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Trenes y cine


Cuando el cine estaba recién nacido lo llevaron a ver la llegada del tren a la estación de La Ciotat, en París. Cuando los parisienses fueron a conocer el cine recién nacido al teatro improvisado del Boulevard des Capucines, retrocedieron entre divertidos y aterrados al ver avanzar hacia ellos la locomotora fantasmagórica que crecía sobre la sábana en la pared. El tren era el movimiento, el cine era el movimiento. La máquina de vapor aceleraba el ritmo de la vida y el cine registraba ese ritmo en cada una de sus pulsaciones.

Las películas con trenes fueron, desde el principio, las que mejor demostraron que el cine no era otra forma de teatro o de vaudeville, sino, ante todo, acción al aire libre, desplazamiento que abría insólitas perspectivas y sensaciones. Cuando Edwin Stanton Porter creó con torpeza el esquema que todavía hoy se mantiene en las pantallas, el centro de gravedad para expresar ese nuevo lenguaje fue un tren, un asalto al tren. Si bien una buena parte de las escenas de The Great Train Robbery son rígidas y teatrales, la presencia del tren las vuelve definitivamente cinematográficas: el área cubierta por la cámara no tiene restricción, escenas cortas, tomadas desde diversos puntos de vista y que muestran diversos momentos de lo narrado se unen instintivamente de un modo inédito, cinematográfico. Una lucha a muerte tiene lugar encima de la locomotora, el vencedor arroja al otro del tren a toda marcha. Con el lenguaje del cine nacen también la violencia y la crueldad en el cine.

El tren es un objeto nostálgico y un objeto dinámico. El montaje de Griffith, el primer poeta del cine, utiliza maravillosamente este desplazamiento sobre rieles, estas paralelas que parecen unirse en el infinito, estas bielas vigorosas, este humo en orgulloso penacho. Años más tarde el ritmo sonoro y el silbato pasarían a integrar y a completar esta intensa sensación. En La operadora de Lonedale de 1911 Griffith nos muestra a Blanche Sweet como la telegrafista de estación amenazada de muerte por ladrones vagabundos. Todo lo esencial transcurre en el recinto donde se ve acosada por los malhechores. Pero en 1912 el director nos ofrece una nueva versión de la historia, A Girl and her Trust. En ella los bandidos se llevan consigo a la operadora (esta vez la bella Dorothy Bernard) y la suben a un carrito de rieles junto con el dinero robado. Los persigue y, finalmente, efectúa el rescate, una veloz locomotora conducida por el novio de la joven. La película no solo es un resumen ideal de todos los adelantos lingüísticos de Griffith en el montaje paralelo y el crescendo emocional, sino una obra maestra visual que sigue sobrecogiendo después de más de 80 años. Un par de años más tarde, en la cumbre de su inventiva y genialidad, otro tren está en el centro de la escena culminante, del aglutinante final de las cuatro poderosas historias entremezcladas de Intolerancia. El gobernador que viaja en él es el único que puede perdonarle la vida al protagonista, el joven Robert Harron. En un extraño auto de carreras Tod Browning se lanza a perseguir frenéticamante este tren hasta hacerlo detener. Final feliz.

Naturalmente que el género que mantiene el cuasimonopolio sobre los trenes es el western. Uno de los temas fundamentales de la joven mitología americana es la lucha entre la llanura desnuda y salvaje y la llegada irrefrenable de la civilización. Argumento de uno de los grandes subgéneros del cine del oeste es la construcción del ferrocarril por dos compañías rivales, una desde el oeste y otra desde el este, con el fin de unir el país con su camino de maderas y hierros. Este tipo de historias está construido alrededor de las reticencias, las especulaciones, las luchas con los grandes barones del ganado, las transformaciones de los caseríos lánguidos en ciudades. Todo esto ocasionado por la aparición del ferrocarril. Desde el cine mudo hasta Heaven’s Gate de Michael Cimino esta mirada a la empresa pionera de los ferrocarriles no ha dejado de fascinar. El primer clásico de este género es, sin lugar a dudas, The Iron Horse de John Ford, casi un documental. Los indios cabalgando desbocados al lado de los vagones, arrojando sus flechas incendiarias y trepando a los techos de los vehículos son, desde entonces, iconos imborrables para muchas de nuestras infancias.

