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La perspectiva de la región en el cine colombiano

Reflexiones desordenadas


El hecho de que Colombia sea un país hablado está en la raíz de muchos de sus problemas. Uno de ellos, por supuesto no el más trascendente, ha sido la imposibilidad, a través de poco menos de un siglo, de conformar una verdadera cinematografía nacional. La necesidad de apoyarse en las palabras, en la retórica, la profunda desconfianza frente a lo visual, la ceguera frente a las imágenes, vitales, estimulantes que nos rodean, le ha puesto una perpetua zancadilla al desarrollo de una memoria óptica coherente, fluida, a una imagen nuestra en el espejo que nos dé los necesarios, tranquilizantes o inquietantes reconocimientos de cada día. Uno de los hechos más absurdos de esta situación es que, algo tan etéreo e inaferrable como el cine colombiano pueda producir continuamente tantos ríos de papel entintado. Hay siempre artículos, libros, análisis, conferencias, miles de millones de palabras que están en completo desequilibrio con la cantidad y, sobre todo, con la calidad de las imágenes a las que en ellos se hace referencia. Una y otra vez se realizan simposios, encuentros, debates sobre un cine que la gran mayoría no conoce ni está interesado en conocer, sobre un interminable paquete de esbozos, de intentos, de arranques, de recomienzos sin cuajar, de actos fallidos.

En los últimos tiempos la retórica de la palabra, como en todo el mundo, se ha ido desplazando en buena parte hacia la retórica visual y ya hemos comenzado a elegir gobernantes exclusivamente por lo que proyectan en la pantalla chica, después de haber tenido un intenso entrenamiento con los productos de consumo doméstico. Estas imágenes son, sin embargo, estereotipadas, de lectura primitiva, casi cifras, mientras que la comunicación televisiva sigue siendo parlanchina hasta el exceso (en Colombia, desde su comienzo hasta hoy, la televisión ha sido solo una extensión de la radio y ello pese a la incursión masiva de los efectos electrónicos, convertidos en frases de cajón repetidas hasta la náusea).

Es, tal vez, una imaginería colombiana legítima lo que falta, un mundo visual que nos identifique, de un modo equivalente al que poseen México, Perú o Brasil y, si no tan claramente delimitado, por lo menos el producto de nuestras complejas mixturas. Es notorio que si bien tenemos pintores de reconocimiento internacional, estos producen por lo general imágenes indiferentes a la realidad nacional, sofisticaciones para el mercado internacional del arte (con pocas excepciones como aquel período iluminado de Botero en el cual, realmente, pintó a Colombia). Solo en los últimos años una exposición retrospectiva de la fotografía colombiana reveló una imagen concreta y permanente de Colombia en el último siglo y en fotógrafos como Melitón Rodríguez comenzó a ser posible rastrear rasgos de identidad nacional en la expresión artística, que el cine no ha sido casi nunca capaz de producir.

Como en otros países, las barracas de exhibición les abrieron aquí el paso a los teatros multitudinarios y la pasión del cine en el público llevó a la necesidad de producir películas propias. Pero, a diferencia de esos países, nuestro inexplicable canibalismo llevó a la destrucción de lo que apenas estaba incoado. La industria de la exhibición, convertida en monopolio, decidió torpemente que una producción local afectaba sus intereses en la distribución de cine extranjero y despiadadamente ahogó a nuestro cine nacional en la misma cuna, cuando este había comenzado a mostrar posibilidades de crecimiento y desarrollo. De ese infanticidio nunca nos repusimos y todo lo que de ahí siguió no dejó nunca de ser utopía y frustración permanente. Iniciativa privada y fomento estatal nada pudieron para hacer surgir imágenes colombianas auténticas. Hoy, después de casi un siglo de las primeras proyecciones de cine, no tenemos sino fragmentos, balbuceos, islotes, con los cuales resulta imposible reconstruir una historia. Con algunas excepciones, siguen faltando producciones que reflejen de manera auténtica la realidad nacional, no imágenes oficiales, folclóricas o promocionales, no cuadros típicos ni costumbrismo, ni tampoco antropología gélida, mucho menos un cine de valores nacionales por concurso o con la intervención controladora del Estado. Y es que el término imágenes colombianas es solo un concepto facilitador para expresar algo más complejo. No son los Estados la fuente de identidades culturales sino las naciones, las regiones, los paisajes, los dialectos y las gentes y, por supuesto y en gran medida, las ciudades.

