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AUDREY JORDAN

Miércoles 15 de mayo, 10 h

Para cuando llegué a la comisaría, el pueblo se encontraba en el punto más álgido de actividad. Había olvidado que las cosas en Gibraltar Lake eran tan distintas de las de la isla. Mientras que aquí las personas cortaban sus rutinas para descansar por la tarde, Manhattan ni siquiera lo hacía de noche, cuando se suponía que la naturaleza indicaba en rigor que, de una vez por todas, ya era hora de cerrar los ojos.

Al poner un pie en el suelo, percibí esa familiaridad en el aire que antecede al nudo en el estómago. Enseguida escuché un chistido y cuando giré, lo vi venir caminando hacia mí: Ezra, suelto de palabras y realizando movimientos que se percibían mucho más ágiles y livianos que antaño. Abrió sus brazos y la satírica imagen me capturó. Si lo que ese joven buscaba era un abrazo, esquivaría su cuerpo en un acto heroico de dignidad.

–Audrey, nuevamente entre nosotros.

Nosotros. Esperaba que no se refiriera a él y Beatrice, ya que resultaría bastante indecoroso.

Mantuvo la distancia, perturbando la ensoñación de mis promesas. Pueblo chico, infierno grande, pero mayor sería el escándalo de su prometida si las malas lenguas le hacían llegar la realidad distorsionada de nuestro breve y desinteresado encuentro.

–Así es, pareciera que el lago siempre vuelve a arrastrarme. Ni que tuviera un afluente.

Reí sola puesto que, como era de esperarse, Ezra no terminó de entender el chiste, y junto al golpe de la puerta del auto que se cerraba, levanté mi mano para enseguida ingresar a la comisaría.

Una parte de mí habrá subestimado el férreo acto de ayudar a Greta, puesto que aquel lugar no era más que un arsenal de tormento en mi pasado. El mismo banco de madera ahora brillante y que, a pesar de su reciente barniz, se trataba del mismo que me había alojado por largas horas mientras mi madre declaraba aquella fatídica noche en la que nuestra vida dio un vuelco de esos que tienen el poder de revertir todo lo conocido hasta el momento.

En aquella época todavía vivíamos en el pueblo contiguo, pero como Andrews había tomado el caso por ser un buen conocido de mi madre desde siempre, fue en Gibraltar Lake que se dio el desenlace.

De hecho, la última vez que había visto a Ben Atwood era allí mismo, cuando la caravana de policías y agentes vino a buscarlo. Pasó caminando frente a mí, esposado y con el semblante endurecido. Esa fue la única ocasión en la que llegué a conocer la verdad de su alma, luego de la bruta salpicadura de realidad que acababa de empaparme.

Tomé aire, recordé todo lo trabajado este último tiempo en terapia.

Audrey, eres adulta y tu vínculo con Ben Atwood consta del simple y ficticio recuerdo de lo que podría haber sido. Tu padre biológico es quien realmente importa. Enfócate. Basta. Eres mucho más que tu historia. Patrañas...

Divisé a Andrews detrás de un escritorio y enseguida me acerqué. Al levantar la vista y encontrarme, percibí su alegría.

–Luces igual a tu madre –fue lo primero que dijo.

–Menos mal –reí forzadamente hasta culminar en un sonido parecido al de un puerco.

–Lamento mucho lo que sucedió con Mary Ann, lo supe al poco tiempo por Leanne.

Bajé la cabeza. Todavía me hacía ruido hablar de mi madre con el mismo cariño que le había tenido toda mi vida. Aún no sabía realmente qué conclusión sacar de ella, su historia y, sobre todo, sus mentiras.

–Sí, una verdadera tragedia.

Andrews me rozó el brazo y de golpe esa familiaridad intangible se hizo presente. Su calidez conmovía. El mundo contaba con algunas personas que no tenían un ápice de maldad y este hombre era una de ellas. Intenté salir de la tensión emocional.

