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5. SOLO LAS PERSONAS, Y NO TAMBIÉN LAS CULTURAS, SON TITULARES DE DERECHOS

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En la pretensión de que las culturas sean también ellas tuteladas en sus prácticas opresivas y discriminatorias, se manifiesta una tercera falacia, de tipo lógico o meta-ético, en la que incurren, además de en la falacia ontológica y en la consecuencialista, las críticas dirigidas al universalismo de los derechos en nombre del multiculturalismo. Estas críticas indican, paradójicamente, un universalismo de carácter extremista, esto es, la idea de que las culturas mismas sean macrosujetos, en cuanto tales universal e igualmente titulares de los mismos derechos; que sea la religión —cada religión— y no el individuo el que tiene derechos; que la libertad religiosa corresponda no a las personas individuales, sino a las mismas religiones: al islam, al catolicismo, al cristianismo y a sus diversas corrientes o interpretaciones. El universalismo de los derechos fundamentales, referido obviamente a los individuos que son titulares de tales derechos, resulta así desplazado a sus culturas o religiones, entrando inevitablemente en conflicto con las libertades individuales, consistentes, en cambio, en el igual derecho de las personas de carne y hueso a practicar, pero también a no practicar, la religión del grupo o de la comunidad a la que pertenecen. Es claro que de este modo se disuelve la laicidad del derecho y de las instituciones, que consiste precisamente en el rechazo de que el derecho pueda ser usado como instrumento de afirmación o de reforzamiento de una determinada moral o de una determinada religión o cultura, aunque sea dominante.

Tómese, por ejemplo, la cuestión del velo islámico. Ciertamente, la práctica del velo o, peor aún, del burka señala en todo caso una mortificación y una condición subalterna de las mujeres a la que solo podrá poner fin una lucha de liberación de su religión o de su cultura. Sin embargo, mientras tanto, la prohibición pública de llevar el velo equivale, no menos que la obligación de llevarlo, a la imposición de una cultura que contradice la libertad y el derecho de cada uno a vestirse como quiera. Lo que sí está justificado es la prohibición y el castigo, no del uso del velo, sino de la eventual violencia, amenaza o constricción subyacente a la práctica del velo. Derecho a portar el velo y prohibición y castigo de su eventual imposición coactiva son las dos caras de la misma moneda, ambas para la tutela de la libertad no solo religiosa, sino, en general, personal. El primero tutela a la persona que lleva el velo por su propia voluntad espontánea; el segundo tutela a la persona constreñida a portarlo contra su voluntad. Por el contrario, la prohibición del velo impuesta en nombre de la laicidad, como ocurre en Francia, equivale a la juridificación de una ética y de una cultura laicas, esto es, a su imposición iliberal bajo las formas coactivas del derecho.

Cosa distinta es el discurso que debe hacerse sobre la infibulación. También en este caso no es la cultura dentro de la que se practica la que debe ser protegida, sino el individuo, es decir, la persona de la mujer frente a las prácticas que violan su integridad personal, además de su libertad religiosa, que incluye también su libertad frente a la religión. Se ha dicho que los derechos fundamentales son leyes del más débil, que tutelan a la persona también frente a su propia cultura: la mujer frente al marido, el menor frente a su familia, más en general a la persona frente a su misma religión. Por otra parte, la infibulación y la escisión son actos mucho más gravemente lesivos de la integridad y de la dignidad de la persona que el velo, que ningún respeto de las culturas en cuanto tales puede justificar, sobre todo cuando son practicadas sobre mujeres menores y por eso sin su voluntad, que es lo que sucede en la mayor parte de los supuestos. Pero tampoco son tolerables estas prácticas en el caso de las mujeres mayores de edad, que, por ejemplo, las sufren entre uno y otro parto. En efecto, el consenso de la mujer, cualquiera que sea, no es suficiente para justificarlas al ser el derecho a la integridad personal, y por eso a la inmunidad frente a lesiones graves, un derecho fundamental no disponible.

En todo caso es absurda la idea de que las culturas, cualesquiera que sean y por tanto también la nuestra, puedan prevalecer sobre los derechos de las personas. Paradójicamente, la idea de muchos comunitaristas según la cual el multiculturalismo sería incompatible con el universalismo de los derechos fundamentales, de cuya titularidad y garantía deberían por eso ser excluidos colectivamente cuantos no pertenecen a nuestra cultura, acusa una suerte de perverso eurocentrismo: la idea, claramente eurocéntrica, de que las mujeres islámicas constreñidas a formas de segregación tras del burka o, peor aún, de la infibulación, para poder liberarse de estas prácticas opresivas, tengan que esperar a que sus maridos hagan su revolución liberal y sigan el mismo itinerario que llevó a la cultura occidental a la proclamación de los derechos de libertad. En efecto, pues tales derechos no se basan en una pretendida validez ontológica o cultural o en alguna coparticipación moral de la doctrina política y moral por la que han sido afirmados. No son universales, repito, por ser objetivos o universalmente compartidos, sino solo en cuanto atribuidos a todos y en garantía de todos, con independencia de sus opiniones. En síntesis, consisten en normas jurídicas heterónomas, como tales generales y abstractas. Por tanto, son derechos universales únicamente en el sentido lógico de la cuantificación universal de sus titulares, de modo que, guste o no guste, valen más allá del consenso que suscitan, habiendo sido establecidos más bien porque tal consenso no se da en modo alguno por descontado, ni siquiera dentro de nuestra cultura.

Manifiesto por la igualdad

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