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Confesión a Laura de Jaime Osorio

La fuerza de la modestia


La única información sobre el estreno en Medellín de Confesión a Laura fue un aviso insignificante en la página de cines. De promoción ni hablar, mucho menos de una invitación a la prensa para que conociera la película y pudiera escribir oportunamente de ella. El espectador normal no tiene modo de saber que se trata de una película colombiana a no ser por deducción, al ver el nombre de Vicky Hernández. No tiene modo de saber, además, que la película ha sido estrenada, alabada y premiada en muchos países distintos a Colombia y que la calidad de su proyecto le valió la coproducción de Televisión Española, el Instituto Cubano de Artes e Industria Cinematográficas (icaic) y el Instituto Sundance fundado por Robert Redford. No se entera, además, de que nuestro inenarrable Focine rechazó de plano el proyecto y que fue necesario ir a realizarlo a La Habana. Si al público se le ofreciera, por lo menos, esta información, si se tuviera la amabilidad de invitar al director o a sus protagonistas al estreno en la ciudad, si de verdad se tuviera el mínimo interés en esta cinta que no solo es nuestra sino sorprendentemente bella, no se la asesinaría con este tratamiento de sistemática alevosía. Pero es siempre la misma historia: es la coartada para decir que este es un cine que no le gusta a la gente y para eximirse de la responsabilidad que los exhibidores colombianos deberían tener frente a él. Cuando este artículo aparezca, ya la película habrá desaparecido de las carteleras. El exhibidor dirá entonces tranquilamente que se hizo todo lo posible por difundirla pero que... ya se sabe cómo son estas cosas. Y, sin embargo, con su tenacidad optimista, con su larga lucha y con la fina sensibilidad que su cinta (que es también la de su esposa y guionista Alexandra Cardona), Jaime Osorio ha demostrado que es posible que el cine colombiano sobreviva, que puede estar comenzando una epopeya en que el infierno burocrático y arrogante de Focine no sea la única alternativa. Confesión a Laura es, vergonzosamente, una película profundamente colombiana que tuvo que surgir en un absurdo exilio, una película que muchos pensaron que era solo una curiosidad prescindible y que, en realidad, es una de las pocas cosas con permanencia que, en el cine, han surgido en nuestro medio.

Si me siento a escribir de esta película, después de que su exhibición en Medellín ha sido tan tristemente despachada, es porque el circuito de cines no comerciales de la ciudad, seguramente, cumplirá la labor de rescatarla dentro de unos días, como las valquirias germánicas, que salían en sus corceles alados a recoger los cadáveres de los héroes caídos en batalla, cines como el del Colombo Americano, el mamm y el Museo de Antioquia (y, para ser justos, un cine comercial como el Cine Centro).

Confesión a Laura cuenta su pequeña pero intensa historia con una mezcla de sensibilidad, modestia y humor que es bastante insólita en un país de retóricos como es el nuestro. Desde el comienzo esta pieza de cámara establece un tono de voz moderado que el director sabe mantener, sin dejarse llevar por las tentaciones que le ofrece el marco histórico de violencia y miedo. Si bien la película, de alguna manera, está planteada como metáfora (los días de abril de 1948 que transformaron definitivamente el viejo país y a sus gentes, la relación entre la conmoción política y la vida privada), esta metáfora surge espontáneamente, no es nunca desagradablemente forzada al estilo de los argentinos Solanas o Subiela. El argumento sería imaginable como pieza de teatro, pero es la mirada cinematográfica lo que le da su mayor calidad y fuerza: la creación de atmósferas y espacios que delimitan soledades, anhelos, historias de amor imposible o transformadas en insoportables posesividades, utopías de liberación, necesidad de ternura y de extroversión dentro de unos estrictos esquemas sociales de comportamiento. Es el cine lo que enriquece estos diálogos tímidos porque es el medio en el cual los personajes pueden hablar en voz baja, comunicarse con la mirada, con la inquietud que solo se entrevé a flor de piel.

Confesión a Laura es, de igual manera, una película de director, de guionista, de actores y de dirección artística. Confesión a Laura es una película de director: la figura gruesa y exuberante de Jaime Osorio casi no permite sospechar la delicadeza de que es capaz, el humor sutil que ha sabido aplicarle a esta comedia dulce-amarga. Uno imagina con terror este esquema argumental en otras manos colombianas que, para imitar a Osorio, siento pudor en mencionar. Es una película de guionista: y de guionista femenina, con inteligente conocimiento de causa de los esquemas de vida de una época y de sus modos de expresión, con un desarrollo argumental que, con excepción de muy pocos momentos, mantiene vivo el interés e incluso el suspenso y no decae en la presentación de tan pocos personajes dentro de una situación tan estrictamente delimitada. Confesión a Laura es una película de actores: y sin esa clase de actores hubiera sido imposible salir airosos con ella. Vicky Hernández vuelve aquí a su mejor vena y Gustavo Londoño es de una sorprendente credibilidad. Este actor me hizo pensar todo el tiempo en cierto tipo de caballero colombiano, noble, honesto y tímido pero, al mismo tiempo, lleno de insólitas potencialidades humanas. Esta vez no me aguanto las ganas de poner ejemplos con nombre y apellido: Hernando Salcedo Silva ayer, o Javier Darío Restrepo hoy. A pesar de una excelente presencia en pantalla y del indudable talento de la actriz, el personaje de María Cristina Gálvez es el menos logrado. La responsabilidad, tal vez, no es tanto suya como de la guionista y del director: de los tres personajes, el suyo es el único que se inclina peligrosamente hacia la caricatura, el más injustamente caracterizado. Y es que representar la ternura posesiva de esta esposa de manera adecuada es una tarea más difícil que describir los sentimientos de los otros dos personajes. La liberación que anhela Santiago es de un modo de vida, de una falta de perspectivas, de un estancamiento de posibilidades y de personalidad, más que de una mujer supradimensional, de una Ramona que esclaviza a su Pancho. A la película le faltan descripciones de la difícil ternura de este matrimonio, del amor verdadero de ambos, pasado o presente. Confesión a Laura es, finalmente, una película de dirección artística, porque la reconstrucción de época es aquí, más que un marco, la razón misma de la historia. Se trata de describir un estado de conciencia íntimamente ligado a un momento y este momento, por tanto, debe ser adecuadamente descrito. Si se piensa que la película fue rodada en una cálida ciudad cubana el resultado es asombroso. Sería demasiado puntilloso si, tenidas en cuenta precarias condiciones de producción, me pusiera a criticar ciertos anacronismos en objetos o actuaciones. Lo importante es que el clima general es correcto e inclusive asombrosamente convincente, algo que es muy poco frecuente en el cine colombiano. Confesión a Laura es un momento importante de nuestro cine. Yo creo que, más que punto final, es el comienzo de nuevas posibilidades. Es el mejor ejemplo de que la voluntad creativa y el tener algo que decir cuentan más que las estructuras y las leyes de fomento. Confesión a Laura no fue posible gracias a Focine sino, por el contrario, posible a pesar de Focine, que se negó a aceptar sus posibilidades. Sus cualidades la independizan de los juicios benévolos o de las palmaditas de ánimo en la espalda. Ha demostrado que con inteligencia y talento se puede hacer un cine que puede mostrarse en cualquier parte sin pedir disculpas. La modestia de esta película es la de su mirada, la de su estilo, pero no, de ninguna manera, la modestia de la pobreza expresiva y estética. Focine ha muerto, viva el cine colombiano.

El Colombiano, 23 de mayo de 1993

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