Читать книгу Páginas de cine - Luis Alberto Álvarez - Страница 15
ОглавлениеMaría Cano de Camila Loboguerrero
Bajo el cielo antioqueño
Crecí a pocos metros de la casa donde vivieron María Cano y su hermana La Rurra. La imagen de estas mujeres me fue transmitida por los recuerdos de los vecinos de más edad de esa carrera Villa entre Maturín y San Juan, que no olvidaban los extraños acontecimientos que tuvieron lugar alrededor de esa modesta construcción, que todavía hoy subsiste tal y cual y que no se parece en nada a la típica casa antioqueña usada para la película de Camila Loboguerrero. Ciertamente que el Medellín de los años veinte tampoco tiene nada que ver con la ambientación pueblerina en la cual la directora bogotana ubicó su historia cinematográfica y en la que ningún medellinense, ni viejo ni joven, puede ver huellas de su ciudad. Pero esto, al fin y al cabo, no es lo más importante.
Extraños acontecimientos de esa carrera Villa eran las acumulaciones de hombres, sin duda alguna operarios, que venían a hablar y a escuchar a la Flor del Trabajo y la esperaban afuera, hasta que salía de su casa para dedicarles ardientes y alentadoras palabras. Extrañas, ante todo, eran las sesiones espiritistas de La Rurra observadas con curiosidad y temor por los habitantes de las casas aledañas. Una historia que alguien me contó hace tiempo se quedó marcada en mi memoria; incluso llegué a pensar muchas veces que si alguien filmara esta historia, este tendría que ser el afiche, la imagen de reconocimiento: María Cano ante un gran grupo de obreros en algún lugar de la costa atlántica y un obrero musculoso y curtido que le abraza con firmeza las piernas, para que la fuerte brisa no eleve por los aires su pequeño cuerpo, mientras ella lanza al viento sus arengas. En una ocasión Eddy Torres me describió vagamente un recuerdo de infancia que también se me quedó grabado: María lo pone apresuradamente en los brazos de un obrero ordenándole que corra, que saque al pequeño a toda prisa de ese parque de Berrío donde se ha producido algo que amenaza disolver violentamente la manifestación en la que se encuentran: ¿la fuerza pública?, ¿una bomba? Imágenes, rasgos mitológicos, poéticos, que hubiera querido concretar de alguna manera. Con entusiasmo comencé a leer el libro de Ignacio Torres Giraldo sobre su compañera de luchas. Enorme decepción: biografía oficial, recuento retórico de hechos ideológicos gloriosos para la causa, descripciones impersonales, actas de partido, realismo socialista, palabras tras las cuales resultaba imposible descubrir a un ser humano.
Para mí la fascinación de María Cano es esa absurda mezcla de niña bien bajo el cielo antioqueño con Juana de Arco; de fundadora del partido comunista colombiano con santa diosa materna que se dirige a los obreros llamándolos mis palomitos; la fascinación que produce un personaje amasado con tradiciones e innovaciones, contradictorio y apasionante, el tipo de personaje que encarna, por ejemplo, Débora Arango y que, con excepción de ciertos momentos en Carrasquilla, parece aflorar por primera vez literariamente en las novelas de Fernando Vallejo, posiblemente las únicas escritas aquí que retraten nuestras contradicciones de fondo, nuestra enigmática esencia y no solo los excesos que esta produce.
Naturalmente que también existe la posibilidad de una aproximación épica al personaje, dejando de lado lo intimista. El significado de María Cano como hecho de conciencia política aislada dentro de un marco de estructuras feudales y en una época de total ceguera social; el significado de María Cano como presencia femenina decisiva y decisoria, en un mundo conformado desde las raíces por la perspectiva del macho. Y están, claro está, los acontecimientos históricos, la masacre de las bananeras, el surgimiento de un movimiento obrero, el planteamiento de reivindicaciones hasta entonces inauditas, la situación precisa en su tiempo, las perspectivas hacia el futuro, etc.