Pero no obstante la falta de un elemento aglutinante que permita hablar de un fenómeno conjunto, hace ya varias décadas que han ido surgiendo en Colombia varias generaciones de artistas que han sentido la necesidad de expresarse a través de las imágenes en movimiento, documentando, narrando, registrando o inventando las realidades, las historias, los sueños de este país. La burocratización, la ineficiencia y, finalmente, el descalabro de la empresa que se suponía debía hacer posible el cine colombiano dejaron por un momento en el aire las esperanzas de estos cineastas, que ya habían comenzado a ser reconocidos internacionalmente.

Pero un lenguaje personal no tiene límites técnicos, por lo menos no hasta el punto de producir el silencio. Para muchos el video se convirtió en el medio al alcance, en el instrumento más adecuado para contar historias para hablar de realidades. Mientras tanto otros siguieron apostando a la carta del cine, invirtiendo en él enormes esfuerzos y los propios recursos económicos, buscando posibilidades de producción por fuera de los estrechos esquemas audiovisuales nacionales. Y repasando esta serie de esfuerzos es particularmente notorio que lo que permanece, lo que continúa teniendo validez es aquello cuya perspectiva es “regional”, es decir, está claramente enquistada en un ambiente, en un modo de entender la vida que nunca es colombiano a secas sino, antioqueño valluno, costeño y, por supuesto, bogotano.

La mirada de estos creadores tiene una importante componente de evocación, de búsqueda del tiempo perdido, una dimensión de memoria que tiene que ver, ante todo, con la infancia y con un entorno cultural. El ruso Andréi Tarkovski dijo alguna vez que la cultura era, en buena parte, intraducible. Esa intraducibilidad hace que las capas más profundas de ciertas obras no sean accesibles sino a aquellos que han nacido y se han educado en un determinado contexto cultural y antropológico. La literatura de Tomás Carrasquilla o del Tuerto López tiene esta característica, fascinante y problemática y, en buena parte, la tiene también el cine de Víctor Gaviria o el de Pacho Bottía. Hay tantas formas bastardas de representar una cultura regional, que resulta tremendamente delicado expresarla legítimamente. Folclorismo, costumbrismo, turismo e incluso un antropologismo frío y catalogador han contribuido al desprestigio estético de una manera de ser, de un lenguaje y unas formas de comportamiento, de unas tradiciones amasadas con múltiples elementos de origen.

Los intentos de nuestra televisión nacional por regionalizar sus historias son mascaradas superficiales, penosas, los burdos esfuerzos de repartos de actores recogidos en todo el país por imitar los acentos de la costa atlántica o pacífica, Antioquia o el Viejo Caldas, el trabajo de ambientadores con entrenamiento de tienda de anticuario para darles sabor a nuestras telenovelas turísticas son más bien un paso atrás que hacia adelante. Era mucho más legítima una televisión que transmitía imperialmente para todo el resto del país mundos cundiboyacenses como los de Yo y tú o Don Chinche que una que muestra a los mismos directores o actores en el trabajo inútil de darle un color local completamente inverosímil al Café o a la Candela.

No se trata, por supuesto, de establecer vetos anticipados ni de restringir la creatividad de las imágenes en movimiento a esquemas regionalizados estrictamente. Los bogotanos hermanos Acevedo realizaron el único intento durante más de medio siglo de plasmar en imágenes a Medellín con Bajo el cielo antioqueño, el español José María Arzuaga creó personajes y cuadros que, a pesar de ser incompletos, siguen siendo los más sobrecogedores que se hayan hecho sobre los seres humanos y los lugares de la capital de la república. Los personajes de La estrategia del caracol tienen fuerza, entre otras cosas, porque están íntimamente unidos a un ambiente y ese ambiente lo da una ciudad adecuadamente retratada, la Bogotá real, con una belleza que es la de sus contradicciones, la de su miseria y la de su riqueza humana, llevada a la pantalla por un director nacido en Medellín. Igualmente el caldense Jaime Osorio ha creado un exquisito estudio de la Bogotá de los años cuarenta, filmando en La Habana su Confesión a Laura, mientras que el muy caleño Sebastián Ospina creó un bello guion de cine negro perfectamente ambientado en Las Nieves y su mundo aledaño que ojalá se convierta en una bella película. Aunque los documentales del bogotano Erwin Goggel, por su parte, sean filmados en minas cundinamarquesas o en medio de los rituales fúnebres del palenque negro e insondable no son mirada turística, sino una fascinación íntimamente ligada a lo que buscan transmitirnos.

