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En los cien años del cine

La elocuencia del cine mudo


En El séptimo sello de Ingmar Bergman el caballero Antonius Block y su escudero regresan de las cruzadas a una Europa plagada por la peste. El caballero le pide al escudero que le pregunte algo a un hombre que está sentado a la vera del camino. El escudero se acerca y descubre con horror un cadáver de cuencas vacías. Regresa entonces al lado del caballero para informarle que no fue posible conseguir ninguna información de parte del hombre y cuando Antonius inquiere si este no dijo nada el escudero responde: “Oh sí, al contrario, fue particularmente elocuente”.

Elocuente y sobrecogedora es la imagen, como lo son todas las creadas por Bergman, un realizador cuya potencia esencial está en escudriñar los paisajes dictados por el alma sobre los rostros de los seres humanos. Su tradición es la de Dreyer y Sjöström, esos escandinavos cuyas imágenes y composiciones abren abismos insondables, revelan situaciones inéditas sin necesidad de una palabra que las refuerce. Dreyer y Sjöström hicieron sus obras más importantes dentro de lo que todavía hoy se llama cine mudo.

La expresión cine mudo sugiere una carencia, una privación. Hay una estética oportunista que se aprovecha de la falta de ciertos elementos técnicos para proclamar una esencialidad, una substancialidad que prescinde de lo accesorio. Fue la época de los teóricos que afirmaban que solo el cine en blanco y negro tenía derecho a ser llamado arte. El cubano García Espinosa glorificaba la imperfección como elemento constitutivo del cine latinoamericano, obviamente una fácil coartada. Y sin embargo, si bien hay un gran arte de lo mínimo, de la belleza por substracción, hay también un arte enorme de la adición, de lo exuberante, de lo abundante. “Dadme lo superfluo y sabré arreglármelas sin lo esencial” (o una frase parecida) decía con sorna Oscar Wilde.

Otros prefieren hablar de cine silente, una expresión un tanto rebuscada que intenta describir más positivamente las imágenes en movimiento sin banda sonora. Viene entonces la glorificación del silencio como elemento conformativo y el convertir la experiencia cinematográfica en un equivalente de la experiencia mística de la meditación.

En realidad el cine no fue casi nunca mudo, ni silencioso. Hay quien dice que el público pudo haber optado mucho tiempo antes por una banda de diálogos sincronizada, ya que la base técnica para hacerlo es muy anterior a 1927, el año del gran cambio, y se habían realizado varios ensayos. El público prefirió, sin embargo, seguir unos cuantos años con un cine que se había desarrollado de una manera sorprendente y que de 1919 a 1927 produjo una serie asombrosa de impecables y exuberantes obras maestras, acompañadas siempre con música, grandes orquestas u órganos en los grandes teatros, piano y violín más o menos afinados en los pequeños, coloreadas con bellos virados y un par de veces con auténticos colores en el recién desarrollado technicolor, con imitación en vivo de los ruidos e, incluso, como en el Japón, con la misteriosa presencia de un banshi, un experto que iba narrando la película y haciendo todos los papeles, masculinos y femeninos e, inclusivo, cambiando a su amaño los sucesos.

Nada, pues, de silencio ni mucho menos de mudez. Con la mudez tiene que ver la pantomima, la comunicación estrictamente gestual. Casi nunca los actores del cine de los años diez y veinte fueron mimos. Chaplin solo de vez en cuando, casi de modo complaciente (como en las famosas escenas del zapato y los panecillos en La quimera del oro o en la narración de David y Goliat en El peregrino). Un director un poco exótico como Leopold Jessner puso en El espíritu de la tierra a su Lulú, y demás personajes de la obra teatral de Franz Wedekind, a expresarlo todo con gestos y movimientos, sin mover los labios. Pero esta es una experiencia altamente estilizada y fatigosa. La Lulú de la fascinante Louise Brooks y su director Georg Wilhelm Pabst (en La caja de Pandora) que sí habla con regusto aunque no se oiga el tono de su voz, es mucho más moderna y fascinante que la lánguida Asta Nielsen de Jessner.

