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Año 101, la odisea de un medio


No existe un medio más interesantemente contradictorio que el cine. Después de 100 años de existencia sigue siendo indomable, impredecible y, por tanto, vital como nunca. De todas las declaraciones de muerte se ha levantado de las maneras más inesperadas, las fórmulas que le han sido aplicadas en estas diez décadas nunca han funcionado realmente y una y otra vez los caminos que emprende por su propia cuenta dejan en ridículo a los mercadotecnistas y a los futurólogos. La razón es simple y hay que buscarla en la afinidad del medio con la vida. Pese a que una y otra vez el cine sea el reino del sueño, de la irrealidad, su esencia sigue estando unida indefectiblemente a lo real. La cercanía de su lenguaje, de sus imágenes, a lo que todos vivimos y experimentamos cotidianamente no tiene paralelo ni en la pintura ni en la literatura. El cine es una realidad virtual mucho más efectiva y creíble que cualquiera diseñada por los ingenieros informáticos porque pasa a través de la emoción y el sentimiento mucho más que a través del despliegue técnico.

En las primeras décadas de nuestro siglo el hombre de teatro americano David Belasco buscó poner en escena sus historias del modo más cercano posible a la realidad. Cuando una familia rica se sentaba a la mesa en sus escenarios, los cubiertos eran de oro y los manteles bordados habían sido conseguidos entre los grandes nombres de la sociedad neoyorquina. Lo que Belasco nunca entendió es que el realismo no es un hecho de testimonio notarial, de autenticidad certificada sino de verosimilitud. No importa que los cubiertos sean de latón si la puesta en escena y la intensidad de los actores que se sientan a la mesa los hacen creer de oro. Erich von Stroheim decía ser un vástago de gran nobleza austriaca con méritos de gran carrera militar. En realidad era un judío, hijo de una familia pobre de los suburbios vieneses. Sin embargo, la elegancia soberana de sus actuaciones, su presencia en pantalla y la fuerza de las imágenes que creó como director sobrepasan cualquier nobleza imperial de árbol genealógico y le confieren la inmortalidad del arte. Ninguno de los trucos técnicos que han intentado deslumbrar con ultrarrealismo, la tercera dimensión por ejemplo, ha sobrevivido más allá del nivel de curiosidades. Incluso el color, considerado por algunos como esencial a la credibilidad, no ha llegado casi nunca a superar la fuerza expresiva y realista que transmiten muchas obras maestras en blanco y negro; las imágenes granulosas de las películas de Marta Rodríguez y Jorge Silva dicen más sobre la Colombia real que las pulidas y mentirosas cuñas televisivas sobre nuestras ciudades.

En el año 101 se hace mucho cine en el mundo. Se hace en países que mucha gente casi no identifica: en Burkina Faso y Benin, Montenegro y Tayiistán, se hace en Latinoamérica y en Australia, en Europa y en Asia, en cinematografías de tradición y en países sin experiencia en el medio. En el año 101 las salas de cine son mucho menos que antes pero las películas que se ven día tras día son muchísimas más que nunca. Canales enteros de televisión por antena, por suscripción, casetes y discos láser difunden productos antiguos y recientes en horarios y situaciones antes impensables para el cine. Hoy en día no solo es posible ver en su casa Asesinos por naturaleza sino también las películas inglesas de finales del siglo xix de Cecil Hepworth, la versión restaurada de L’Atalante de Jean Vigo o los pornos realizados en los últimos días de su vida por el inenarrable Ed Wood. No hay caso, pues, de hablar de muerte del cine.

Sin embargo, a la hora de analizar la oferta de películas tanto en nuestros teatros como en los canales de televisión, el panorama es desolador. Dejando de lado las consideraciones cualitativas, que al fin y al cabo son cuestión de gusto, la presencia totalizadora, cuasiexclusiva y excluyente del cine norteamericano comercial es intolerable y deletérea. Más del noventa y cinco por ciento del cine que se hace en el mundo no es accesible, no solo en nuestro país sino, cada vez más, en zonas más vastas del mundo. Es una dictadura impuesta, calculada y destructora, una dictadura desinformante y deseducadora con resultados nefastos. No es solo la imposición de un país y sus modos de vida sino también de un lenguaje primitivizado, de consumo inmediato y que deja huellas e incapacidades indelebles. Es una política que perjudica incluso a las mejores tradiciones y los mejores aportes del país que ejerce este dumping universal. Un profesor universitario me contaba en estos días que le presentó a un grupo de alumnos ya avanzados en sus estudios la obra maestra de Orson Welles El ciudadano Kane. La película, realizada en 1941, representa un brillante rompimiento narrativo con la alteración de los esquemas cronológicos tradicionales. Habría que pensar que este estilo de narración es perfectamente comprensible, máxime cuando literaturas difundidas como las de Julio Cortázar y muchas otras emplean esquemas semejantes. El profesor, en cambio, quedó muy preocupado al ver que sus alumnos no habían entendido para nada la película, no habían logrado recomponer en la mente la historia que estaba contando. Los consumidores de Schwarzenegger y del cerdito Babe son perfectamente incapaces de emplear la imaginación para reconstruir la narración en rompecabezas de la vida del magnate periodístico. Recientemente en una presentación de Sin aliento de Godard un joven estudiante me preguntó si en los años sesenta el cine francés todavía era tan pobre y atrasado que no había podido todavía introducir el color. Es como si, de repente, se impidiera hablar y escribir en las riquísimas lenguas culturales del mundo y se impusiera una comunicación exclusiva en un lenguaje gesticular para sordos o en un par de monosílabos. Después de este proceso nadie estaría en capacidad de leer ni a Shakespeare ni a Cervantes ni a García Márquez.

