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Consideraciones sobre los cien años de una técnica, un lenguaje y un arte

El cine: la luz (Lumière) que vence la muerte


28 de diciembre de 1895. El día de la primera exhibición abierta del cinématographe de los hermanos Lumière ha sido establecido, por acuerdo más o menos generalizado, como fecha oficial del nacimiento del cine. Pero hay quienes no están particularmente contentos con esta decisión, por ejemplo los norteamericanos. Y es que, en realidad, habría varias cosas por definir antes de unificarse en un día concreto para realizar la celebración. ¿Cuál es exactamente el evento centenario que se cumple? ¿Tiene que ver con una técnica?, ¿con un lenguaje?, ¿con un arte?, ¿con un medio de comunicación? ¿No hay, acaso, hechos importantes que comenzaron a existir antes y después de esta fecha y que pueden considerarse más significativos, más prioritarios?

Los franceses, quienes siempre han mirado al cine como su criatura, celebraron el 19 de marzo de este año el centenario de la primera película. Fue en ese día de 1895 cuando Louis Lumière plantó su cámara frente al portón de la fábrica de productos fotográficos de su familia en Lyon para fotografiar en movimiento la salida de los obreros y obreras después de su jornada de trabajo en el que fue, aparentemente, su primer ensayo cinematográfico.

Además nos resulta, no es ningún descubrimiento, que algunas películas antiguas destinadas al kinetoscopio, como el famoso estornudo de Fred Otis, el baile de mariposa de Annabelle y las contorsiones de Sandow el hombre fuerte, fueron filmadas en Estados Unidos en el estudio Edison, por lo menos un año antes de las primeras películas de Lumière. Sabemos también que las imágenes registradas con el bioskop de los hermanos berlineses Skladanowsky fueron presentadas públicamente días antes del evento francés del día de inocentes. ¿Tiene entonces sentido una fiesta con una datación tan precisa como la de diciembre de 1895?

Digamos, entonces, que la fecha exacta del nacimiento de la técnica que registra y reproduce fotográficamente el movimiento es francamente discutida e incierta. Pero ¿es ello realmente tan importante para los que no somos ni físicos ni aficionados a las invenciones? Para nosotros, los apasionados del cine como instrumento narrativo, contador de historias, lo que realmente interesa no es tanto una máquina con determinado funcionamiento, sino lo que ciertas personas han creado sirviéndose de ella. En este sentido tendríamos ante nosotros todavía dos importantes centenarios por venir, cuya celebración sería muy difícil de concretar en un día, incluso en un año preciso, pero que, ciertamente, se ubicaría en las primeras dos décadas del siglo que está por comenzar: el del cine como lenguaje y, posteriormente, el del cine como arte.

El aparataje cinematográfico clásico que conocemos (rollos de celuloide perforado, grifas, cruz de Malta, cámara oscura) tiene fuertes probabilidades de desaparecer pronto. Pero quienes lo emplearon en los primeros años desarrollaron algo mucho más importante: un lenguaje. Ese lenguaje perdura más allá de la técnica empleada y es el que posibilita hoy gran parte de la comunicación global en sus formas más sofisticadas. El lenguaje con el que comenzaron a narrarse las primeras historias de cine es el mismo que hoy, sin cuestionarlo fundamentalmente, siguen empleando la televisión y todos los medios audiovisuales, el lenguaje que se transmite por satélites y redes de gigantesco alcance, el lenguaje del entretenimiento y de la comunicación científica.

Se puede decir, y es más adecuado, que los cien años del cine conmemorados en este diciembre de 1995 son, más que otra cosa, el pretexto para hablar de algo que ha reflejado, iluminado y vitalizado muchas experiencias humanas, la ocasión de reflexionar sobre esta técnica, sobre este lenguaje y este arte que nos han acompañado durante cerca de diez décadas, creando una alternativa, original y muy propia de nuestra época, a la expresión plástica y literaria tradicional. En el cine casi todos hemos visto reflejados muchos sueños, casi todos abrigamos tesoros de recuerdos y asociaciones, hemos visto de cerca mundos antes inalcanzables, sombras con entidad casi real que hemos llegado a amar y con las cuales hemos llegado a identificarnos. Por ello es una celebración tan placentera, tan amable, tan universal, tan desprovista de barreras ideológicas. Por ello podemos aunar a Griffith con Eisenstein, a Capra con Tarkovski, a Bresson con Fred Astaire, a Glauber Rocha con Brigitte Bardot, a Groucho, Harpo y Chico Marx con Solanas y Getino, a Leni Riefenstahl con Santiago Álvarez, sabiendo que en todos esos fantasmas en movimiento, proyectados sobre una pared como en la cueva platónica, late algo más profundamente humano que simples matrículas políticas, más incluso, que la inhumanidad de algunos de sus creadores y protagonistas.

