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1995 y el cine


Los aniversarios son pretextos. Son la ocasión de rememorar, de organizar un pasado sucedido en desorden, de hacer un alto e intentar imaginar lo que nos espera de ahí en adelante. Oficialmente se ha declarado a 1995 como el año centenario del cine, si bien sabemos que un par de años antes existían ya imágenes fotográficas en movimiento (las del kinetoscopio de Edison, por ejemplo). Considero que es adecuado que se tome como fecha clave la de la primera exhibición pública de los hermanos Lumière en París el 28 de diciembre de 1895, ya que no solo la proyección de las imágenes sino el ambiente, el público, la organización de esta noche representan el germen de una amplia experiencia cinematográfica, cuyos elementos no solo son técnicos sino ante todo estéticos, semiológicos, psicológicos, sociológicos, políticos, en pocas palabras, los elementos que constituyen la comunicación moderna.

No hay que preocuparse mucho por las imprecisiones históricas ni tampoco por lo que se ha llamado siempre la discusión de las prioridades: ¿quién hizo?, ¿qué?, ¿cuándo?, ¿quién fue el primero en hacer un primer plano, en mover una cámara? Lo importante es poder perseguir la conformación de un lenguaje que se fue formando a partir de intuiciones y soluciones nacidas en lugares y situaciones muy diversas. Más importante que los historicismos es la oportunidad de festejar el cine, de tener un año intenso en informaciones, en exhibiciones, en descubrimientos de cosas para nosotros desconocidas, en recuerdos de las mejores cosas. Celebrar el cine es celebrar el lenguaje más auténtico de nuestro siglo, el más propio de los años que nos ha tocado vivir, celebrar un lenguaje que ha marcado costumbres, mentalidades, que ha roto aislamientos y comunicado las culturas más dispares. El lenguaje que el cine impuso es el mismo que hoy hablan la televisión y los medios más sofisticados, las técnicas de expresión que utilizan la información y la educación, así como las múltiples formas de entretenimiento. Celebrar los cien años del cine no es solo, pues, la actitud nostálgica y placentera de recordar aquellos cálidos recintos donde se agigantaban los sueños, sino reflexionar en un hecho que ha marcado en profundidad la vida de una época.

El medio de comunicación cine se expandió al comienzo en barracas aparentemente poco dignas. Su primer público fueron las masas de obreros inmigrantes que, en Estados Unidos, encontraban en las imágenes mudas su única distracción, su única clave de los sueños. Ya el incendio fatal de un cine en el Bazar de la Charité en París había costado la vida a muchos y alejado por largo tiempo a los curiosos de las clases educadas. De ahí en adelante la actitud de las instituciones, de los gobiernos, de la Iglesia fue de recelo y advertencia. Ciertos excesos, verdaderos y ficticios, de la comunidad de técnicos y artistas de Hollywood en los años veinte terminaron por dejar la impresión en mucha gente de que este lenguaje nuevo, este entretenimiento, este vehículo de ideologías era, más bien, deletéreo y digno de ser evitado. Sin embargo, a través de cien años de la cinematografía, personas sensibles, dotadas, en ocasiones geniales, han utilizado las imágenes en movimiento para comunicarnos algunas de las más profundas reflexiones sobre el ser humano, algunas de las observaciones más importantes sobre la existencia, algunas de las propuestas más lúcidas sobre la convivencia y las relaciones entre personas, algunos de los debates más intensos y algunas de las sensaciones estéticas más estimulantes. Estas cosas es necesario buscarlas, rastrearlas, en medio de una marea de banalidades, de indignidades, de malas voluntades que también tienen el derecho y la libertad de servirse del cine.

Aún hoy en muchos países, entre ellos el nuestro, gente que se cree culta y refinada sigue mirando con prevención al cine. Desde hace años llevo la carga de haberme dedicado a un medio que para muchos no merece ser tomado en serio y no es considerado como una actividad importante. En un país retórico como el nuestro, donde todas las comunicaciones se realizan a través de la palabra (y de una palabra inflada e imprecisa), las imágenes han sido descuidadas desde siempre. Es así como seguimos teniendo una televisión que en un alto porcentaje podría ser apreciada con la pantalla oscurecida. En 1995, un siglo después de que el tren cruzara la pantalla y asustara a los espectadores del Salon Indien, no hemos podido conformar todavía una cultura visual nacional, un cine que refleje y transmita nuestra identidad, con unas cuantas excepciones que solo subrayan amargamente la carencia generalizada.

Sería entonces este 1995 una buena oportunidad de reflexionar sobre el cine, no solo como recuerdo melancólico, sino como propuesta educativa, como parte esencial del crecimiento humano de nuestras gentes, en un mundo donde este lenguaje se ha hecho imprescindible. Hoy, cuando una gran cantidad de hogares tienen cámaras de video para registrar los acontecimientos más importantes de su vida, es absolutamente importante enseñar a ver y a expresarse con imágenes.

En 1895, hace 100 años, Oscar Wilde fue condenado a dura prisión (y con ello al final de su brillante carrera) por cargos de homosexualidad. Ese mismo año Röntgen descubrió los rayos X en Würzburg, Alemania y Marconi inventó la telegrafía sin hilos. Sigmund Freud fundó el psicoanálisis en 1895 con Estudios sobre la histeria y Mahler creó su gloriosa segunda sinfonía, La Resurrección. Los libros del momento eran Quo vadis? de Sienkiewicz, La máquina del tiempo de H. G. Welles y La importancia de llamarse Ernesto de Oscar Wilde. En ese año, cuando murieron Friedrich Engels y Louis Pasteur, había en el ambiente muchas cosas que van a ser la sustancia no solo del cine, sino de nuestro siglo. Ya el 13 de febrero los Lumière patentaron su cinématographe, el aparato combinado de proyector y cámara de registro que impulsaría definitivamente al nuevo medio. Es lógico, entonces, que la invención estuviera ya lista el año anterior. La salida de la fábrica Lumière, considerada por acuerdo la primera película (otra de esas imprecisiones típicas), fue filmada el 19 de marzo. Científicos, industriales, fotógrafos y otras personas vieron demostraciones del nuevo aparato a lo largo del año. Meses antes de la famosa sesión pública de diciembre, Edison presentó una propuesta de proyección de sus imágenes de kinestocopio y los alemanes dicen que la primera exhibición pública del Bioskop creado por su propia pareja de hermanos inventores, los Skladanowsky, fue anterior a la presentación francesa.

Pero lo que realmente importa es que, como se dijo en otra ocasión,

el punto de llegada de una serie de descubrimientos e invenciones (algunos de ellos a través de muchos siglos), se convirtió en una nueva y estimulante evolución: primero el registro crudo de la realidad, después la entrada al mundo de la imaginación desaforada con el cine de Méliès y luego, paso a paso, el descubrir que una serie de imágenes adecuadamente relacionadas podían llevar a narrar con una complejidad y una belleza insólitas, como la pluma de un novelista o el pincel de un pintor de frescos o escenas íntimas. Es apasionante perseguir lo que en cien años ha sucedido, a partir de las imágenes primitivas y tiernas de la pareja de Auguste Lumière y su bebé, de los niños cogiendo cangrejos en la playa, del tren saliendo de la estación Jerusalén, hasta la complejísima trama de las imágenes e historias de un Bertolucci, de Godard, de un Scorsese o un Fassbinder. Eso es lo que los que amamos el cine intentamos evocar, presentar, desplegar en este año, escribiendo, exhibiendo cine, mirándolo, continuando en el camino de explorar sus posibilidades.

El Colombiano, 29 de enero de 1995

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