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7. DOS ÉTICAS Y DOS META-ÉTICAS
ОглавлениеLo dicho hasta aquí permite precisar las diferencias entre opción laica y opción confesional en la solución de tantas cuestiones jurídicas en las que, en Italia, en estos años, se ha manifestado con la mayor intensidad, el carácter invasivo de las jerarquías católicas: del divorcio al aborto, de las prácticas anticonceptivas a la disciplina restrictiva de la procreación asistida, del reconocimiento de derechos a las parejas de hecho a la imposición de la hidratación y de la alimentación forzadas a los enfermos terminales en coma irreversible. Las diferencias en todas estas cuestiones bio-éticas y bio-jurídicas, son tanto de orden ético y jurídico como de orden meta-ético y meta-jurídico.
Las diferencias en el plano ético son obvias y descontadas en cuanto a los contenidos, pero no en cuanto a los juicios que se formulan con fundamento en las dos etiquetas. En este plano, los comportamientos y las tesis éticas en contraste con los principios de una ética objetivista, como, por ejemplo, la católica, pero también las demás éticas religiosas, son contestados por esta como inmorales. Pero lo mismo puede decirse para la ética laica. Tómense, por ejemplo, las normas sobre la fecundación asistida, sobre el divorcio, sobre las prácticas anticonceptivas, sobre la posibilidad del aborto en los primeros meses de vida del embrión, o bien sobre la cuestión del derecho o no de las personas a no ser sometidas, al final de su vida, a inútiles encarnizamientos terapéuticos contra su voluntad. Para una ética laica es no solo jurídicamente ilegítima, sino también inmoral, en cuanto lesiva de la autodeterminación y la dignidad de las personas, la pretensión, por ejemplo, de que dos personas que no se soportan deban permanecer indisolublemente ligadas en matrimonio, que una mujer sea constreñida a convertirse en madre contra su voluntad, o bien a sufrir implantes forzosos de embriones no sanos, que se niegue derechos elementales a una pareja de personas no casadas, que se mantenga con vida a un enfermo terminal ligado a una máquina en estado de inconsciencia, o, peor aún, bajo la angustia atroz que le afligiría en los momentos de lucidez, y no le fuera permitido morir de muerte natural. El respeto debido a la ética católica y a cuantos la profesan no impide ver en la imposición jurídica de tales pretensiones, todas de diversa manera, pero siempre cruelmente invasivas en la vida de las personas y constrictivas de sus libertades individuales, una discriminación de las convicciones morales de los no creyentes dictadas por la defensa de un residuo de poder temporal: por la voluntad de las instituciones de condicionar la vida, y, más aún, de gobernar las conciencias imponiendo a todos, en las cuestiones morales ligadas a la sexualidad, la sexofobia y la misoginia de las jerarquías católicas, comunes, por lo demás, a las autoridades de todas las religiones.
Pero es sobre todo en el plano meta-ético y en el meta-jurídico donde se revelan las profundas diferencias entre ética laica y ética confesional. En este plano, el cognoscitivismo moral más consecuente es el de las éticas religiosas, que solo pueden fundar sensatamente sus principios sobre la «verdad» en la medida en que esta vaya referida a una ontología iusnaturalista, o bien al voluntarismo y al iuspositivismo divino, o a ambas cosas. Por el contrario, el rasgo distintivo y el fundamento de la ética laica reside en la opción, y por eso en la autodeterminación de la persona: en no hacer el mal y en hacer el bien no porque lo quiere Dios o alguna norma de valor objetivo y heterónomo, sino porque, autónomamente, se quiere. En efecto, al contrario de lo que sucede con las morales objetivistas, inevitablemente heterónomas, la moral laica se funda en la autonomía de la conciencia, en virtud de la cual sería, por ejemplo, insensata, y no solo inmoral, la disposición de Abraham al sacrificio de Isaac solo porque querido por Dios.