Indudablemente Louis Lumière tiene méritos para que su paternidad cinematográfica sea reconocida, más allá de la aproximación meramente curiosa y científica de los empleados de Edison. Las películas filmadas en el estudio Black Maria en New Orange, Nueva Jersey, son hoy, más que nada, curiosidades arqueológicas. Es cierto que, técnicamente hablando, esas cintas son cine verdadero, pero, como siempre, la expresión, digamos la estética, está condicionada por las posibilidades técnicas, y las que tenía este pequeño invento norteamericano eran francamente limitadas, se movían en un callejón sin salida. La limitación de la filmación a un estudio negaba desde el principio una aproximación documental, el registro auténtico de la realidad y convertía sus temas en ingenuas actualidades reconstruidas. Personajes famosos en su época como la bailarina Annabelle, como Sandow el hombre fuerte, como el primer campeón mundial de boxeo Jim Corbett tenían que imitar su propia realidad ante las negras cortinas del estudio Edison y limitarla a los breves segundos del rollito para el kinetoscopio. La visión de estas películas era individual y la posibilidad de establecer algún patrón narrativo en estos escasos segundos era nula. Si bien las imágenes se movían, en realidad no podían contar nada especial, eran poco más que las fotografías de un álbum, o tal vez menos, porque no existía la opción de contemplarlas largamente, de observar sus detalles, de disfrutar de su ambiente.

El arcaísmo de las imágenes Edison, pese a su buena calidad técnica, no tiene comparación con el mundo que evocan y transmiten las cintas, por breves que sean, de la producción Lumière. No existe un mundo Edison, pero sí un mundo Lumière, casi una estética Lumière. De las películas hechas en Nueva Jersey se puede colegir muy poco sobre la época y la sociedad en que se hicieron. El cine de Lumière es tan fuerte en sus imágenes como mucha de la gran pintura de la Belle Époque, tiene el aire de Cézanne, de Renoir y Monet, nos mete directamente en los ambientes de Proust, pero también en los de Zola y Maupassant.

El de Lumière es cine como lo conocemos hoy, y en este sentido su apropiación del centenario del medio es legítima, no solo por su forma de exhibición, por haber sido desde el principio medio de comunicación y experiencia grupal, por haber descubierto la magia del disfrute colectivo en la sala de cine, sino también por el tipo de sensibilidad de sus creadores. Louis, más que Auguste Lumière, fue el hombre detrás de la cámara y fue su modo de mirar el que marcó el derrotero. Consigo traía las tradiciones pictóricas que habían establecido desde muy pronto a la fotografía como una nueva forma de arte. La fábrica Antoine Lumière et ses Fils era una empresa prestigiosa. De hecho era la única en Europa que competía sin miedo con la Eastman Kodak norteamericana en el campo fotográfico. En las películas de los Lumière vive una tradición compositiva, una concepción de la luz que aparece casi espontáneamente en la obra de alguien cuyos ojos están entrenados para mirar bellamente.

Es obvio que el arte cinematográfico se hizo posible solo varios años después, cuando el desarrollo del montaje, la actuación cinematográfica, la iluminación controlada y otros elementos permitieron un tipo de narración con características propias. En unos cuantos segundos de película estos elementos todavía no podían estar presentes. Pero en el cine Lumière hay con frecuencia arte fotográfico e incluso arte pictórico. Por ejemplo en la maravillosa imagen de la playa en la que los niños recogen cangrejos mientras sus padres se pasean plácidamante por la arena o en el dramatismo de las mujeres sobre un muelle que contemplan a los hombres en una barquichuela sacudida por las olas, o en la famosa llegada del tren a la estación de La Ciotat que nos da una abigarrada descripción de época en los diversos tipos de personas que bajan de los vagones, se suben a ellos o simplemente esperan alguna llegada. La calidad fotográfica de estas películas todavía asombra, es la misma que impresiona en el gran arte del retrato y el paisajismo fotográfico del siglo xix, insuperado todavía por las técnicas de comida rápida que dominan hoy en la fotografía casera y popular.

