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La gente de la Universal de Felipe Aljure

El elogio de la feúra


El debate acerca del cine colombiano volvió a despertarse con el éxito, avasallador dentro de nuestras condiciones, de La estrategia del caracol. El hecho de que contemporáneamente se exhibiera otra cinta de un colombiano en algunos festivales internacionales ha llevado a algunos a hacer cuentas alegres y a hablar de una renovación, de un nuevo impulso, incluso de una nueva escuela. En el momento de escribir estas líneas, que no pretende ser un análisis sino un primer informe de situación desde el campo de batalla, existe todavía la expectativa de cómo el público que acudió masivamente a enfrentarse a la amarga comedia de Cabrera esté recibiendo la negra comedia de Felipe Aljure, La gente de la Universal. Con el cine es siempre cosa de apuestas, como en las carreras de caballos. Se sabe que una obra puede poseer ciertas condiciones para ser popular, que, incluso, muchas de estas condiciones han sido penosamente premeditadas y preparadas. Lo que no se sabe nunca es cómo tendrá lugar la carrera, cómo se comportarán los competidores, si el esfuerzo reportará ganancia. Por esta razón, hablar de La gente de la Universal desde una perspectiva de eventual comercialidad es perder el tiempo y es evadir de nuevo el tema, siempre evadido en el cine colombiano, el de la validez o invalidez de las propuestas estéticas, el de la situación de una cinta dentro de determinado contexto cultural, el de su condición de consumo o moda o el de su permanencia como objeto de arte.

Entre un grupo de gente muy concreto La gente de la Universal ha sido recibida con una actitud que es casi entusiasta. El diálogo con este grupo ha resultado particularmente difícil porque se empeña en negar los mismos presupuestos de que se parte para obtener un juicio estético. De alguna manera se proyectan en la película como en un manifiesto que les permite darle carta de ciudadanía a lo que podría llamarse sus placeres prohibidos, rechazando sin culpabilidad todo aquello que normalmente está considerado bello, digno, humano, significativo. De alguna manera la película exalta y justifica la propia agresividad hacia esas concepciones y se convierte, incluso, en bandera y en línea divisoria, en creación de un territorio estético propio e inexpugnable. “Es que esta es la estética de los jóvenes”, me decía uno, y la revista Semana cita el comentario de un crítico, “parece hecha por un camionero”... añadiendo: “El comentario no era peyorativo”. El éxito del cine de Quentin Tarantino es lo más característico a nivel mundial de esta actitud, que tiene peligrosos visos de un neofascismo estético y que merecería un análisis más amplio.

La gente de la Universal comenzó su carrera con un premio de guion. Y es el guion lo que sigue siendo bueno en la película. Es una historia bien construida, seca, sarcástica, sin compasión, pero de aguda observación. En la realización Felipe Aljure ha mostrado también un firme dominio de sus medios y ha producido una película muy bien hecha, sin duda alguna efectiva. La atmósfera de La gente de la Universal es el crudo bajo mundo bogotano, corrupto, violento, desagradable, más grotesco que cómico.

El problema fundamental que le veo a la película son ciertas opciones de realización. En primer lugar resulta comprensible, pero demuestra también lo aleatorio de esta manera de hacer cine, el haber tenido que transformar a varios personajes del guion original, y no los menos importantes, para convertirlos en españoles, por la sola razón de que la película iba a ser coproducida por España. Pero esto fue sorteado por Aljure inteligentemente y los actores vascos son, sin duda alguna, de muy buen nivel. Más grave es la opción estética de caricaturización de los personajes, obtenida por medios tan primitivos como la distorsión de imágenes. Aljure contó para su película con un actor excepcional, Álvaro Rodríguez, en el papel de un detective privado quien, por una parte, tiene el encargo de seguirle la pista a la esposa infiel de un mafioso español encerrado en una cárcel bogotana y, por otra, va descubriendo que su propia esposa se la juega con su propio sobrino y compañero de trabajo. Rodríguez logra, sobre todo en ciertos momentos, darle una enorme veracidad a su rabia y a sus celos y su caracterización de duro y cínico está llena de matices. Igualmente el actor español demuestra su capacidad de crear un verdadero personaje, un verdadero bellaco con su pequeño poder, con su brutalidad y sus debilidades.

Si estos personajes tienen estos matices, es de pensar que la unidimensionalidad de los otros no sea buscada sino una falla de dirección. Particularmente las mujeres resultan decepcionantes. El personaje de la joven actriz de porno, que es la amante del mafioso español, está interpretado por Ana María Aristizábal, una actriz caleña cuya presencia en vivo es mucho más interesante y más vital que la que Aljure le confirió en la película. Si el mafioso está dispuesto a todo por esta mujer, incluso a matarla, si la ama casi patológicamente, el tratamiento de esta figura tendría que mostrar qué es lo que produce esta pasión, esta fascinación. Pero el personaje es débil, es el de una punquerita con voz ridícula, un mal dibujo animado. Un poco mejor caracterizado está el papel de Jennifer Steffens como la esposa del detective, pero el afán del director de ser ultrajante convierte a su figura en otra muñeca sin trazos humanos. Aljure insiste mucho en que su intención general era mostrar el comportamiento animal de los personajes, pero también lo animalesco tiene psicología, tiene matices. Una mala caricatura de la sexualidad no contribuye en nada a ilustrar el aspecto instintivo del ser humano. Es probable que para dirigir bien papeles femeninos se requiera más tiempo, más maduración, más para nosotros los latinoamericanos cuyas imágenes femeninas han sido siempre tan problemáticas, tan inadecuadas. A esto se añade que para obtener efectos grotescos Aljure abusa de los lentes granangulares, de los planos extremos de detalle (como en la muy discutida escena de las bocas que se abren exageradamente y que es un efecto que recuerda los que empleaban los viejos cortometrajistas colombianos —como La ópera del mondongo de Arocha—).

Creo que es demasiado fácil justificar las cosas (hace mucho tiempo que se emplea esa fórmula) diciendo que hay una estética de lo feo y que esa fealdad es buscada expresamente. No se trata de bello o feo sino de fuerza, originalidad, convencimiento, de una belleza que se logra a través de la intensidad, de la veracidad. El ejemplo de lo que quiero decir es el actor Álvaro Rodríguez. Él es feo, su personaje es feo, su ambiente es deprimente. Pero le creemos y tras de su mundo escuálido aparece una realidad humana compleja, angustiada, retorcida. Esta es una caracterización bella. Lo otro es intentar vender carencias creativas como opciones estéticas.

En cualquier caso La gente de la Universal revela a un realizador cuidadoso, con su mundo propio, a un creador cinematográfico colombiano de quien podemos seguir esperando cosas buenas. El problema del cine colombiano sigue siendo el mismo: la película fue estrenada comercialmente un año después de haber sido presentada en el Festival de Cartagena y aún más tiempo después de haber sido exhibida en San Sebastián y otros festivales internacionales. Es demasiado tiempo, Aljure tendría que estar haciendo ya otra película. En cambio su destino se ha vuelto el de tantos directores colombianos, arrastrar una cinta de un sitio a otro, sufrir a la espera de otra difícil oportunidad.

El Colombiano, 2 de abril de 1995

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