permanentes alimentadas por el odio y el miedo. En fin, la gigantesca discriminación de las mujeres, que, en tres cuartos del planeta, son objeto de opresiones, segregaciones, servidumbres, molestias, agresiones sexuales, venta de niñas como esposas, prostitución forzada, sufrimientos y mortificaciones permanentes y sistemáticas de su identidad y dignidad. Según un informe del Programa de la ONU para el Desarrollo, en India y en China son decenas de millones las niñas y las jóvenes desaparecidas. Todavía son más numerosos los abortos y los infanticidios debidos a discriminaciones por razón del sexo. Además, se ha calculado que las mujeres constituyen el 70 % de los pobres del mundo aun cuando desarrollan los dos tercios del trabajo global.
El fenómeno más dramático de opresión de la diferencia femenina —presente desde siempre en todo el mundo y por lo general impune por no ser siquiera denunciado— es, sin embargo, el estado de verdadera esclavitud doméstica producido por la violencia masculina, del que son víctimas muchas mujeres y que, en los casos extremos, llega al feminicidio. Hay dos rasgos característicos y al mismo tiempo dos factores de esta violencia que la hacen odiosa y terrible, y convierten la casa y la familia en los lugares más inseguros para las mujeres. El primero consiste en la mayor fuerza física de los hombres, que no permite a las mujeres ninguna «legítima defensa». El segundo consiste en la convivencia doméstica, de hecho y a menudo de derecho, obligatoria, en la que habitualmente el hombre violento se encuentra con la mujer que es víctima de su violencia. La conjunción de estos dos factores está en la base del dominio de los hombres violentos sobre «sus» mujeres, y de la condición de sujeción permanente de estas a sus maridos o convivientes en la vida familiar. Se trata de un dominio y de una sujeción absolutos, casi siempre invisibles, que muy bien permiten hablar de esclavitud y de totalitarismo doméstico, dado que la fuerza amenazante del conviviente violento genera un estado de angustia y terror que anula totalmente la libertad y la dignidad de la mujer. Las violencias del conviviente o del cónyuge —y, más que ninguna, las agresiones a la libertad sexual, dado su carácter traumático y mortificante— son, en efecto, sobre todo, actos de reducción a la impotencia, con los que el hombre afirma su poder total y anula la libertad y la dignidad femeninas: un poder que tiene los rasgos del derecho de propiedad sobre la mujer, reducida por él a «cosa», exactamente como sucede en el delito de reducción a la esclavitud tal como lo define, por ejemplo, el artículo 66 del Código Penal italiano. De hecho, la mujer se encuentra literalmente prisionera en su casa, a merced de la violencia masculina. No puede huir, porque la fuga no la salva del peligro de represalias y de la venganza de su opresor y patrono.
Hay, en fin, una específica discriminación jurídica, producida en los países económicamente avanzados, de la que hablaré ampliamente en el capítulo 7, pero a la que ahora hay que hacer referencia. Se trata de la discriminación que sufren los migrantes, sobre todo cuando son clandestinos, por falta de ese derecho a tener derechos que, según una clásica expresión de Hannah Arendt16, es el estatus de ciudadano. Conviene recordar que el principio de igualdad se afirmó históricamente con esa gran conquista de la Modernidad que fue la supresión de las diferenciaciones jurídicas de estatus: según esto, todos son iguales en los derechos, independientemente de sus diferencias de nacimiento y de identidad —de sexo, censo, lengua, religión, etc.—, ninguna de las cuales puede ser elevada a la categoría de estatus jurídico diferenciado en cuanto a la atribución de derechos. Ahora bien, de todas estas diferenciaciones y discriminaciones jurídicas, precisamente la ciudadanía, que con la Revolución francesa se afirmó como base de la igualdad política, se ha transformado hoy en la fuente de la más dramática diferencia de estatus: la existente entre ciudadanos y no ciudadanos. Somos iguales como ciudadanos, en el sentido de que como tales somos igualmente titulares de los derechos de ciudadanía; pero somos desiguales como personas al no ser los no ciudadanos, provenientes, es obvio, de países pobres, titulares de los mismos derechos de los ciudadanos. En síntesis: mientras que algunos derechos se atribuyen a todos en cuanto personas, de otros, a comenzar por los de circulación y residencia, decisivos para el disfrute de los primeros, solo gozan los ciudadanos.