Louis Lumière, como Cristo con sus discípulos, envió muy pronto a sus camarógrafos por el mundo. Se trataba de anunciar el mensaje por el mundo y de recoger las imágenes nunca vistas de eventos, paisajes y culturas. Algunos, como Alexandre Promio, prolongaron la calidad de imágenes del patrón, otros producían imágenes más indiferentes. El arte Lumière no fue, en sí mismo, muy lejos, porque la evolución hacia lo narrativo en lo ficticio y en lo documental la realizaron otros. En todo caso, su manera de mirar está en el origen de uno de los dos polos permanentes del cine hasta nuestros días, el del cine como instrumento de reflejo de la realidad. Con uno de sus brillantes juegos de palabras Jean-Luc Godard hablaba de les années Lumière, una denominación que sirve tanto para referirse al concepto astronómico de años luz como para calificar una de esas dos formas dialécticas que han dominado el desarrollo del cine desde sus mismísimos comienzos; del cine sobre la realidad, Lumière fue el padre fundador, así como Georges Méliès fue el creador para el cine del país de sombras, de la imaginación, de la fábula, de la ficción, de la magia, de los efectos especiales.

Lumière sintió desde el principio la fascinación de registrar el mundo a su alrededor, sin afeites, sin manipulaciones. Comenzó captando en sus películas a los obreros de su fábrica, el desayuno del bebé de su hermano Auguste Lumière y su cuñada o la partida de cartas de su padre y sus amigos, para irse abriendo cada vez a realidades más amplias e, incluso, probar tímidamente la ficción. Después, sus camarógrafos fueron por el mundo documentando reinos, costumbres, asombros y barbaries. Su cine es el inicio de esa importante parte del cine, comprometida estrictamente con lo real, el cine de viajes, por ejemplo, el cine antropológico, el cine científico, el cine político, el cine realista (poético o descarnado), el cine documento, el cine que llamamos, simplemente, documental.

La fecha, pues, en que los hermanos Louis y Auguste Lumière presentaron su cinematógrafo es con justicia, si bien no con exactitud, acta oficial del nacimiento de una técnica, un lenguaje, un arte y un medio de comunicación, cuyo proceso de conformación es, sin embargo, mucho más complejo y abarca varias décadas y varios inventores. Con todo, la presentación en el Salon Indien sigue teniendo los elementos románticos para ser considerada el inicio de algo que ha marcado enormemente el comportamiento, la vida y los valores del siglo que siguió y ello tiene su aliento profético en la que es, tal vez, la primerísima crítica cinematográfica, escrita por un redactor del periódico Poste, quien asistió a la legendaria proyección del 28 de diciembre de 1895 y que en la edición del día 30 expresa así su entusiasmo:

Los señores Lumière —padre e hijos— de Lyon, ayer por la noche habían invitado a la prensa a la inauguración de un espectáculo verdaderamente extraño y nuevo, cuya primera exhibición había sido reservada al público parisiense. Imagínese una pantalla ubicada en una sala, por cierto no demasiado grande. Esta pantalla es visible para el público. Sobre la misma aparece una proyección fotográfica. Hasta aquí nada nuevo. Pero, de repente, la imagen de tamaño natural, o reducida según las dimensiones de la escena, se anima y se hace viviente. Hay una puerta de una fábrica, que se abre dejando salir una multitud de obreras y obreros, algunos en bicicleta, con perros que corren y coches; todo se anima e inquieta. Esto representa la vida misma, el movimiento tomado en vivo. Aparece después una escena íntima. Una familia reunida alrededor de una mesa. El niñito deja escapar de los labios el biberón que el padre le ofrece, mientras la madre sonríe. Al fondo, los árboles se agitan. Se ve cómo un golpe de viento levanta el babero del pequeño. Y, finalmente, ¡el vasto Mediterráneo! El mar está primeramente inmóvil. Un joven de pie sobre un muelle se apronta a lanzarse sobre las olas. Todos admiran este gracioso paisaje. En un momento dado las olas avanzan espumantes y el bañista se sumerge, seguido por otros nadadores. El agua burbujea después de la zambullida para romperse sobre sus cabezas. En cierto momento son arrastrados y se deslizan sobre las rocas. La fotografía, entonces, ha cesado de fijar la inmovilidad. Perpetúa, ahora, la imagen del movimiento. Cuando estos aparatos sean de público dominio, cuando todos puedan fotografiar a los seres queridos, no ya en forma inmóvil sino en el movimiento de la acción, en sus gestos familiares y con las palabras a flor de labios, la muerte cesará de ser absoluta.