No es de extrañar que cuando Rüdiger Vogler se aleja en un tren moderno en Alicia en las ciudades de Wim Wenders, después de haber compartido días de insólita ternura e intercambio humano con una niñita, en el periódico que está leyendo se alcanza a ver la noticia de que John Ford ha muerto. De ahí en adelante el cine ya no puede ser sino el monopolio de otro vehículo, aburrido, violento y destructor: el automóvil. Casi podría uno dividir la historia del cine en dos: el cine de trenes y el cine de automóviles. Estos se lanzan hoy a los abismos, se incendian, se vuelcan, se aplastan unos sobre otros, infinitas veces siempre idénticas, sin el más mínimo asomo de poesía.

Sin duda alguna que el mayor poema cinematográfico en honor del tren es La Generala de Buster Keaton. Para el genial cómico americano, apasionado de los procesos técnicos y de las maquinarias de todo tipo, la presencia en su película de varias locomotoras antiguas del tiempo de la guerra civil no es solo un motivo narrativo o humorístico. Estas máquinas son las verdaderas protagonistas de esta obra maestra y fueron escogidas con finísimo tacto y cuidado de coleccionista y puestas en acción con maravillosa perfección. En su primer gran largometraje, Nuestra hospitalidad, Keaton había ido hasta los orígenes del transporte férreo, reconstruyendo uno de los primeros trenes con una mezcla de reverencia y poesía irónica inimitables. En su ancianidad los ferrocarriles canadienses lo pusieron a promocionar su empresa con una bizarra pero hermosa película, en la cual el envejecido perfil pétreo de Keaton mantiene todavía la fuerza pionera que lo inmortalizó en los años veinte, de nuevo sobre un tren, rodeado del más hermoso paisaje.

Una de las primeras aplicaciones al cine narrativo de la vanguardia impresionista del decenio de los veinte fue La roue de Abel Gance, en la cual un padre y un hijo se disputan apasionadamente el amor de una mujer, en ambiente de patio de vías. Aquí el brillante montaje rápido de Gance fue aplicado por primera vez con todo su poder en secuencias inolvidables de trenes en movimiento. Para esta película el compositor suizo Arthur Honegger compuso una música en la que basó luego su pieza orquestal Pacific 231, música descriptiva de la marcha de un tren. Jean Mitry creó, a su vez, nuevas imágenes fílmicas para esta música en 1949. Poesía auditiva acompaña también al montaje fílmico en Nightmail, el bello documental promocional del correo británico hecho por Harry Watt y Basil Wright, dentro de la gran corriente documental inglesa de los años treinta. La música es de Benjamin Britten y el poema de Auden, que van narrando con cadencia rítmica y vanguardista los tipos de cartas que el correo lleva en una noche de Londres a Glasgow.

Como en La roue, parece que las pasiones e instintos humanos se enmarcan muy bien en los patios de vías, estaciones y cruces de carrileras. El hombre de la caseta de cambio de vías en Scherben (Fragmentos) del alemán Lupu Pick y el Jean Gabin que no puede controlar sus tendencias en La bestia humana de Renoir (vuelta a rodar por Fritz Lang como Human desire) se mueven en ambiente de siniestros presagios simbolizados por las imágenes del tren y su entorno. La película de Renoir, sin embargo, es también una fascinante descripción técnica, casi un documental sobre trenes, más que pura atmósfera simbólica. Dentro de esta tradición está el patético jefe de estación Bolwieser de Rainer Werner Fassbinder, humillado y ofendido bajo su clásica gorra roja en una cinta que está entre las mejores de su prolífico autor. Por los años cincuenta Bergman, émulo de las tradiciones expresionistas de los veinte, pone a la protagonista de Sueños de mujer en tentación próxima de suicidio, descrita en un brillante montaje de vías férreas durante un atormentado viaje entre dos ciudades suecas. Y en Doble indemnidad del vienés Billy Wilder, cine negro como el que más, la pareja de amantes asesinos planea su crimen uxoricida preparando cuidadosamente un accidente de tren. Anna Karenina (Greta Garbo o Vivien Leigh) termina su vida arrojándose bajo una locomotora, lo mismo que intenta la pobre bailarina de Las zapatillas rojas. Si el tren sobre el que James Dean viaja a buscar a su madre en el pueblo vecino es claramente un truco de retroproyección, en Al este del paraíso, no lo era el que acabó con la vida de su émulo polaco, el gran actor Zbigniew Cybulski durante una fatídica filmación. A Dean, en cambio, le tocó en suerte ser víctima del automóvil que lo embrujaba.

