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En los cien años de Buster Keaton (1895-1966)

Chaplin o Keaton: una falsa alternativa


Cuando los discípulos de Jesús comenzaron a discutir sobre quién era más grande en el reino de los cielos, el maestro los reprendió ásperamente. En años recientes una de las discusiones más agudas entre los aficionados al cine atañe a mayor o menor genialidad, la asignación del trono al más grande de los cómicos del cine, y enfrenta a Charles Chaplin con un contendor entrado en la lid con cierta desventaja pero que aumentó su puntaje con sorpresiva rapidez. Los admiradores de Buster Keaton han llegado a ser tantos que la figura de Chaplin ha dejado de estar solitaria y única en uno de esos cuestionables panteones que la gente erige a los que ama y venera. En realidad es una tontería hablar del más grande o menos grande, pero es comprensible y loable que la figura de Keaton, mucho tiempo minusvalorada, haya recibido de nuevo la consideración que se merece, aunque sea acudiendo al fanatismo o a competencias tontas.

Yo, personalmente, amo más las películas de Keaton. Pero antes de explicar por qué quisiera conjurar la acusación de estar menospreciando a Charlie. Mi preferencia no le quita nada a una cumbre no solo del cine sino del arte de todos los tiempos, y el sentirme profundamente entusiasmado con la complejidad y la brillantez de las obras maestras de Buster no me impide seguir contando a El chico, a Luces de la ciudad, a Tiempos modernos y a Monsieur Verdoux entre mis películas favoritas. Es tonto declarar una guerra entre Charles Chaplin y Buster Keaton, ante todo porque difícilmente se encuentran semejanzas entre ellos. Nacidos ambos del teatro y surgidos como figuras perfectamente identificables a partir de la misma tradición (el slapstick, el primer lenguaje autónomo del cine), cada uno llegó a desarrollar un estilo completamente diferente y una concepción del cine que es el espejo de sus muy diferentes personalidades. Mientras el ladino Chaplin sonreía en complicidad vivaracha con el espectador, el rostro de Buster mantenía esa expresión que llevó a interpretaciones superficiales y en propagandas incorrectas a caracterizarlo como “el hombre que nunca ríe” o “cara de piedra”. Nada más lejano de Keaton que un rostro pétreo. Su expresión no es la de la tristeza ni su rostro el de un payaso o el de la inexpresividad. La suya, más bien, es una expresión de distanciamiento, de dignidad, de concentración. James Agee, el más perceptivo de los norteamericanos que han escrito de cine, comparaba su rostro con el de Abraham Lincoln y decía que era el arquetipo americano, el pionero unido indisolublemente a su paisaje: “Era conmovedor, noble, casi hermoso, sin embargo irreduciblemente cómico”. Chaplin es muy poco americano, es menos realista, está más íntimamente unido a la tradición teatral. Mientras que Chaplin hereda de Griffith el sentimentalismo victoriano, Keaton asume el soplo épico.

Decir que el cine de Chaplin no es cinematográfico es un absurdo y es un concepto erróneo, basado en la tendencia a buscar un específico fílmico que nadie sabe a ciencia cierta qué es. Pero sí podemos decir que su cine parte de su figura, una figura que llena todo el interés de la cámara, una cámara invisible y completamente al servicio del registro. El cine de Keaton es un cine de montaje, de puesta en escena, de narración continua y de planos generales en los que la figura de Buster aparece como parte fundamental pero sin ser todo. Las imágenes de la guerra civil en La Generala tienen una belleza y una fuerza por lo menos igual a las creadas por Griffith en El nacimiento de una nación.

Con Chaplin es posible identificarse y parte de su éxito reside en que uno se mete en su piel, hace con él los trucos para sobrevivir, ríe y llora con él. Astuto y ágil, uno tiende, con todo, a sentir compasión para con él. Con Keaton es imposible toda identificación. En cada película tiene un nombre diferente y aunque uno ría a carcajadas nunca lo siente ridículo. Su figura casi diminuta y su rostro sereno y, de algún modo, antiguo, nos inspiran más bien respeto, admiración. Su pequeñez se crece ante las dificultades y sus películas son una fatiga, una lucha continua, sin trucos, de puro esfuerzo y concentración. Su mundo es, sin duda alguna, más realista, la ironía es más sutil y los finales felices son como prototipos idealizados, como viejas fotografías.

Tal vez prefiera Keaton a Chaplin por su cercanía a un modo más contemporáneo, más moderno de hacer cine. Tal vez porque encuentro más intensidad en la precisa dosificación y en el distanciamiento de sus propias imágenes que en la penetrante identificación. Es cierto que Chaplin hizo, a duras penas, alguna película que pueda considerarse sin interés, mientras que el difícil camino de la independencia artística fue más duro en Keaton. Hay una larga cadena de desaciertos tardíos en la carrera de Keaton que culminan con su figura casi momificada en películas como Sunset boulevard o ¿Por dónde se va al foro? Pero el culmen de su arte en los últimos años del cine mudo queda como hito, como experiencia cinematográfica maravillosa, tremendamente cómica y admirable en su precisión y calidad.

Es inútil acudir a Chaplin para juzgar a Keaton. El cine de Buster subsiste sin ningún tipo de comparaciones, es una obra de genio. El historiador Eric Rhode dice:

Como la mayoría de los comediantes, Keaton deriva su humor de actuar falsas concepciones infantiles dentro de un marco adulto. Pero su humor también depende de una fría nostalgia por una América que nunca conoció. Su aproximación poco usual a los problemas familiares sugiere la iniciativa de los primeros colonos americanos, aunque la acción tenga lugar en el presente. Él reconoce cuán similares son las perplejidades con las que tienen que enfrentarse el pionero y el niño pequeño frente a una nueva serie de experiencias. Su humor tiene con frecuencia la lógica de Alicia en el país de las maravillas, como si los problemas lunáticos requirieran soluciones lunáticas.

El Colombiano, 23 de abril de 1995

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