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ОглавлениеDARCY
Miércoles 15 de mayo, 18.30 h
(Réplica #4)
-Continúa, querida, suena estupendo. Pero siéntate más erguida.
Darcy cesó el bailoteo certero de sus dedos sobre las teclas de marfil, sintiendo una vez más el bochorno que le cargaba su madre. Hacía tiempo que el simple hecho de escuchar su voz la paralizaba, y si a eso se le sumaba el gesto de placer fingido, como si flotara por algún jardín secreto rodeada de querubines, el rechazo cobraba protagonismo. “El piano es mi amigo, un confidente que calma mi rabia”, se repetía a menudo y sobre todo, bajo aquel techo.
Ser hija de Queeny Andrews era realmente sofocante y valía por dos vidas y dos muertes elevándose al cielo sin objeciones.
–Hacía mucho tiempo que no tocabas.
Robert fue la campana que salvó la situación. Se asomó segundos después de que su esposa e hija hubieran escuchado su entrada. El arma ya se encontraba descargada y guardada bajo llave, costumbre que había adoptado desde que los niños habían nacido. No fuera cosa que por culpa de la inocente tentación infantil sucediera una tragedia inigualable. Ya en la sala se quitó el cinturón y la placa, que dejó en la pequeña mesita de apoyo de siempre.
–Enseguida cenaremos –anunció Queeny y se marchó hacia la cocina al son de sus medianos tacos cuadrados. Darcy no entendía por qué motivo su madre vestía como una condenada madama si vivían en un suburbio de Colorado y pertenecían a la clase social “familia del alguacil”.
Queeny Andrews adoraba competir por dar de qué hablar: por la delicadeza en cada mesa al invitar a alguien a cenar, por su tipo correcto de dirigirse a cualquier persona haciéndola sentir inferior, sin haberla disminuido.
A lo largo de los años había articulado para ella y su familia una realidad que no habrían podido alcanzar de otra forma más que en su imaginario. Pero claro, cuando las cosas aprietan, por algún lado algo se escurre, así que Darcy, en este caso, era la grieta que no solo provocaba filtración, sino que la ponía en jaque constantemente, desafiando y exponiendo su vida de utilería. Adornos de porcelana de segunda, portarretratos cuyos marcos vistos de lejos habrían pasado por plata y tapizados cosidos a mano por ella, con las mejores telas obtenidas en una liquidación por cierre hacía años.
–Sigue tocando, dale una alegría a tu viejo padre.
–No estás viejo, estás gordo –bromeó la muchacha cuando su madre ya no estaba presente para reprenderla, o agregar algo que arruinara el momento.
Darcy no comprendía cómo su padre, un hombre tan común y corriente, pero sobre todo sencillo y buena madera, había terminado casado con su madre. Claro que seguramente habría sido el típico caso en el que el bonachón e inexperto muchacho de golpe se da cuenta de que una de las bellezas del pueblo se interesaba en él.
Y así fue: Queeny lo quería, más bien lo adoraba. Si bien sus formas de demostrarlo solían ser nulas a los ojos de sus hijos, que bien podrían haberla confundido con una niña novia de Kirguistán, lo hacía. A pesar de causarle gracia la comparación, no se permitió esbozar una sonrisa. Desde que había firmado aquel formulario de amnistía y junto a ello, descubierto la terrorífica realidad que esas pobres mujercitas vivían a diario, supo que algún día llegaría a ser alguien lo suficientemente influyente como para hacer algo.
La cena estuvo lista en pocos minutos, Isaac bajó haciendo chirriar la vieja escalera y, como siempre, recibiendo una mirada de desaprobación de parte de su madre. De todas formas, esto pareció no importarle. Darcy cerró la tapa del piano de cola que había heredado de su abuela paterna y sus pensamientos de revolución se fueron diluyendo como sucedía siempre que permanecía cerca de su madre durante más de quince minutos.
–Hoy pasó Audrey Jordan por la comisaría –comentó Robert en la mesa. Su esposa levantó la mirada inmediatamente y Darcy sonrió de costado, mirando el plato. Isaac por supuesto que ni se dio por aludido–. Va a participar del caso Fisher. –Queeny bufó y enseguida Robert agregó–: Greta fue a verla, estaba desesperada.
–Y no es para menos –sumó Darcy.
–Tú, niña, calla.
Una mirada cargada de repulsión fue envuelta y entregada a su madre, que terminaba crucificada en su imaginación.
Robert se dirigió a Darcy:
–¿Hay algo que quieras saber del caso, cariño?
–No, papá, gracias por preguntar.
Volvió a mirar a Queeny, pero esta vez no fue correspondida. Grafismo ilustrado de toda una vida creciendo en aquel hogar partido exactamente por la mitad.
–Bueno, era de esperarse que las cosas terminaran así para la joven Erin, ¿no? –continuó hablando sola cuando vio que ni su esposo, ni sus dos hijos le seguían la corriente–. A las niñas malas eventualmente les termina sucediendo algo, no siempre tan...
–Oh, Queeny, por favor, ¡ya basta!
Darcy trató de esconder la altanería que en ese instante cubría todo su rostro. Eran pocas las veces que Robert ponía a su esposa en su lugar, pero cuando lo hacía, contaba con absoluta razón.