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SEÑORA FISHER

Martes 14 de mayo, 20.45 h

(Réplica #2)

Inmersa en la penumbra violácea del anochecer, aquel breve paréntesis entre la despedida de los últimos atisbos del día y que la noche se cobrara su merecido y esperado protagónico, Greta Fisher se encontraba sentada a la mesa.

La madera lustrada y perfectamente labrada por ebanistas en los comienzos de 1900 databa de una época en la que sus bisabuelos solían hacer gala de pertenecer a una de las familias más acaudaladas del lugar.

Claro que más tarde sus padres se gastarían casi toda la fortuna para dejarla a ella, madre soltera, con aquellos muebles como únicos bienes tangibles.

Cierta perversa culpa la atormentaba cuando fantaseaba con deshacerse de ellos con el único fin de llevar comida a la mesa. Probablemente se trataría de una nueva cosecha de la siembra que regó el discurso materno, ese mismo que la martirizó cuando apareció embarazada de cinco meses después de haberse ido en busca de su destino, exactas palabras que empleó antes de cerrar aquella puerta de un golpe, provocando un vibrato en la tripa de sus progenitores. De su madre más que de su padre. O eso parecía. El señor Fisher se había vuelto experto en ocultar emociones; en toda su vida, Greta jamás había logrado sacarle algo que no fuera un cumplido formal o una mirada de desaprobación cuando, según él, la merecía, siendo esto último lo que más prevalecía.

No tuvo más remedio que parir y criar a su niña en la vieja casa Fisher, siendo el precio de que a esta no le faltase nada, el mismo que pagaría en carne propia hasta la muerte de su padre y más tarde de su madre.

Remordimientos los había de sobra, ya que en el fondo encontrarse sola con la pequeña Erin supuso un gran alivio en sus vidas, aunque el cargo de conciencia se plantara suculento. Eventualmente se las arregló para salir adelante, educarla de la mejor manera posible y hasta llegar a conseguir esa beca que sentó el precedente sobre el camino bifurcado en la suerte de los Fisher hasta aquel entonces.

Lo que no vio venir, desde las frescas épocas de incondicional entrega, valor y paciencia, era que Erin nunca llegaría a cumplir aquellas metas que por momentos parecían ser más deseadas por ella que por su hija.

La joven desapareció la noche de un incierto septiembre, diez años antes.

No hubo rastro alguno que alegase un posible secuestro, menos aún evidencia de lo que podría haber sido un homicidio, así que dieron por cerrado el caso luego de convenir que la joven había huido. De todas formas, en la estación podrían dormir tranquilos por la noche, mas Greta nunca lo creyó así.

Erin podía ser una adolescente rebelde, a veces hasta un poco más de lo que había sido ella misma, pero su vínculo era genuino. Ni en uno ni en mil años podría haber querido escapar. Ni siquiera se trataba de querer creerlo, sino de una intuición que partía desde sus vísceras hasta terminar en un clásico cosquilleo en las coyunturas de sus dedos. La había cargado en su panza por poco más de nueve meses, conocía cada uno de sus rincones sin necesidad de espiar sigilosa. Recorría junto a ella cada viraje y hasta podría haber anticipado sus cambios de ruta.

Y en eso Erin había sido consecuente. No buscaba un cambio lejos de su madre. A la niña se la habían arrebatado.

Greta se sentaba a la mesa cada anochecer mientras en silencio recorría mentalmente el caso. Quien la observara desde afuera a través de uno de esos coloridos vitreaux jamás podría haber decodificado la calma solapada que creía aparentar. Su inteligencia se encontraba subestimada por un nivel y tipo de vida que nunca llegaban a estar a la altura de su real perspicacia.

Una gran tempestad azotaba su interior; siempre se la percibía inquieta, aun encontrándose inmóvil. Incluso en el pueblo hacía tiempo que un grupo de malintencionados había comenzado a tildarla de ermitaña e insana.

Pero Greta estaba más cuerda que nunca y si de algo estaba segura, era de que eventualmente lograría dar con el o los responsables de lo sucedido.

Golpearon a la puerta, pero no titubeó en tomarse su tiempo para pararse y caminar con lentitud hasta el hall de entrada, echar un vistazo al retrato del recibidor en donde aparecía la foto escolar de Erin a sus doce años, con sus paletas todavía separadas y algo de incipiente acné. Enganchó con su dedo el único llavero que colgaba de la pared y recién ahí dio al cerrojo.

El instinto, quizá, parecía haberla refrenado y posteriormente susurrado al oído que se demorara cuanto le fuese posible, pues a partir de ese momento todo cambiaría para convertir su realidad en un eterno purgatorio, con justa razón.

El alguacil Andrews, preparado para lo que vendría, se había colocado el sombrero a la altura del esternón. El muchacho que lo acompañaba era la primera vez que lo hacía. Se encontraba nervioso y miraba hacia el suelo con los ojos más saltones que de costumbre, aunque nadie terminaría percatándose de él.

Era vasta la historia entre la señora Fisher y Andrews como para sumar nuevas caras, y por cierto tampoco es que hiciera falta.

Greta clavó sus ojos en los de Robert. Este, que hacía algún tiempo que no la veía, se impresionó al ver que el paso del tiempo en ella había hecho estragos. O tal vez debía adjudicarse a sí mismo el hecho de que una señora de cincuenta y unos pocos se encontrara derrotada.

No hubo necesidad de declaraciones. A esta altura y luego de un cumplido período de incertidumbre, la noticia se absorbía por los poros.

Así se mantuvieron en silencio por unos instantes y para cuando el cielo se encontró absolutamente teñido de negro, dejó escapar un grito desesperado, permitiendo que sus rodillas se quebraran en ese mismo zaguán en el que había esperado, durante diez años, a que Erin regresase.

Porque ahora el cierre era definitivo, ya no habría lugar para la esperanza, para el “qué tal si”, incluso para un temido secuestro que intentaba no mencionar en voz alta, pero que aun así albergaba la ilusión de su hija con vida.

Erin no regresaría jamás. Y todo ese tiempo que muchos creerían que borraría todo y alentaría la resignación, no hacía más que agigantar su dolor.

Tomó una decisión. Ahora mismo una única cosa la ayudaría a levantarse. La misma inercia que nace desde el motor interno y que se alimenta únicamente de la sed de venganza.

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