Pero fue en los primeros años del nuevo siglo xx cuando comenzó a conformarse un lenguaje que permitía, sirviéndose de las posibilidades de la nueva técnica, una narración de complejidad y riqueza creciente. La yuxtaposición de varias imágenes, los cambios de perspectiva que permiten las diversas angulaciones, los asombrosos resultados que ofrece no solo el registro del movimiento sino el movimiento y desplazamiento mismo del aparato registrador hicieron surgir primeras verdaderas historias cinematográficas, más allá de los cuadros en movimiento, historias que llegaron a su primera y todavía primitiva pero impresionante culminación, en El gran robo al tren del norteamericano Edwin Stanton Porter.

Disponiendo ya de una técnica y de un lenguaje la expresión cinematográfica se fue cuajando en industria, en la producción de obras destinadas a ser distribuidas y exhibidas masiva e internacionalmente y con grandes ganancias. La técnica, el lenguaje y la actividad industrial han progresado mucho desde entonces aunque se han mantenido fundamentalmente los mismos. Los productos cinematográficos tienen diversas funciones y destinaciones, desde lo didáctico hasta la publicidad, desde el entretenimiento hasta la propaganda política, pero hay una de estas funciones que es particularmente interesante: el cine como expresión artística. Una vez establecidos los elementos narrativos fundamentales, el cine de la segunda década del siglo comenzó a presentar variantes novedosas, estéticamente brillantes, expresión compleja de sus creadores. David Wark Griffith, quien creó algunos de los elementos esenciales del lenguaje del cine, fue también el primero en imprimirles calidad estética, en hacer cine como arte.

Las imágenes en movimiento nacieron en la última década del siglo pasado, los balbuceos de un lenguaje narrativo de esa técnica comenzaron a aparecer en los primeros años de este, pero la estructuración de todos los elementos fundamentales de ese lenguaje y su subsiguiente uso para crear una nueva expresión artística son obra de un solo hombre: Griffith.

De 1908 a 1912, Griffith hizo cerca de 400 películas de uno y dos rollos para la Compañía American Mutoscope and Biograph y en ese breve período organizó, creó, desarrolló y llevó a una madurez, todavía no superada en lo esencial, la narrativa cinematográfica. Desde 1914 Griffith utilizó lo realizado en la Biograph en sus obras maestras de largometraje y, al mismo tiempo, le dio el vuelco fundamental a una industria artesanal y primitiva y la convirtió en el medio de expresión más universal e influyente conocido hasta entonces. Por eso, conocer su obra es aprender el alfabeto fundamental del cine, ir a las fuentes esenciales de todo lo que hoy se narra en imágenes, en el cine y en la televisión y en otros medios afines. Casi todas las artes tienen su origen en períodos legendarios de la humanidad y resulta imposible rastrear y describir el proceso que las llevó a cabo. Si aceptamos que con el lenguaje del cine se han producido obras de arte, tendríamos que admitir que, de modo completamente excepcional, se trata de la única expresión estética cuyo surgimiento ha tenido lugar en nuestra época y la única que se nos ha permitido observar directamente en todas las fases de su desarrollo. En realidad, el cine es el primer lenguaje artístico y narrativo de la era de la reproducibilidad técnica y la recepción masiva. Es, por tanto, el punto de partida de la comunicación moderna en una buena parte de su espectro: radio, televisión, video.

Lo asombroso es que el cine como medio técnico no tiene sino cien años y como expresión artística no más de ochenta. Sin embargo, el ritmo desenfrenado de este siglo ha hecho que tenga ya su propia arqueología, su propia porción de historia perdida en el tiempo y en la memoria y una época pionera que parece más lejana de lo que cuentan los calendarios. Y más asombroso aún es que la conformación de ese lenguaje y la creación de ese arte hayan sido, en lo esencial, la obra de una sola persona, no de alguien que lo creó todo de la nada, sino del único que logró recoger todas las intuiciones, las casualidades, los pequeños ensayos y convertirlos en un corpus, en una gramática esencial a la que, desde entonces, no se le ha añadido nada que la altere fundamentalmente. Y es que, en realidad, sin Griffith hasta la más banal de las cuñas televisivas que hoy contemplamos con gesto aburrido no serían posibles, como tampoco lo sería ninguna de las películas que vemos en los teatros o en los canales que llegan hasta la ventana abierta de nuestro televisor.