En este momento el cine norteamericano mainstream es uno de los peores, de los menos imaginativos. Sin embargo, es el cine que domina el mundo, de modo avasallador. En los años treinta, cuarenta y cincuenta el peso del cine norteamericano era también enorme en la balanza mundial, pero, en medio de cientos de películas prescindibles y banales hasta no más, el Hollywood de entonces aportó enormes caudales de creatividad e inteligencia artística y era un cine enriquecido por los aportes estéticos de muchos inmigrantes europeos. Hoy, en Estados Unidos hay creadores independientes o directores comerciales con ideas propias y originales, que logran salirse del horrible esperanto televisivo que impera en la mayoría de las películas americanas. Pero ese cine es tan discriminado, tan arrinconado como el de los otros países. Ver comercialmente una película de los americanos Allison Anders, Alexandre Rockwell o Larry Clark es tan difícil como ver una del iraní Abbas Kiarostami o del burkinés Ouedraogo o, sin ir más lejos, del peruano Lombardi o la mexicana María Novaro.

Y, sin embargo, hay reacciones contradictorias. Para mí sigue siendo un enigma placentero que una película como El olor de la papaya verde haya resistido semana tras semana la competencia de los Bruce Willis y las Cindy Crawford y que la gente busque alternativas como El cartero o El lado oscuro del corazón, casi con sed de otras imágenes, otras historias, otras sensibilidades. El problema de ofertas más amplias no depende, naturalmente, de los exhibidores. Es comprensible que las condiciones ofrecidas por las multinacionales de la distribución resulten más rentables para los dueños de teatros que las que pueden dar los poquísimos distribuidores independientes. La última película de James Bond garantiza publicidad global en todos los medios, precios muy aceptables y segura rentabilidad. Las pocas películas europeas o extrahollywoodianas existen en pocas copias, no siempre las mejores, y cuestan más. Decidirse a estrenarlas es una decisión pensada y repensada, que siempre comporta un riesgo. Cine Colombia por ejemplo, grande como exhibidor y pequeño como distribuidor, tiene una lista relativamente pequeña de películas, adquiridas muchas de ellas en festivales un poco aleatoriamente. No son las grandes películas taquilleras norteamericanas porque estas son manejadas por sus propios emporios multinacionales, son, más bien, alternativas relativamente gratas y bienvenidas. Ocasionalmente aparece una obra maestra retrasada, alguna comedia francesa, una película cubana o un drama italiano. Durante meses se ven colgados sus afiches en los teatros sin que se sepa realmente cuándo tendrán una oportunidad de ser exhibidas. Obviamente que priman los compromisos con el cine de Hollywood y solo en ciertos vacíos de programación entran en juego. La falta de difusión adecuada, la confrontación inmediata con el público hace que la reacción de este no sea siempre la adecuada y que la cinta deba ser retirada antes de hacerle justicia. En ocasiones los preestrenos y la anticipación de la crítica puede llegarle al público interesado, como fue el caso de El olor de la Papaya verde.

En todo caso, independientemente de los sistemas de mercadeo y de las fórmulas siempre torpes con que se intenta dar en el clavo, hay que aceptar que un público con sensibilidad e intereses diferentes existe y que existe, tal vez, cada vez más. Se trata de cultivarlo, de educarlo, de ofrecerle información adecuada. Es cierto que estos son intereses culturales y no económicos, pero estoy convencido de que es probable también crear una rentabilidad aceptable e incluso importante con este tipo de espectadores. Si uno alimenta a las grandes masas con chitos por demasiado tiempo, aun los paladares más insensibles terminarán hastiados. Es necesario hacer accesibles y disfrutables sabores más refinados. Antes las truchas eran un lujo costoso, ahora se producen ampliamente y pueden disfrutarse hasta en las cafeterías más descomplicadas.

El Colombiano, 4 de febrero de 1996

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