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AUDREY JORDAN

Miércoles 15 de mayo, 00.15 h

Una acalorada discusión entre Leanne y Todd la noche anterior puso el punto final a mi tolerancia en aquella casa, alentándome a tomar coraje y salir de allí.

Llamé al Pine Lake y enseguida reuní mis cosas para escabullirme durante aquella marejada ajena, pero que podría salpicarme de un momento a otro. Aparentemente, Leanne había olvidado que esa semana tendrían la cena de la empresa de él, dejándole el terreno liso y llano, listo para despotricar contra lo poco que le interesaban sus cuestiones formales.

Manejé despacio por entre algunos bancos de neblina característicos de aquella época del año. El árbol de Eugene seguía intacto, firme y robusto, tal como lo recordaba. Sonreí al rememorar mis andanzas cuando escapaba de casa para treparme a él junto a Jayden y Grace; y enseguida volví a posar la mirada en el camino.

Hacía tiempo que no me dirigía hacia aquel lado del pueblo, más bien años. Solíamos escaparnos con Ezra alguna noche para cambiar de escenario y, en efecto, varias fueron las ocasiones en las que fantaseamos con comprar el pequeño establecimiento y asentarnos allí.

De tan solo imaginarme llevando toallas calientes a la habitación número siete me recorrió un escalofrío, o tal vez exprimiendo naranjas al alba para que ningún huésped nos sorprendiera en ascuas. Permítanme morir aquí, entre música funcional y karma.

Al ingresar, el cencerro que colgaba de la puerta de madera rústica sonó. Un joven detrás del mostrador levantó su mirada y enseguida le pregunté por la dueña.

–Me temo que la señora Günther falleció el pasado septiembre.

Noté la incomodidad de tener que recitar un obituario en el muchacho pálido y esmirriado, aunque inofensivo. De otra forma hubiera salido corriendo de allí sin mirar atrás. Demasiada vida real superando la ficción había minado mi confianza en el mundo y, si bien lo trabajaba a menudo en terapia, todavía me costaba creer en la bondad de los desconocidos.

Caminé en línea recta con la llave de la habitación cuatro en mano. Todo se encontraba igual a como lo habíamos dejado. Los marcos rectos albergando láminas falsas de Matisse, el papel verde estampado de la pared que asombrosamente se mantenía en perfecto estado y hasta la mancha oscura en la madera del suelo justo delante de la puerta tres. Los recuerdos arreciaron y yo estaba allí para recibirlos, con nada más excepto mi alma, cual náufrago cuya balsa se acababa de romper sin tierra firme a la vista.

Giré sabiendo la respuesta de antemano, aunque a la expectativa de que una daga voladora se clavara en nuestra historia.

–Disculpa… –leí su nombre bordado en la camisa–, Jerry. –El muchacho sonrió incrédulo–. ¿Quiénes son los nuevos dueños?

–El nuevo dueño. Es uno solo. Al dejarnos Ottilia Günther, el señor Ezra Portland ha comprado el lugar.

Sonreí de costado y esta vez no volví a mirar atrás.

A la mañana siguiente, me sorprendieron los insistentes golpes de un puño no tan fuerte, aunque impaciente. Luego de recapitular la última noche y terminar de situarme en el tiempo y espacio del Pine Lake, caminé hasta la puerta.

Greta Fisher se encontraba parada del otro lado, con su cabeza gacha, la espalda algo curvada y al mirarme, noté también sus ojos extremadamente hinchados.

En las buenas épocas, Greta supo ser amiga de mi madre. Recuerdo que se reunían en noches de semana a beber algunos tragos cuando eso suponía un acto revolucionario. Erin era más pequeña que yo y en aquel entonces unos pocos años parecían dividir territorios entre las jovencitas. Así que yo solía quedarme en mi habitación, mientras la niña jugaba alrededor de nuestras madres.

–Pasa, Greta, por favor. ¿Acaso ha ocurrido algo?– La acompañé con mi brazo.

–Audrey, te necesito.

–Dime, ¿qué puedo hacer? ¿Es Erin?

De la antigua señora Fisher quedaban migajas. De esa cuya valentía inspiradora había contagiado a mi madre, incluso hasta terminar por tomar la decisión de mudarse a Manhattan. Es que, sin previo aviso, su vida había oscurecido de golpe como quien se muda a Noruega en noviembre.

Su hija Erin había desaparecido hacía diez años de la noche a la mañana. Se esfumó sin dejar rastro y esto, como era de esperarse, despertó una serie de interrogantes en Gibraltar Lake. El caso fue cerrado prontamente, catalogado como huida. Parece que no tardaron en encontrar testigos que aseveraran que la muchacha Fisher no veía la hora de echar polvo por la 34, país arriba.

En aquel entonces ya me encontraba en la universidad, así que si bien el caso nos tocó de cerca, no lo suficiente como para ser interrogados. Se había tratado del fin de semana de escapada a la cabaña de los tíos de Ezra, ese en el que Frederick había terminado por apodarse “Go Go” y Leanne había intercambiado miradas tan prometedoras como infinitas con Liam.

La mujer parecía llorar con toda su alma, era ese tipo de tristeza que no da tregua alguna. Recién luego de algunos minutos, pudo explicarme todo lo sucedido la noche anterior.

–Inservibles. Eso son. Un puñado de buenos para nada. Nadie hizo nada. Mi pequeña estuvo todos estos años colgando de...

Sus palabras parecían buscar su sitio a fuerza de codazos. La abracé. Cuando logró recomponerse nuevamente agregó:

–Audrey, querida, conocí a tu madre y sé lo mucho que te amaba. Ella ha sido de las pocas que creyó en mí. Ahora te pido que tú también lo hagas. Ayúdame a resolver quién fue. Sé que eres policía ahora.

–No lo soy. Solo suelo trabajar con ellos.

–Bueno, pues, esta vieja conocida necesita que trabajes con ellos aquí, en Gibraltar Lake. ¿Lo harás?

Mierda. Lo haría, claro que lo haría.

–Iré a ver a Andrews. Él siempre ha sido como de la familia, seguramente pueda compartirme el expediente. –Y ahí hice lo único que no debía, desde ningún punto de vista...–. Llegaremos al fondo de esto, Greta. –Promover falsas expectativas.

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