Читать книгу Manual de derecho administrativo. Parte general - Luis Cosculluela Montaner - Страница 11
1. PRINCIPIOS
ОглавлениеEl modelo histórico que alumbran las revoluciones liberales –la americana, primero, y la francesa después– es el del Estado de Derecho, en el que se incluye también el modelo del Estado español. Dicho modelo se caracteriza por los siguientes principios: a) la soberanía popular; b) la división de poderes; c) el principio de legalidad, y d) el reconocimiento de los derechos fundamentales del ciudadano.
a) La soberanía popular artículo 1.2 Como reacción frente al absolutismo, las Constituciones democráticas, desde la americana de 1787, atribuyen la soberanía no al Rey o Jefe del Estado, sino al Pueblo. Expresión de esta orientación es también en el artículo 1.2CE: «La soberanía nacional reside en el pueblo español, del que emanan los poderes del Estado». De esta afirmación surgirá, como veremos más adelante, la distinción entre el Poder constituyente, que es el Pueblo, y los Poderes constituidos, que son los diversos Órganos a los que se atribuye el poder político ordinario. La soberanía popular entraña en la clásica división griega de los sistemas políticos una democracia, literalmente poder del pueblo, y se opone a los sistemas de autocracia, aristocracia y teocracia, con las ricas variantes que tales sistemas han producido a lo largo de la historia. Pero la democracia que el Estado de Derecho impone tiene un contenido más rico que incluye los conceptos de libertad, igualdad, fraternidad o solidaridad y pluralismo político. Los tres primeros conceptos formaron ya parte emblemática de los principios revolucionarios franceses de finales del XVIII y se mantienen incólumes, mientras que el último se forjó más adelante, pero los acontecimientos históricos del siglo XX han demostrado su absoluta necesidad para garantizar la democracia.
b) La teoría de la división de poderes. La teoría surgió en Inglaterra y fue formulada por Locke, que diferenció tres poderes en el Estado: el legislativo, el ejecutivo y el confederativo. Este último, considerado como el poder exterior (tratados, diplomacia, paz y guerra), corresponde, junto con el ejecutivo, al Rey; en tanto que el legislativo se atribuye al Parlamento. Esta distinción, basada en la experiencia política inglesa de las luchas para afirmar el poder del Parlamento frente al Rey, ponía de manifiesto la necesidad de que los poderes del Estado no pudieran concentrarse en un único órgano. Afirmaban, en otras palabras, una condena contra el absolutismo real. Sobre esta doctrina inglesa, Montesquieu, en su obra El espíritu de las Leyes, distinguió también tres Poderes: el Legislativo, el Ejecutivo y el Judicial. Cada uno de estos Poderes asume la función que le da nombre; pero la esencia de la teoría no se cifra en una pura distinción funcional, sino en el postulado básico de que cada función debe corresponder a un titular distinto. La explicación para el autor es obvia: «Es una experiencia eterna que todo hombre que tiene poder tiende a su abuso», por ello debe haber más de un titular del Poder; y deben ser tres porque «un Poder termina por devorar a todo lo demás; dos por enfrentarse; tres mantienen el equilibrio, de modo que, si dos luchan, el tercero igualmente interesado en el orden se afiliará del lado del más débil».
La finalidad de la teoría de Montesquieu era la misma que la de Locke: rechazar el absolutismo y afirmar la exclusividad del poder legislativo para el Parlamento, como directo representante del Pueblo. Su especial consideración del Poder Judicial deriva de su propia experiencia como Magistrado francés, en una época en que los Tribunales supusieron un freno a las medidas reformadoras del poder real. Montesquieu, por otra parte, no se limitó a enunciar el principio de la división de Poderes, sino que analizó las relaciones que debían existir entre ellos, en el ejercicio de sus respectivas funciones, particularmente entre el Legislativo y el Ejecutivo, dando una visión de equilibrio dinámico en el plano funcional, perfectamente compatible y adecuada con la separación orgánica de los tres Poderes.