No es asunto de exclusividades sino de evitar visiones sintéticas, descafeinadas, descremadas, arreglos efectivos pero maquillados e indiferentes. Para mí es obvio que Café no dice absolutamente nada sobre Caldas, que no sean conceptos abstractos, seudopolíticos y seudoeconómicos como trasfondo de coartada para historias banales de identificación. Había, en cambio, pese a sus muchos defectos e irregularidades, un alma local bien captada en el esfuerzo semejante de Carlos Mayolo, Azúcar.

Hace ya tiempo que el talento regional está disponible, que los temas son claros, que las posibilidades se ofrecen. Es la infraestructura lo que impide que estas fuerzas se desarrollen adecuadamente. Este fenómeno no es privativo de Colombia. Incluso en los países con cinematografías más evolucionadas los cines regionales deben sufrir intensos frenos y enfrentarse a una serie enorme de puertas cerradas. El caso de Marcel Pagnol en Francia, que pudo permitirse sus propios estudios en Marsella como una bofetada al parisismo totalizante del cine francés, es una excepción y un ejemplo al mismo tiempo, y es cierto que si lenguaje, temática y cultura pudieron desarrollarse en los estudios regionales en las repúblicas de la extinta Unión Soviética, la uniformidad ideológica impuesta desde Moscú no pudo sino ser sacudida fragmentariamente y muy a largo plazo. Hollywood, por su parte, impidió desde siempre que el cine independiente americano (que incluye las vastas regiones de multiplicidad cultural de Estados Unidos) pudiera llegar a ser siquiera una competencia mínima para su dominio mundial.

En Colombia no hay industria del cine pero el peso enorme de la televisión y las pocas facilidades técnicas existentes en el país están concentradas en la capital. Toda la actividad productiva y de exhibición, que en buena parte surgió en provincia, terminó centrándose inexorablemente en Bogotá. Después de luchar a brazo partido con esta situación muchos de los técnicos y artistas terminan sintiendo la necesidad de radicarse en la capital, porque de no hacerlo serían incapaces de sobrevivir. En el ambiente capitalino las cosas se facilitan técnicamente, pero se pierde una cantidad importante de perspectivas, de contactos, que son el alimento estético de un cine de diversidad cultural, cabalmente el que hace posible un cine que, desde fuera, pueda llamarse colombiano y despertar interés.

El experimento de Procinal en los años cincuenta concluyó el sueño de crear una estructura industrial para el cine en la provincia colombiana. A finales de los años cincuenta y comienzos de los sesenta, con la televisión centrada en Bogotá, Medellín seguía siendo el lugar donde la radio se desarrolló más vigorosamente y es lógico que la experiencia de radioteatros y radionovelas y los modos de narración de aquel medio influenciaran fuertemente un trabajo que, en cuanto a imágenes se refiere, no contaba con ninguna tradición. Desgraciadamente esta mezcla, que pudo haber sido interesante, no produjo casi nada que mereciera realzarse. La positiva y frustrada tendencia “neorrealista” de los sesenta, representada en José María Arzuaga y Julio Luzardo, no parece haber tocado para nada al cine hecho fuera de la capital.

La época de los sobreprecios y posteriormente de los largometrajes y mediometrajes de la Compañía de Fomento Cinematográfico (Focine, Colombia) produjo, es verdad, una serie de películas realizadas en provincia, entre insignificantes y notables. El grado más alto de profesionalismo lo lograron los intentos caleños, pero incluso estos tuvieron que estar necesariamente gerenciados y organizados técnicamente desde Bogotá. Los productos antioqueños y costeños adolecen permanentemente de ineptitudes técnicas, y parte muy notable de su gigantesco y poco rentable esfuerzo de realización estuvo en la constante necesidad de acudir a la capital para su elaboración técnica.