De ahí que tenga sentido lo que, al principio, puede parecer una hipérbole descabellada, que un clásico de la pantalla como el soviético Serguéi Eisenstein afirme: “Él es Dios Padre, él lo creó todo y lo inventó todo. No hay un solo cineasta en el mundo que no le deba algo”. O que el sensible e inspirado escritor americano James Agee no dude en decir que “observar su obra es como ser testigos del comienzo de la melodía, del primer uso consciente de la palanca o la rueda, de la emergencia, coordinación y primera elocuencia del lenguaje, del nacimiento de un arte”.

William K. Everson, un gran estudioso de los primeros años del cine, resume el aporte de David Griffith de esta manera:

Antes de que apareciera Griffith no existía, literalmente hablando, ni el montaje, ni la gramática del cine y ni siquiera el arte de la dirección cinematográfica. Si observamos cualquier filme de 1901 comprobaremos que no había cohesión, nada que fusionara el material en un todo coherente. Antes de Griffith no existía lo que puede denominarse realmente un director. Cuando llegó Griffith, comprendió que había todo un potencial a disposición. Griffith desarrolló muchísimas ideas propias pero, ante todo, unió todos los elementos ya existentes y creó con ellos, literalmente hablando, un lenguaje cinematográfico. A partir de 1908, cuando filmó su primera película, se inició gradualmente la evolución de un verdadero lenguaje del cine, del cual derivan realmente, en un sentido u otro, todos los filmes actuales.

Hoy, la celebración de los, más o menos, cien años en que esta técnica, este lenguaje, esta industria y este arte nos han acompañado consiste en revivir estas y otras etapas, mostrando cuáles han sido las más imprescindibles por su originalidad y creatividad, ilustrando los momentos en que elementos importantísimos en el arte como espacio, tiempo, luz, perspectiva, composición, color, ritmo, etc., se integran de modos insólitos y atractivos a la creación cinematográfica. Será la ocasión de festejar, de rememorar, de organizar un pasado sucedido en desorden, de hacer un alto e intentar imaginar lo que nos espera de ahí en adelante. Celebrar el cine es celebrar el lenguaje más auténtico de nuestro siglo, el más propio de los años que nos ha tocado vivir, celebrar un lenguaje que ha marcado costumbres, mentalidades, que ha roto aislamientos y comunicado las culturas más dispares. El lenguaje que el cine impuso es el mismo que hoy hablan la televisión y los medios electrónicos más sofisticados, son las mismas técnicas de expresión que siguen utilizando la información y la educación, así como las múltiples formas de entretenimiento. Celebrar los cien años del cine no es solo, pues, la actitud nostálgica y placentera de recordar aquellos cálidos recintos donde se agigantaban los sueños, sino reflexionar en un hecho que ha marcado en profundidad la vida de una época.

Tenemos también, en 1995, una buena oportunidad de reflexionar sobre el cine como propuesta educativa, como parte esencial del crecimiento humano. Hoy, cuando una gran cantidad de hogares tienen cámaras de video para registrar los acontecimientos más importantes de su vida, es absolutamente importante enseñar a ver y a expresarse con imágenes. El punto de llegada de una serie de descubrimientos e invenciones (algunos de ellos a través de muchos siglos) se convirtió en una nueva y estimulante evolución: primero el registro crudo de la realidad, después la entrada al mundo de la imaginación desaforada con el cine de Méliès y luego, paso a paso, el descubrir que una serie de imágenes adecuadamante relacionadas podían llevar a narrar con una complejidad y una belleza insólitas, como la pluma de un novelista o el pincel de un pintor de frescos o escenas íntimas. Es apasionante perseguir lo que en cien años ha sucedido, a partir de las imágenes primitivas y tiernas de la pareja de Auguste Lumière y su bebé, de los niños cogiendo cangrejos en la playa, del tren saliendo de la estación Jerusalén, hasta la complejísima trama de imágenes e historias de un Bertolucci, de un Godard, de un Scorsese o un Fassbinder. Eso es lo que los que amamos el cine intentaremos evocar, presentar, desplegar en este año, escribiendo, exhibiendo cine, mirándolo, continuando en el camino de explorar sus posibilidades.

El Colombiano, 30 de septiembre de 1994

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