Si en el plano doctrinal la teoría de la división de Poderes se debe a la obra de Locke y Montesquieu, su consagración legislativa se produjo en la Constitución americana de 1787. Poco después, en 1789, la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano determinó, en su artículo 16: «Toda sociedad en que la garantía de los derechos no esté asegurada, ni la separación de poderes determinada, no tiene constitución». Desde entonces, la división de poderes es un tema testigo de la existencia o no de una verdadera democracia política. La CE recoge la teoría de la división de poderes regulando: en el Título III el Poder legislativo integrado en las Cortes Generales, compuestas por el Congreso de los Diputados y el Senado; en el Título IV el Poder Ejecutivo, integrado organizativamente en el Gobierno; y en el Título VI el Poder judicial, que corresponde a los Jueces y Magistrados integrantes de dicho Poder. Los demás órganos que regula directamente la CE son órganos constitucionales o de relevancia constitucional, pero no Poderes constitucionales.
c) El principio de legalidad artículo 9.1. Este principio supone el que tanto los ciudadanos como los Poderes Públicos están sujetos a la Constitución y al resto del Ordenamiento jurídico (artículo 9.1 CE). En el plano político consagra la sumisión del ejercicio del poder al Derecho, de ahí que el modelo de Estado se haya denominado Estado de Derecho. El principio se traduce en el denominado imperio de la Ley, que en el plano operativo consagra originariamente la primacía funcional del Parlamento sobre el Poder Ejecutivo, y la entera sumisión del Poder judicial a la Ley (artículo 117.1 CE). El Poder Ejecutivo debe así someterse a la Ley, como norma primera tras la Constitución, legitimadora de su actuación pública. En sus orígenes, el principio de legalidad se entendía como la necesidad de que cualquier actuación interventora del Poder Ejecutivo estuviera previamente regulada por una Ley. Pero actualmente, este significado del principio que comentamos sólo requiere la necesidad de que la acción administrativa cuente con una norma previa que le habilite para ello, aunque tal norma puede ser no sólo la Ley, sino también el reglamento. Con relación al Poder judicial, la sumisión al imperio de la ley implica que no puede controlar la ley, que es función cuyo monopolio detenta el Tribunal Constitucional. Los Tribunales, por tanto, deben limitarse a aplicar y enjuiciar normas, actos y conductas en los términos que la Constitución y las leyes imponen.
Por otra parte, el sometimiento de la acción de los Poderes Públicos al Derecho supone que los ciudadanos pueden defender sus derechos e intereses legítimos ante los Tribunales de Justicia, mediante los correspondientes recursos y ejercicio de acciones. De esta suerte, los Tribunales de Justicia se convierten en garantes de esa sumisión del poder al Derecho, ejerciendo una acción que implica control de la actividad del Gobierno y la Administración Pública (artículo 106.1 CE) y protección de los derechos subjetivos e intereses legítimos de los ciudadanos (artículos 24 y 53 CE).
d) El reconocimiento de los derechos públicos subjetivos. Como hemos ido advirtiendo, la consagración del Estado de Derecho tiene una última finalidad esencial: elevar a los súbditos del Antiguo Régimen a la condición de ciudadanos, a quienes el Derecho reconoce una esfera individual y social de derechos que no puedan ser desconocidos por el Poder público. No es por ello casual que la Revolución francesa aprobase, incluso antes que su primera Constitución, la Declaración de Derechos del Hombre y del Ciudadano, y tampoco que la Constitución de los Estados Unidos, que no los recogió en su primera versión, sufriera en este punto las primeras modificaciones a través de enmiendas para dar cabida a los Derechos fundamentales. Estos Derechos Fundamentales son todavía hoy parte esencial de toda Constitución; aunque lógicamente a los primeros derechos reconocidos por los liberales del siglo XVIII, de carácter sustancialmente individual, se han ido añadiendo otros de carácter social.
Los derechos esgrimibles frente a la acción del Poder no son sólo los contenidos en la Constitución; también pueden nacer de otras normas o de simples relaciones jurídicas, y son siempre defendibles ante los Tribunales de Justicia en el supuesto de que la Administración pretenda desconocerlos. De ahí que, con independencia del grado de protección que el Derecho otorga a los distintos tipos de derechos públicos subjetivos, la idea esencial es que el ciudadano los tiene reconocidos y garantizados; que la acción pública no puede desconocerlos o violarlos; y que para su defensa el ciudadano puede acudir a los Tribunales que, en su caso, dictarán una sentencia condenatoria para la Administración y obligarán a respetar o restablecer el derecho violado o a indemnizar convenientemente a su titular.
Estas ideas generales se irán precisando en las siguientes Lecciones, por cuanto la protección de los derechos públicos subjetivos frente a la acción de los Poderes Públicos es uno de los contenidos fundamentales del Derecho Público y por tanto de esta disciplina. Con todo, no debe caerse en el error de considerar que el reconocimiento de los derechos públicos subjetivos tiene tan sólo una dimensión individualista (subjetiva), ya que se trata de un principio capital del modelo de Estado de Derecho. La protección y respeto de estos derechos no es una simple oportunidad para que su titular los defienda ante las instancias que corresponda, sino un deber y una finalidad institucional de todos los Poderes Públicos.