El problema de la María Cano de Camila Loboguerrero es que no se decide a ser ni lo uno ni lo otro. Por una parte la directora (y Focine) se dejaron llevar por la tentación de hacer una reconstrucción histórico-política modestamente espectacular, con énfasis en la recreación de trajes y ambientes, en la reproducción visual de época. Como suele pasar, este tipo de cine se vuelve exhibición de sastrería y anticuario, recopilación de objetos y muebles cuya yuxtaposición no produce por sí sola autenticidad. La atención del director se concentra casi exclusivamente en estos elementos externos y termina olvidándose de lo esencial, la concepción narrativa, la creación de la complejidad de los personajes.
No hay una penetración psicológica en el personaje de María ni en el de Torres, ni en la naturaleza de su relación. No hay una articulación de sucesos y un desarrollo plausible de los acontecimientos, la evolución de un estado de conciencia. A María le basta una visita a un barrio popular para convertirse, de repente, en luchadora consciente y agresiva, en la Flor del Trabajo, en la liberadora canonizada y reconocida desde el comienzo. En lugar de centrarse sobre unos pocos elementos, la directora y sus guionistas creyeron tener que mencionar o elencar todas las etapas importantes de la vida de su personaje y su película va saltando de una a otra de estas etapas sin hacerle la debida justicia a ninguna. El personaje que se queda fuertemente en la memoria, por la calidad de la actuación y la presencia, es el de la hermana de María, La Rurra, pero la película, el guion no tiene para ella un lugar que no sea de anécdota colateral, un lugar que la integre adecuadamente en el mundo de María.
Pero tampoco funciona adecuadamente la mirada política e histórica, que se queda en evocación, en celebración superficial, que supone, erróneamente, que el espectador debe estar enterado del contexto y que, por tanto, solo hay que recordárselo con algún detalle. Ese error, que es el de las series históricas de la televisión colombiana, es un quedarse estancados en el esquema narrativo del cine primitivo de comienzos de siglo, que presuponía que el espectador había leído las populares novelas en que se basaba y cuyo placer era solo el de permitir el reconocimiento superficial de lo experimentado en la lectura.
Sin duda alguna que para las condiciones del cine de este país, hubiera sido mejor crear una historia simple pero redondeada, unos personajes de carne y hueso, centrarse en un par de momentos claves dramática y temáticamente, transmitir la imagen del personaje histórico condensada pero efectivamente. Se hubiera podido prescindir de la parafernalia, que cuando se queda a medio camino resulta siempre más penosa que útil. No hubiera sido necesario hacer costosos cambios de localidad de rodaje. Con un guion bien elaborado y una imágenes inteligentemente planeadas no hubieran sido necesarias imágenes de manifestaciones masivas (que en la película son desmayados remedos) ni la casi grotesca puesta en escena de la masacre de las bananeras y de la recolección de los cadáveres. A veces las elipsis, las sugerencias, lo que se intuye aunque no se vea, no solo es mucho más barato sino mucho más arte. Pero está siempre el problema de buscar los equilibrios imposibles. Camila Loboguerrero, representando los intereses de la Compañía de Fomento Cinematográfico, no podía soñar con hacer lo que ella quería, tenía que buscar la actriz reconocible por la gente, hacer las escenas para que la gente dijera que nuestro cine ha progresado mucho, mezclar en cantidades iguales posibilidades de taquilla, mensaje feminista, identidad nacional, proyecciones a festivales internacionales, trabajar con la pesadilla, la espada de Damocles que amenaza con hundirlo a uno definitivamente y sin redención como creador. Pero estas mezclas esquizofrénicas e indigestas no pueden producir nada coherente. Y parece que cada realizador colombiano se obligara a escarmentar en carne propia en lugar de aprender de los fracasos de sus antecesores.
El problema es, una vez más, que estamos hablando de un cine colombiano que, en caso de estar vivo, yace en estado cataléptico con muy pocas posibilidades de reanimación. La única manera sería recomenzar de cero, con el único presupuesto de base de aprender de las malas experiencias. Seguimos necesitando un cine nacional, pero tal vez debemos dejar de lado la ilusión de que el Estado pueda apoyar una libre expresión en este campo. Por eso es un poco amargo ponerse en el trance de expresar la desilusión ante una película como María Cano, cuando uno quisiera que, por lo menos, se estuvieran produciendo películas como ella, como cualquier otra y no encontrarse en esta ausencia culpable y nefasta de imágenes nuestras.
El Colombiano, 20 de octubre de 1991