Cuando surgieron los canales regionales de televisión algunos de los creadores de provincia tuvieron la oportunidad de emprender trabajos (aunque muy pocos) centrados en su propia realidad, pero la precariedad seguía siendo la misma o incluso mayor. Solo la necesidad de expresión, el idealismo y la tozudez posibilitaron en Medellín películas como Que pase el aserrador o Simón el mago de Víctor Gaviria o Canturrón de Gonzalo Mejía. La financiación por parte del canal regional fue una especie de contrato leonino que le dio a la televisión todos los honores y a los creadores ni siquiera una digna remuneración de su esfuerzo. Por otra parte el hecho de la producción en video terminó siendo para estas obras, y otras semejantes, la condena a un gueto insuperable que no compensa para nada el notable esfuerzo de producción.

A medida que el cine se deteriora y, en el mejor de los casos, se convierte en diversión especializada, la gente espera de la televisión que asuma la antigua función de contar historias, que antes del cine realizaban las novelas populares. Por desgracia el absurdo sistema de espacios y licitaciones que impera en este país (y que nadie parece atreverse a cuestionar), ha impedido siempre que nuestra televisión pueda ofrecer el flujo, la extensión, la continuidad que requiere una adecuada narración en imágenes. Una televisión fragmentada en medias horas no puede dar paso sino al imposible sistema de capítulos y continuaciones. En las telenovelas cada uno de esos capítulos es una rueda suelta, un añadido de situaciones, un caos sin ninguna unidad ni desenvolvimiento lógico. Por la miseria de este estilo, un talento real como el de Carlos Mayolo termina necesariamente en la absoluta superficialidad y la serie de intuiciones positivas subyacentes en Azúcar se convierte en una yuxtaposición de clisés sin elaboración, en la búsqueda de los chistes buenos para la próxima semana.

Durante un tiempo soñamos con que los canales regionales iban a tomar otro camino y a constituirse en alternativa. Muy pronto, sin embargo, la falta de imaginación llevó a la imitación servil de las gastadas fórmulas de la televisión nacional. Por fortuna la necesidad de comunicación real con un espectador menos abstracto que el de los canales nacionales, un espectador con características muy marcadas y con necesidades muy concretas, no ha permitido que la mimesis sea total y ha dejado un cierto margen de intercambio creativo con el público.

Teleantioquia inició sus transmisiones con una obra que pudo haber sido programática, la versión de Víctor Gaviria de Que pase el aserrador y el quinto aniversario del canal se celebró con Canturrón de Gonzalo Mejía. El interés en fomentar una narrativa televisivo-cinematográfica propia es solo asunto de celebraciones ocasionales y no una política seria. En ambos casos el cacareado esfuerzo de la institución fue, más bien, la lucha casi imposible de unos realizadores por lograr algo digno con presupuestos risibles, entre de los cuales el ítem más bajo es, por supuesto, su propia compensación. No sé si las condiciones de producción de otras regiones sean semejantes, pero es muy probable.

Por otra parte, la idea de Focine de producir masivamente mediometrajes para televisión buscó, ante todo, una reactivación del aparato productivo. La ausencia de las presiones de taquilla permitió que, después de unos cuantos ensayos ineptos, varias de estas películas lograran un nivel de interés temático y de calidad de lenguaje que estaba ausente de la mayoría de los largometrajes para cine. Pero estas cintas siguen siendo híbridos cuya existencia se limitó a una sola exhibición inadecuada en los canales de televisión y cuya posterior circulación está severamente impedida por su estructura misma. En todo caso, la serie reveló talentos vitales y si bien muchas de estas películas son insignificantes, unas cuantas tienen ya un lugar asegurado en nuestra precaria historia del cine. Talentos de provincia como Víctor Gaviria y Luis Fernando Pacho Bottía en Barranquilla, le pusieron oxígeno temático y visual a un cine marcado por los vicios de casi cuarenta años de televisión centralizada.

Una de las fórmulas fue la de unir varios mediometrajes, capítulos de una misma historia y obtener así, indirectamente, un largometraje. De esta manera surgió La boda del acordeonista de Bottía, una película con insuficiencias narrativas y técnicas pero que reveló a un talento fresco e ingenioso. Posteriormente Bottía concentró su trabajo en la televisión regional costeña, pero con éxito de interés nacional.

