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3. UNIVERSALISMO DE LOS DERECHOS Y MULTICULTURALISMO: UNA CONTRAPOSICIÓN FALAZ

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Este nexo no es, en modo alguno, obvio. Por el contrario, la relación entre igualdad en los derechos fundamentales y multiculturalismo suele concebirse como una relación no de implicación, sino de oposición, tanto por quienes afirman como por los que niegan el universalismo de tales derechos. En efecto, cuando se habla de «multiculturalismo», se alude, más o menos explícitamente, a la confrontación entre la cultura occidental, dentro de la cual los derechos fundamentales han sido teorizados y jurídicamente estipulados, y las demás culturas; como si existieran una monocultura occidental indiferenciada y las culturas «otras», a su vez internamente indiferenciadas. De aquí la idea del conflicto entre multiculturalismo y universalismo de los derechos: en el sentido de que las culturas «otras», es decir, no occidentales, son culturas «diversas», de las que no es lícito pretender la tutela de los derechos fundamentales, de no ser sobre la base de una inadmisible imposición; o bien en el sentido de que, por el contrario, deberían integrarse totalmente en la cultura occidental, no solo en cuanto al reconocimiento de la igual titularidad de tales derechos en todo seres humanos, sino también a través de la adhesión moral y política a los valores que estos expresan.

Tengo la impresión de que en la base de esta contraposición entre universalismo y multiculturalismo, entre igualdad y diferencias culturales, se encuentran significados incompatibles con el principio de igualdad, indebidamente asociados a la expresión «universalismo de los derechos fundamentales». En efecto, la crítica dirigida por muchos defensores del multiculturalismo a tal universalismo —interpretado por ellos como una enésima forma de imperialismo occidental— tiene, a mi juicio, su origen en un equívoco, por lo demás, compartido por cuantos, por el contrario, pretenden en nombre del mismo universalismo, la homologación de las otras culturas con la cultura occidental. Todos estos asocian la expresión «universalismo» a la idea ético-cognoscitivista de una cierta objetividad o intersubjetividad de los valores occidentales de libertad y de igualdad: atribuyéndoles un carácter ontológico o, cuando menos, el fundamento en alguna forma de consenso universal. El universalismo consistiría en el hecho de que todos se reconocen o en cualquier caso deberían reconocerse en estos valores. Según esta crítica, los fautores del universalismo sostendrían, en suma, la tesis descriptiva, de tipo sociológico, de que estos son valores objetivos y/o intersubjetivos y la tesis prescriptiva, de tipo axiológico, de que, precisamente por esta objetividad, deberían ser compartidos por todos2.

Si tal fuese el significado del universalismo de los derechos fundamentales, la crítica que se le dirige desfondaría una puerta abierta. Obviamente, estos derechos —la libertad de conciencia, las demás libertades fundamentales, los derechos sociales y el mismo principio de igualdad— no son en modo alguno compartidos por todos. No lo son, no solo por gran parte de las personas de cultura distinta de la occidental, sino tampoco por muchos de quienes pertenecen por nacimiento a nuestra cultura. La tesis asertiva de que son universalmente compartidos es por ello empíricamente falsa. Si, cuando aparecieron, las tesis de De los delitos y de las penas de Cesare Beccaria o los dieciséis artículos de la Declaración de 1789 hubieran sido sometidos a votación, no habrían obtenido ni siquiera el 1 % de sufragios. Y también hoy sería de temer un eventual referéndum sobre los derechos sociales o sobre la pena de muerte.

De otro lado, los valores expresados por el principio de igualdad y por los derechos fundamentales no tienen nada de objetivo, y menos aún de natural. De ahí lo inadmisible también de la tesis axiológica según la cual todos deberían compartirlos, sostenida, según se verá mejor más adelante, por una consistente orientación de filosofía moral de tipo objetivista. No solo. Esta tesis aparece sobreentendida, por ejemplo, siempre que se pretende, como sucede a menudo en el debate público y a veces en las prácticas de la integración, la explícita adhesión moral y política de los inmigrados a los derechos fundamentales, a los principios del estado de derecho, de la Constitución u otros similares. En estos casos se trata de pretensiones abiertamente iliberales porque contradicen el respeto de la libertad interior de las personas. En efecto, estos principios son normas jurídicas que, como tales, deben ser observadas. Pero que no pueden imponer o pretender alguna adhesión moral, ni que hayan de ser compartidos moral o culturalmente, so pena de la negación de sí mismos.

Un equívoco análogo, conexo al que acaba de señalarse, es la crítica dirigida por muchos diferencialistas al principio de igualdad sobre la base, de nuevo, de la idea de que es una tesis de tipo empírico-descriptivo y que, por consiguiente, oculta o niega valor a las diferencias: que las oculta por ignorarlas como irrelevantes, que las niega valor al asumirlas como inferiores respecto de una identidad que se supone normal, o por pretender que sean eliminadas o repudiadas allí donde se consienta la integración y la homologación. Como he señalado en el § 2.1 del capítulo precedente, esta es la crítica dirigida al principio de igualdad por el pensamiento feminista de la diferencia. De nuevo, si este fuese el significado del principio de igualdad, su crítica haría saltar una puerta abierta.

Por el contrario, hay que reconocer que el principio de igualdad tal como habitualmente lo establecen las normas constitucionales, es una norma, o sea, una convención estipulada, precisamente, para la tutela del igual valor de todas las diferencias de identidad. Tal es, repito, el significado del artículo 3.1 de la Constitución italiana según el cual todos son iguales «sin distinción» de sexo, lengua, religión, opiniones políticas, condiciones personales y sociales. Justamente porque todos somos irreductiblemente diferentes y las diferencias son «hechos», se conviene en el principio de igualdad, esto es, en la igual dignidad social de todas las diferencias personales, sean naturales o culturales. En este sentido, el principio de igualdad es un principio normativo, del mismo género que el resto de los derechos fundamentales en los que se predica la igualdad. No refleja la realidad, sino que está contra ella. No es una descripción, sino una prescripción. Y es violado con bastante frecuencia, como lo son los derechos fundamentales, a causa de la divergencia entre normas y hechos, que siempre se da en alguna medida. Ni vivimos ni viviremos nunca en un mundo deónticamente perfecto.

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