En Una mujer de París de Chaplin, había bastado el paso de luces y sombras sobre el rostro de Edna Purviance para indicar que su destino iba a transformarse totalmente de ahí en adelante. Pero nunca un tren fue más bello que el de cartón construido en estudio para Shanghai express de Josef von Sternberg. El paso de este expreso oriental con su misteriosa pasajera, Marlene Dietrich, se prestó a las más sofisticadas iluminaciones que se recuerden y al artificio más creativo del cine. En Breve encuentro, la obra maestra de David Lean, la pareja de Trevor Howard y Celia Johnson viven un cortísimo, intenso e imposible romance del cual solo es testigo la estación de un tren y un niño angelical que trabaja de noche en una estación de provincia. En I vitelloni, es la clásica alternativa de inocencia, siempre presente en el cine de Fellini, antes de que Moraldo parta a buscar su fortuna en Roma, en un tren que parte para no volver.

El vapor envuelve y resalta las hermosas piernas y el balanceante trasero de Marilyn Monroe en Una Eva y dos adanes. En Hitchcock, naturalmente, el tren es el ambiente esencial de historias como la simpática Una dama desaparece y la perversa Extraños en un tren en la que un excéntrico juega al asesinato con un campeón de tenis. Y en Intriga internacional el viejo maestro hace uno de sus comentarios más obscenos cuando comenta la luna de miel férrea de Cary Grant y Eva Marie Saint con la entrada al túnel del tren en el que están viajando (una escena que contó con remake de Fellini en La ciudad de las mujeres).

Pero hay trenes que expresan contextos y destinos más realistas. En las películas de la depresión y la guerra los trenes son vehículos que adquieren una connotación entre siniestra y esperanzada. Los hobo, vagabundos que viajan clandestinamente para ir a buscar fortuna (y a quienes Ernest Borgnine masacra sádicamente en El emperador del norte) emprenden una aventura entre la vida y la muerte. Por otra parte, los miserables que viven a la vera de las carrileras esperando algo de los pasajeros son tema en innumerables películas. Louise Brooks vestida de hombre salta a los trenes en uno de sus pocos y maravillosos registros cinematográficos; Joel McCrea, como un director de Hollywood disfrazado de vagabundo, experimenta esta violenta forma de vida en Sullivan’s Travels y Mary Stuart Masterson arroja desde el tren en marcha víveres robados para que sean recogidos por los hambrientos de los tugurios aledaños en la reciente Fried Green Tomatoes. Estos trenes de la depresión son la universidad del delito para Bertha Boxcar en una de las primeras películas de Scorsese. Los campamentos de la miseria son tan abstractos como inolvidables en Milagro en Milán, la película más insólita del neorrealismo. Chaplin viajaba siempre cómodamente debajo de los vagones, aun cuando llevara consigo sus palos de golf, en The Idle Class, o cuando era poseedor de un tiquete válido, en The Pilgrim. El escape hacia la libertad de dos convictos fue convertido en pura acción superficial y violenta por Andréi Konchalovski en El tren del escape en un guion que hubiera producido algo mucho más sugestivo en manos de su autor original: Akira Kurosawa. Una pareja sueca en destructora crisis matrimonial emprende un viaje por Europa en tren, durante el cual llega a conocer la barbarie bélica desde la ventanilla de su vagón, en una cinta del primer gran período de Bergman. Y no hay que olvidar las terribles imágenes de las vías férreas que conducen a los campos de exterminio, tan sobrecogedoramente presentadas por Alain Resnais en Noche y niebla.

El tren tuvo, naturalmente, un papel clave en la Revolución soviética. Alexandr Medvedkin creó su propio estilo de agitprop viajando por toda Rusia en un tren-centro de producción, proyectando películas y filmando nuevas. En la débil Zhivago de Lean no solo la estación tiene un papel preponderante sino también los trenes bolcheviques como símbolo de la nueva era. Y concluyamos diciendo que dos momentos poéticos e inolvidables de nuestro frágil cine colombiano giran alrededor del tren, de ese vehículo de antiguas esperanzas nacionales que fuera brutalmente reemplazado por las inhóspitas carreteras y los contaminadores buses. Surreal es el extraño encuentro de unos niños con el pasado en El vagón rojo, dulce-amarga la descripción de los jubilados del ferrocarril de Antioquia en la estación de Botero en La vieja guardia. Las dos pertenecen a la mejor inspiración de Víctor Gaviria y ambas documentan lugares y eventos que ya no existen.

“II treno dei desideri, che in miei pensieri all’incon-trario va” [El tren de los deseos, que en mis pensamientos camina hacia atrás] cantaba Adriano Celentano en su dolorida canción Azzurro. Como en las películas de Lumière hay un paralelismo continuo entre los trenes y el cine. Ambos son técnica y deseos, movimiento y serena contemplación, progreso y vuelta atrás.

Sin publicar, escrito en mayo de 1995

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