En su obra anterior y posterior a No futuro, en cine y en video, Víctor Gaviria ha sido el único director colombiano de cine de ficción (exceptuando a Arzuaga y los primeros trabajos de Carlos Mayolo), en cuya obra es totalmente reconocible el hombre colombiano y su entorno. No futuro de Gaviria es el primer largometraje colombiano argumental que no necesitó bastones literarios, que refleja directa e inteligentemente la candente realidad urbana colombiana, que se aleja de los vicios y clisés visuales e interpretativos y revela en cada uno de sus aspectos la concepción de un director. Lo que No futuro logra es un retrato vivo, verosímil, sin simplificaciones, de la vida de la gente en un barrio de Medellín, un registro de ese mundo, de sus culturas y subculturas, de su lenguaje, de sus traumas, de sus anhelos, de sus miedos, de su violencia pero también de sus valores, de su ternura, de sus contradicciones. Y es convincente porque no está planteada como una tesis sociológica o antropológica, porque no busca ser una disección pedante y cientifista, sino que es el documento de un contacto, de una capacidad de observar.

Pero No futuro no es importante solo por su tema. Víctor Gaviria, a través de años de depuración y en muy difíciles condiciones creativas, ha sido el único director colombiano capaz de crear su propio lenguaje, un lenguaje original, llamativo, personal. Podemos decir que ha surgido también una imagen cinematográfica de la región antioqueña con dimensión artística y con toda la presencia realista y de verosimilitud que el cine confiere. Aun quien no entiende las expresiones dialectales, e incluso quien pueda apreciar la película solo desde lo visual, está en capacidad de disfrutar del halo de autenticidad que tienen los personajes de esta cinta, la veracidad de los sentimientos que expresan.

La selección de esta película a la competencia en el Festival de Cannes fue el desprevenido reconocimiento de un talento que existía, que se había debatido en la muy problemática situación de quien quiere hacer cine en este país, de quien desde las insuficiencias del super 8, pasando por el 16 y el 35 mm y por el video, por las historias argumentales y las documentaciones para televisión, ha mostrado siempre una enorme coherencia de estilo, una mezcla profundamente sugestiva de poesía y realismo, un acercamiento tierno, serio, preocupado por los seres humanos que filma y una manera particularmente bella de mirar los objetos, los lugares, el mundo de la gente común.

Pero Víctor Gaviria se expresó igualmente de modo vital y reconocible en los mediometrajes. Los habitantes de la noche, La vieja guardia y Los músicos son tres de las piezas más logradas de la serie. En los últimos tiempos, una situación común para varios realizadores, Gaviria ha debido acudir casi exclusivamente al video como forma de expresión. Dentro del esquema de producción que hemos descrito para otros dramatizados del canal regional antioqueño realizó una obra que, estéticamente considero un hito en la creación regional, Simón el mago, una obra que denota todas las virtudes y todas las carencias de este tipo de producciones.

El escritor antioqueño Tomás Carrasquilla representa una cultura y un lenguaje y, alrededor de ese lenguaje, un mundo que se mueve ya en las sombras de lo fantasmagórico. Es un mundo de tradiciones orales, de cuentos, de recuerdos, de rituales familiares y religiosos, de vidas plácidas en superficie pero llenas de ríos subterráneos de represiones, sadismos, temor a lo desconocido, sexualidad compleja. Simón el mago de Carrasquilla es una obra maestra de concisión, de humor distanciado, una obra sobre el contar cuentos, sobre la imaginación y sus límites y, no en último lugar, sobre el enriquecimiento mutuo de las culturas. Es, como anécdota, evidentemente, algo muy breve para un largometraje y más todavía para una serie televisiva. Era natural que había que partir del marco anecdótico y ampliar la historia, en el espíritu de Carrasquilla y a la luz de una mirada esencial, la del director de la película. Ya en su versión televisiva del cuento Que pase el aserrador, una pieza literaria mucho más insignificante en todo sentido que la del escritor de Santo Domingo, Gaviria se sirvió de la anécdota sobre el paisa oportunista para decir cosas mucho más interesantes que un burdo autoelogio antioqueño y, sobre todo, para reconstruir un mundo, una atmósfera, para crear una antropología poética del pasado. En Simón el mago esta actitud continúa, más madura, más expresiva, aunque también más irregular. El talento narrativo de Víctor Gaviria no ha sido nunca el de las historias redondas y bien construidas, el de los guiones exactos. Su estilo es el boccacciano de la yuxtaposición de historias, la creación de personajes y atmósferas de observación cálida y poética. Simón el mago pone el énfasis, más que en el cuento central, que tiene por tema la pasión del vuelo y de lo prohibido, en una relación más extensa de tradiciones orales, transmitidas en la comunicación intensa entre la negra Frutos (en la película claramente chocoana, ajena al entorno de las cordilleras antioqueñas y su cultura de corte europeo) y el pequeño Simón. La película emplea materiales no solo de Carrasquilla sino de otras tradiciones populares, muchas no literarias. Esta especie de Decamerón o Mil y una noches antioqueña podría haberse prolongado por muchos episodios, como la clásica serie radial de los años cuarenta y cincuenta Frutos de mi tierra, que Gaviria no conoció pero que hubiera sido para él una fuente inagotable. La colección de narraciones tiene, como siempre, el riesgo de la irregularidad. Algunos cuentos son excelentes, poéticos, llenos de humor, otros resultan forzados e insatisfactorios.

