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ОглавлениеAUDREY JORDAN
Martes 14 de mayo, 20.30 h
La carretera recién asfaltada luego de absorber el calor del día provocaba que al entrar en contacto contra las llantas del auto, estas se sintieran como quien camina con zapatos de goma sobre un área en donde se acaba de derramar un refresco con azúcar.
Mientras que en la radio sonaba “Runaway”, si cerraba mis ojos todavía podía sentir en diferido el ardor que recorría cada uno de mis músculos y acto seguido escuchar el irritante “Jordan, se queda atrás” del sargento Michael Cantabric. Habían pasado seis meses, pero el hecho de haber fracasado en la Academia de Policía me torturaba hasta la médula.
Si bien había gozado de un pasado deportivo bastante activo, esta era otra historia. Actividades de riesgo, cuerpo al fango, saltar por sobre unas cuantas llantas de camión. Definitivamente demasiado para Jordan, sobre todo para una de treinta y cuatro. Pero Hardy me había dejado en claro que de no completar mi entrenamiento no podría entrar a trabajar con ellos, y en eso se mantenía firme, sobre todo porque de otra manera jamás podría portar un arma.
Ciertamente, todavía no terminaba de entender si aspiraba a ello. Tenía mis reservas respecto al tema armamentista y sus resoluciones, pero para participar activamente de su escuadrón no me quedaba otra opción que esa. Y así yací, durante meses, suspendida en el aire, colgando de una soga a metros de un suelo de materia dudosa.
Retorné a casa aquel viernes de noviembre, con los músculos entumecidos y luego descansaría dos semanas hasta volver a ingresar. No regresé nunca más.
La última vez que había hablado por teléfono con Cole se lo podía escuchar algo cansado y esto bien podría atribuírsele a su duelo por Juliet, aún. Craighton siempre sería Craighton, aunque ahora se encontraba levemente reblandecido por Jordan. Había pasado casi un año desde aquella locura de haberme hecho pasar por la doctora Esther Morgan, de la muerte de la muchacha Atwood y de haber comprobado por mis propios medios que efectivamente podía dormir con el enemigo sin haberlo siquiera notado.
De todas formas, aquellos acontecimientos me habían traído hasta aquí y no renegaba de ellos, no así como de Cantabric y su forma tan peculiar de rugir mi apellido, algo de lo que podría haber prescindido.
Comencé a viajar a Gibraltar Lake a menudo. Y no me llevó demasiado tiempo darme cuenta de que dar con el paradero de mi verdadero padre no resultaría una tarea sencilla.
Esta última vez me había costado un poco más. Imagino que se debió a tener que marchar justo cuando parecía que lo mío con Don podía llegar a anudar amarras en algún puerto recóndito.
Volvíamos de la fiesta de retiro de Perkins, mi viejo héroe urbano. Se fatigaba a menudo y los doctores lo alertaron acerca de una arritmia, así que en pos de gozar de la buena vida había decidido mudarse con su esposa a la Florida. “Ya basta de cemento, bocinas y locura”, decía algo agitado cuando alguien le preguntaba si estaba seguro de tan rotundo cambio.
Y sí que tenía razón, yo también me habría ido a la Florida sin dudarlo. Claro que esas cosas nunca se me daban. Audrey Jordan parecía estar circunscripta a Manhattan, específicamente al West Side, y por más que ahora disfrutara de estos recreos mentales, espirituales y casi físicos con Hardy, debía escurrirme cada tanto en dirección a Gibraltar Lake, algo parecido al limbo.
Tal como acostumbraba, caballeroso se ofreció a llevarme a casa. Dijo que era demasiado tarde para que anduviera sola. La tensión venía en creciente desde el acontecimiento de los Winstor. Resulta que había habido un triple homicidio en una escuela elitista ubicada en el costado este del Central Park, y, si bien todavía no podía ser parte de su equipo, me sumaron en calidad de psicoanalista forense.
La realidad era que, fuera Esther o Audrey, el trabajo en el pasado lo había hecho yo misma, y algo de mí les habrá gustado, aunque en el fondo buscaba creer que todo eso se trataba de una excelente excusa que el jefe Hardy había articulado para mantenerme cerca. Así que poco a poco me rendí a esta idea y como consecuencia, nos fuimos acercando.
Los Winstor eran unas de las familias más adineradas de la isla, y su hijo, el principal sospechoso. A través de nuestros interrogatorios llegamos a resolver el caso. Para sorpresa nuestra, de la prensa y hasta de su propia madre, el asesino no se había tratado del hijo, sino del padre.
Parece ser que el señor Winstor disfrutaba de corretear a las compañeras del colegio del joven Bryant hasta terminar por dejar embarazada a una de ellas. Sus amigas comenzaron una serie de chantajes que enfurecieron tanto a Richard Winstor que hicieron que terminara enviando a eliminar todos los cabos sueltos.
Y así seguían sumándose víctimas, casualmente mujeres, inmersas en cierto dominio masculino, hijos del poder, sin escapatoria.
En la academia compartía habitación con una tal Jane Doe. La muchacha era de tan pocas palabras que recién supe su verdadero nombre al irme. De todas formas, poco a poco fui confirmando que algún problema personal tendría, ya que era a mí sola a la que había decidido ignorar sin razón.
Jane Doe era de rasgos orientales, pero hablaba con la fluidez de un nativo. En varias oportunidades la había visto interactuar de manera entusiasta con algunos jóvenes cadetes, así que ese no era un problema para nuestro vínculo, de haber considerado un posible choque cultural idiomático.
Imaginé que su malestar radicaría en la diferencia etaria. Mientras que ellos eran jóvenes y activos, yo parecía su madre... Bueno, no es que fuera para tanto, si les podía llevar entre doce y diez años con suerte. Quizás una de esas tías errantes.
–Qué gusto verte hoy, espero que tengas un buen día. –Jane me miró como si acabase de volverme loca–. Gracias, tú también, Audrey –seguí respondiendo sola–. Oh, eres una dulzura, Jane. –Y salí con el pequeño nécessaire entre mis manos hacia los vestuarios, dejándola petrificada.
Si ella tenía el total impudor de no dirigirme la palabra, al menos me divertiría a sus costillas.
Al estacionar en la entrada de la casa de Leanne, sonó mi teléfono. Era Don.
Mientras observaba el pequeño ícono verde, mi mente se ancló en nuestro último encuentro antes de partir. Es que así como por momentos parecía ser un lord creado a la imagen y semejanza de una obra de Kate Morton, por otros tenía el poder de hacerme sentir por fuera de los parámetros delicadamente estipulados.
Había pasado por la comisaría con el objetivo de dejar el papeleo correspondiente de mi nuevo rol externo y luego de informarle que me ausentaría por unas pocas semanas, me pidió conversar al terminar la jornada.
Como era de esperarse, aplacé mi permanencia allí hasta tanto él terminara de trabajar. Cuando finalmente lo vi venir, Rowena apareció.
Una vez más, la desgracia del pasado se hacía presente para derrumbar cualquier propósito que albergase la idea de un futuro.