Por otra parte, el terreno del objetivismo ético y de las verdades morales —contrariamente a la idea de sus epígonos de que la defensa y la aplicación de los principios morales y/o constitucionales que profesamos con firmeza, hallarían en él un fundamento más seguro por objetivo— es siempre un terreno resbaladizo. Todos sabemos que en la historia del pensamiento político las argumentaciones fácticas en apoyo de la desigualdad de los hombres han sido, de Platón y Aristóteles en adelante, bastante más numerosas que las que sostienen su igualdad y su igual dignidad. Pero esto vale, precisamente, para confirmar que la igualdad no es un hecho, sino un valor, no una verdad, sino un principio de justicia, que se ha afirmado históricamente en todas las ocasiones que discriminaciones y desigualdades han aparecido intolerables, en apoyo, de un lado, del igual valor que queremos garantizar a todas nuestras diferencias de identidad («de sexo, raza, lengua, religión, opiniones políticas, condiciones personales y sociales», como dice el artículo 3.1 de la Constitución italiana) y, del otro, de la eliminación o reducción de las desigualdades materiales que queremos promover (en cuanto obstáculos al «pleno desarrollo de la persona humana», como dice el inciso 2.° del mismo artículo). Dicho brevemente, la igualdad, la dignidad de la persona, las libertades y los demás derechos fundamentales no son, en el sentido común, ni valores objetivos ni principios que dar por descontados, sino el fruto de opciones de civilidad, generalmente difíciles y controvertidas9.
Precisamente por eso, tales valores vienen estipulados en constituciones rígidas supraordenadas a cualquier poder en esos momentos felices —en cuanto no condicionados por intereses de parte, sino solo por el interés de la pacífica convivencia— que son los momentos constituyentes: porque aquellos valores no son, en efecto, compartidos por todos. Puesto que el papel de las constituciones no consiste en reflejar los valores de todos: si así fuera, tendríamos constituciones de mínimos y prácticamente superfluas. Su papel reside en la estipulación de valores o principios como cláusulas del pacto social de convivencia, incluso contra las opiniones de las contingentes mayorías. Y su legitimación depende, no del hecho de que sean queridas por todos, sino del hecho de que garanticen a todos. Es por lo que defendemos y argumentamos nuestros principios morales y políticos con bastante más firmeza y pasión de las que ponemos en la defensa de nuestras tesis asertivas. Porque sabemos que aquellos son ampliamente violados o negados, y, por tanto, deben ser defendidos con tanto mayor empeño cuanto más difundidas estén sus violaciones o negaciones; y sobre todo, porque, en nombre de la tolerancia debida a todas las opiniones diferentes, consideramos legítimamente sostenibles las opiniones morales y políticas opuestas, que contestamos no ya porque sean falsas, sino porque rechazamos y argumentamos como inmorales o como injustas sus premisas de fondo.
Por eso, en el plano meta-ético y en el meta-jurídico podemos rechazar la pretensión de las jerarquías católicas de proponerse como fuentes privilegiadas o, peor aún, exclusivas, de la moral, hasta el punto de imponer las propias sedicentes verdades morales a través del derecho del estado. Precisamente el paso atrás y la autolimitación del derecho impuestos por el principio de laicidad equivalen al respeto de la máxima evangélica que impone que dar a Dios —es decir, a la esfera de la conciencia, para quien no cree en Dios— y no al César —esto es, a la esfera del derecho— lo que es de Dios, o sea, de la conciencia individual, y que afecta, precisamente, a la vida moral. Por el contrario, la moral religiosa, con su pretensión de ser juridificada como un sistema de normas heterónomas, pierde, desde el punto de vista laico, su específico estatuto moral para convertirse en un sistema jurídico, como por lo demás admite la propia Iglesia católica cuando la califica de «derecho natural». Consecuentemente, al menos según la meta-ética laica, no tienen un estatuto moral, sino jurídico, las acciones realizadas no ya de forma autónoma, como fines en sí mismas, sino solo en observancia de normas heterónomas para evitar sanciones terrenas o ultraterrenas. Naturalmente, también las morales heterónomas, comenzando por la moral católica, merecen respeto. Pero quienes las profesan no pueden pretender el monopolio de la moral y de la concepción meta-moral de la moral, y menos aún imponer a todos, incluidos los no creyentes, una y otra a través del derecho, discriminando así las diferencias culturales y las concepciones morales de cuantos no tienen sus mismas creencias religiosas.