La irregularidad tiene origen también, probablemente, en las condiciones de producción, en las continuas interrupciones del rodaje, en el fluctuante presupuesto, en la falta de una organización productiva. Las historias grandes y redondas no son el fuerte de Víctor Gaviria y su calidad de director tampoco está en la precisión narrativa de las pequeñas. En cambio en lo que sí no tiene rival es en su fuerza evocativa, en la verosimilitud de sus personajes y sus ambientes. Simón el mago es una película milagrosa en su descripción de un mundo que ya casi no existe, sus momentos más inolvidables son los de las pequeñas y cotidianas actividades, la escuela, los juegos infantiles, la iglesia, la comida, los rezos caseros, las peleas con la hermanita, los diálogos entre los niños, el juego de naipe de las señoras. La inflexión dialectal antioqueña en boca de estos personajes es conmovedora, modulada, rica de inesperados matices. Los rostros de esta gente son una galería de retratos que solo tienen su equivalente en las fotografías de Melitón Rodríguez o Benjamín de la Calle. La seguridad con que Gaviria ha manejado siempre a los actores naturales y espontáneos está aquí en un punto máximo. La pareja de Frutos y Simón es llena de frescura y vitalidad, jocosa, tierna, por momentos amedrentadora. Desequilibrios de guion hacen que la presencia de Frutos se opaque de repente en un determinado momento pero es asombrosa la capacidad de la mujer y el niño de sostener largas situaciones sin ningún titubeo. En este sentido Gaviria es mucho más efectivo que Pasolini (a quien recuerda también el esquema de la película) quien manejaba tan mal a sus actores naturales y luego los hacía más inverosímiles todavía con atroces doblajes.

Simón el mago sería un momento clave del cine colombiano... si fuera cine. Ya con el aserrador habíamos lamentado la coyuntura que consignó a la expresión plana de la imagen electrónica un esfuerzo fundamentalmente cinematográfico. Simón abunda en imágenes que piden a gritos la pantalla grande y los matices que solo el celuloide confiere. El video produce, además, un gueto insuperable del que es difícil salir, convierte la historia en un producto de consumo rápido y de desaparición inmediata. Esta película que es memoria visual colombiana de insólita importancia hubiera merecido mejor suerte.

En Cali pienso que es Carlos Mayolo quien más logró aproximarse a plasmar con fuerza y convicción la idiosincrasia vallecaucana. Su talento no ha cuajado todavía en un largometraje satisfactorio, pero continúa estando latente y, en mi opinión, se manifestará plenamente cuando siga el trazado de su excelente mediometraje Aquel 19 y deje de lado la dependencia cinéfila y literaria que dio al traste con Carne de tu carne y La mansión de Araucaima. El barranquillero Pacho Bottía, por su parte, cuando encuentre la ocasión adecuada y mejore sus insuficiencias narrativas, podrá sacar partido de su capacidad de mirada inédita y vital sobre las cosas.

Se trataba, simplemente, de reflexionar improvisadamente sobre el elemento estético aportado por lo regional a lo que, si este tuviera una historia continua y coherente, sería el cine colombiano. Me he centrado solo en momentos que conozco pero que creo que son de validez general para toda la problemática del cine nacional. He querido decir, simplemente, que un cine que represente adecuadamente a este país no puede ser una fórmula conciliadora, un corte transversal y sin sabor de la realidad nacional. Es absolutamente indispensable que esté compuesto de expresiones culturales muy diferenciadas, muy fuertes, sin compromisos en su intraducibilidad y, sin embargo, captables a un nivel más profundo de percepción, el de un arte universal.

Texto de una conferencia ofrecida en octubre de 1995 en la Cinemateca Distrital de Bogotá, durante el ciclo de conferencias Bajo el cielo colombiano

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