Los actores de las grandes y pequeñas películas desde Griffith hasta Pabst hablan todo el tiempo. Es posible incluso leer las frases en sus labios y la gente de la época sabía hacerlo a perfección, ¡“He’s my father!” exclama adolorida Paulette Goddard en Tiempos modernos mientras abraza el cadáver del anciano que la policía acaba de abalear. Y no hay ningún intertítulo escrito que confirme esta exclamación, obvia para todo el mundo, incluso para los que no entienden inglés.

El arte cinematográfico que murió en 1927 por la desaforada codicia de los mercachifles no es definible fundamentalmente en términos de carencia de banda sonora. Es un arte desarrollado a partir de las geniales intuiciones y soluciones de David Wark Griffith y que llegó a presentar el flujo de las imágenes con un virtuosismo y una perfección todavía no superadas. Quien haya visto el Ben-Hur hecho por Fred Niblo en 1925, con sus potentísimas secuencias de la batalla naval y la carrera de cuadrigas, tendrá que admitir que la versión en pantalla panorámica y sonido estereofónico realizada por William Wyler a finales de los cincuenta y que seguimos viendo en la Semana Santa es solo una plana imitación, si acaso un homenaje.

Solo quien no conozca El viento de Sjöström, Amanecer de Murnau, Intolerancia de Griffith, Sherlock Jr. de Keaton, Napoleón de Abel Gance o Una página de locura de Kinugasa podrá afirmar la torpeza de que el llamado cine mudo fue algo así como una etapa imperfecta en el camino hacia Batman o Jurassic Park. En 1927 murió un arte y luego surgió otra cosa, más o menos emparentada con él, que ha producido también unas cuantas cosas grandes y apreciables. Fue un arte que murió dejando muy pocos rastros, llevándose la fórmula a la tumba. Su grandeza no tenía que ver tanto con el silencio como con el poder visual.

Viendo y oyendo las reacciones del público frente a las comedias de las décadas del diez y del veinte se me ocurre que el cine auténtico tiene una capacidad de comunicación y de sensibilización que no exige conocimientos ni información previa. La risa frente a las catárticas agresividades del Gordo y el Flaco, la fascinación frente a los poemas surreales de Keaton perseguido por toda la policía neoyorkina o volando en balón sobre una catarata obtienen una respuesta inmediata de comprensión y complicidad de niños, adolescentes y ancianos que uno no descubre nunca en las miradas obtusas frente a un programa de televisión o a las banalidades salvajes del llamado cine de acción. Significa que hay algo que no está muerto y que es preciso conservar y que, si bien no es posible presentar ante este público las expresiones cinematográficas de las nuevas generaciones en todos los países, hay que cultivar la receptividad y la respuesta inteligente con estas imágenes vivas del pasado.

Viendo imágenes de películas olvidadas, hechas en las dos primeras décadas del siglo para entretenimiento de fin de semana, se descubre más poesía que en muchos volúmenes de publicaciones de versos y una imaginación visual más rica que la que pueda encontrase en diez bienales de artes plásticas. Pienso, por ejemplo, en Colleen Moore vestida de novia, que se cree abandonada por su prometido e intenta suicidarse tirándose en el suelo mientras que los carros la eluden indiferentemente por milímetros. O pienso en un Lloyd Hamilton, a quien hoy casi nadie conoce, en un juego de absoluta precisión y ritmo, entrando y saliendo de un tren metropolitano, persiguiendo un pato en las circunstancias más absurdas que pueda pensarse. O en un Lupino Lane de bello rostro y unos movimientos de una agilidad casi sobrehumana e inexplicable. O en la bella puesta en escena de Larry Semon en una cárcel de múltiples pisos y celdas con desplazamientos en perfecta coreografía. O en Fatty Arbuckle y Mabel Normand flotando en el océano en su propia vivienda. O en Charley Chase bailando con una muñeca. O en Harold Lloyd consiguiendo niños prestados para obtener una herencia condicionada. Es lógico que hay imágenes y situaciones que se repiten, clisés y momentos de menos inspiración, pero, en general, es difícil encontrar en estas películas la sensación de tedio, de rutina. Todas son el fruto de una profesión ejercida con placer supremo, sin ejecutivos y sin burócratas. Otro es el caso de la gran mayoría del cine contemporáneo y de esa tecnología absorbente que es la televisión y que en sus años de existencia, que ya son muchos, no ha logrado todavía crear nada que tenga que ver con arte.

El Colombiano, 5 de febrero de 1995

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