Читать книгу Manifiesto por la igualdad - Luigi Ferrajoli - Страница 23
6.1.Estado laico y libertad jurídica
ОглавлениеComenzaré por la primera tesis, la del nexo entre libertad jurídica y laicidad del derecho, la primera como fundamento y garantía de la segunda. ¿Cómo se funda y cómo se garantiza la laicidad del derecho y de las instituciones públicas? Se garantiza a través de la libertad jurídica, es decir, de los derechos fundamentales de libertad. En efecto, la garantía de la laicidad equivale a la garantía de las libertades como facultades de autodeterminación universalmente atribuidas a todos, en el sentido que antes se ha precisado.
Este carácter universal e igual de los derechos de libertad, es decir, de la libertad jurídica, es lo que vale para fundar la laicidad del derecho y del estado. En efecto, la garantía de los derechos de libertad equivale a un paso atrás del derecho y del estado frente a las libres opiniones y al igual valor de todas las diferentes identidades religiosas, culturales o políticas de las personas; mientras que, como se verá en el próximo capítulo dedicado a las desigualdades, la garantía de los derechos sociales a prestaciones positivas equivale a un paso adelante de la esfera pública frente a las necesidades vitales de las personas. Solo las conductas que ocasionan daños a terceros pueden ser prohibidas y castigadas por el derecho, en virtud del papel que a este compete de garantizar la convivencia de la libertad de cada uno con las de los demás, según la célebre máxima kantiana. Y solo la garantía de las libertades fundamentales a la propia identidad cualquiera que sea —homogénea o diferente, conformista o disidente, mayoritaria o minoritaria e incluso liberal o iliberal— puede asegurar y tutelar el pluralismo moral, religioso y político presente en la sociedad.
La laicidad del derecho y del estado reside en este su paso atrás en todo lo que no ocasione daños a terceros. Por eso reside en su neutralidad frente a las diversas concepciones morales que conviven en una sociedad, según resulta asegurada por los derechos de libertad, primero entre todo, la libertad religiosa y de conciencia. De este modo, tales derechos no son solo valores en sí y fines en sí mismos. Su respeto es también una condición necesaria de la paz al consistir en la sola garantía posible del multiculturalismo, es decir, del igual valor atribuido a todas las diferentes identidades culturales y morales. Solo los derechos de libertad —de la libertad de conciencia, como derecho a profesar la propia cultura o religión o ninguna religión, a la libertad de decidir sobre la propia vida sin producir daños a terceros— garantizan, con la recíproca tolerancia y el recíproco respeto, la igualdad y la pacífica convivencia de cuantos profesan morales, religiones o ideologías diversas.
Pero es precisamente en la afirmación o negación de estas libertades fundamentales donde se manifiesta la profunda asimetría entre las posiciones laicas y las confesionales. Solo las jerarquías católicas pretenden imponer a todos su moral a través de la ley, incluso a los no creyentes, y de este modo limitar sus libertades y discriminar sus diferencias de religión y de pensamiento. No lo pretenden, en cambio, las opciones laicas y liberales, que dejan igualmente a todos la libertad de decidir conforme a la propia conciencia. Según estas opciones, por ejemplo, un creyente, o en todo caso quien considere moralmente debido convivir en matrimonio con una persona a la que odia, no unirse matrimonialmente a una persona del mismo sexo, no someterse a la fecundación asistida o no aceptar la muerte natural y sufrir aun en coma irreversible la hidratación y la alimentación forzadas, debe ser libre de hacerlo y observar así sus convicciones morales. Por el contrario, según las pretensiones de las jerarquías católicas, quien no considere moralmente debido o incluso considere moralmente inaceptable someterse a semejantes constricciones en cuanto contrarias a la propia dignidad de la persona —en contradicción con el principio de igualdad y de no discriminación de las diferencias religiosas— no debería ser igualmente libre de rechazarlas y seguir así las propias convicciones morales.
Más aún. La asimetría de las dos posiciones tiene relevantes reflejos, en el plano meta-jurídico y también en el plano meta-ético. Esta se refleja no solo en la diversa concepción del derecho y del estado, sino también en una diversa concepción de la moral y en una diversa práctica moral. Desde el punto de vista laico, la autenticidad del comportamiento moral reside en su carácter autónomo, como fin en sí mismo, de modo que no solo no requiere, sino que excluye que pueda requerirse el apoyo heterónomo de la ley estatal. Dicho de otro modo, un comportamiento —por ejemplo, la decisión, motivada por razones morales, de no divorciarse, no unirse establemente en matrimonio con una persona del mismo sexo, o no recurrir a la fecundación artificial— será tanto más moralmente válido y auténtico cuanto más sea autónomo y espontáneo y no prescrito por la ley del estado o por normas eclesiásticas y dictado por el temor a sanciones terrenas o ultraterrenas. El riesgo permanente de una concepción y de una práctica heterónomas de la moral es la reducción de la conciencia moral a una caja vacía, abierta a los cambios dictados por mudables orientaciones de las jerarquías clericales, como ha sido, por ejemplo, el caso de los encarnizamientos terapéuticos sobre enfermos terminales.