Es así como ha sucedido que la ciudadanía, que en los orígenes del estado moderno desarrolló un papel de inclusión, desempeña actualmente uno de exclusión. Contradiciendo todas las cartas y convenciones internacionales sobre derechos humanos, que atribuyen todos los derechos fundamentales a todos como personas, y hasta nuestras constituciones estatales, que atribuyen a todos, y no solo a los ciudadanos, todos los derechos civiles y también muchos derechos sociales —por ejemplo, en la Constitución italiana, el derecho a la salud (art. 32), el derecho a la educación (art. 34) y el de los trabajadores a una retribución equitativa (art. 36)—, de hecho el goce de tales derechos se encuentra condicionado por el presupuesto de la ciudadanía, debido a las actuales políticas y legislaciones contra la inmigración. Así, el derecho a la ciudadanía se ha convertido en ese meta-derecho a tener derechos que es el derecho de acceso y residencia en el territorio nacional y que —a despecho del ius migrandi teorizado, como veremos más adelante, en los orígenes del derecho moderno y acogido por el artículo 13 de la Declaración Universal de los Derechos Humanos— solo se reconoce a los ciudadanos.
De este modo la ciudadanía ha entrado en contradicción con la igualdad jurídica incluso solo formal de todos los seres humanos, a pesar de que esta se encuentra establecida por las cartas constitucionales y las convenciones internacionales. El resultado de esta discriminación jurídica es que la ciudadanía —obviamente, la de los países más ricos— se ha transformado en el último privilegio de estatus ligado a un accident de naissance; en el último factor de exclusión y discriminación por nacimiento y no de inclusión y equiparación, como lo fue en los orígenes de la modernidad jurídica; en el último resto premoderno de las diferenciaciones jurídicas de las identidades personales; en la última contradicción irresuelta con la afirmada universalidad e igualdad de los derechos fundamentales. En efecto, en la actual sociedad transnacional existen ciudadanías diferenciadas: ciudadanías apreciadas, como las de los países occidentales, y ciudadanías sin ningún valor, como las de los países pobres. Y, dentro de nuestros propios ordenamientos, existen estatus personales desiguales: el de ciudadanos optimo iure, el de semi-ciudadanos conferido a los extranjeros dotados de permiso de residencia, el de los no ciudadanos clandestinos, de hecho, no-personas.
Así, estamos ante una aporía gravísima que solo la superación de la distinción entre personas y ciudadanos podría eliminar. Ciertamente, esta superación tiene hoy el sabor de una utopía. No obstante, cuando menos, el reconocimiento de esta aporía debería generar en todos nosotros una mala conciencia. Debería generar, siquiera, la conciencia de la contradicción entre nuestros principios de igualdad e igual dignidad de todos los seres humanos y nuestra práctica de discriminación de los no ciudadanos: una contradicción que, como se verá en el capítulo 7, afecta a todo el mundo occidental, y en particular a Europa, que después de haber invadido y depredado durante siglos el resto del mundo, se encierra hoy en su fortaleza asediada, negando a los extra-occidentales el mismo ius migrandi que en el origen de la Modernidad había empuñado como fuente de legitimación de las propias conquistas, invasiones y colonizaciones. Debería, al menos, hacer evidente la naturaleza puramente racista de la oposición de muchas fuerzas políticas italianas a la ley sobre el llamado «ius soli», es decir, sobre el nacimiento y la residencia en Italia durante más de cinco años como presupuesto suficiente para la concesión de la ciudadanía. En efecto, pues esos niños no son inmigrantes, sino nacidos en Italia, donde han crecido y se han formado; de modo que es solo la intolerancia de su identidad étnica lo que explica la voluntad de negarles la ciudadanía, actitud que, por otra parte, genera el riesgo de que los afectados conviertan su sentido de pertenencia a nuestro país en un absurdo desconocimiento y por eso en rencor anti-italiano.