–¿Cómo están los niños?

–Más desvergonzados que nunca. Isaac comenzó la escuela este año y Darcy es la niñera de Leanne...

–Lo supe. Me alegra que sea ella quien cuide de los niños.

–Bueno –bufó–, no sabría decir con certeza quién cuida de quién… –Sonreímos al mismo tiempo–. En fin, imagino que no solo viniste a saludarme.

–Imaginas bien. Por mucho que anhelaba verte, estoy aquí en calidad profesional. –Andrews automáticamente se paró bien erguido y prestó atención–: Greta Fisher.

Bajó la mirada al suelo, percibí su incomodidad. No era de esas personas cuyo trabajo y vida personal pasasen por carriles ajenos.

–Vino a verme esta mañana –continué–. Me pidió que leyera el expediente y ayudara en lo que pudiera.

–Mira, Audrey, querida, el caso ya fue tomado por los federales, no hay mucho que podamos hacer.

–No importa –lo interrumpí suavemente–; se lo prometí, cualquier dato será valorado por ella, lo sé.

Andrews suspiró y luego hizo un ademán para que lo acompañara a la sala de reuniones.

–Oficial Spike, por favor, ¿sería tan amable de traernos el expediente del caso Fisher?

Revisé minuciosamente hoja por hoja. La autopsia se encontraba en curso, pero hasta ahora sabíamos que la joven había pasado por un infierno antes de morir. Había conocido a Erin poco pero lo suficiente como para que sus fotografías me erizaran la piel. No todos los días una acostumbraba a ver los restos de alguien con quien alguna que otra vez había cruzado una palabra, una sonrisa o simplemente la emoción viva de tan solo una mirada.

–La encontraron unos jóvenes que intentaban filmar un video para volverse famosos o algo así. –Egos de niños heridos con pocos problemas como para ocuparse de ellos–. Parece que a mitad de camino de un rapel improvisado, dieron con el hallazgo.

Todos esos años, Erin Fisher había quedado sujeta a dos cuerpos rocosos, producto de una falla en el acantilado. El carnaval que se armó fuera de la comisaría, sumado a los federales pisándoles los talones, no les dejó más opción que analizar en pocas horas lo sucedido.

No obstante, al tratarse de un cadáver con diez años de descomposición, el cuerpo forense podría trabajar con un ojo abierto y otro tuerto a juzgar por el estado y las causas posibles de muerte.

Poseía golpes letales que bien podrían deberse a la caída. Lo que al momento no se sabía con seguridad era si había caído por accidente o bien había sido empujada.

Finalmente, pudieron confirmar que el deceso se había producido estando inmovilizada allí abajo, en el medio de la nada, la misma noche de septiembre en la que yo me encontraba junto a Ezra cubiertos por una manta rancia que hasta el día de hoy la recuerdo y pica. Esa noche, una joven moría. Una más y contando.

La recordaba como una jovencita atractiva. Los genes Fisher traían consigo cierta gracia, una que estos días Greta había terminado de vapulear por completo. Pero aún así, avejentada, mucho más de lo que su edad real transparentaba y en pleno duelo, seguía siendo una mujer que llamaba la atención. Tampoco es que fuera tan mayor, de seguro que era más joven que mi madre.

Una puntada en la sien me sorprendió. Revivir el crimen de Juliet ahora de mano de la familia Fisher definitivamente no sería bueno, pero debía cumplir con mi promesa.

Mi teléfono vibró y aproveché a atender rompiendo el silencio de aquella pequeña sala.

–¿Cómo estás?

–Ocupada, pero dime, ¿cómo está todo allí?

–¿Estás bien?

–Supongo…

–¿Qué pasa, Jordan?

–Sabes que no me gusta que me llames por mi apellido.

–Perdóname, quise acompañar la solemnidad de tu voz.

Rio y su afonía natural me recordó lo mucho que lo extrañaba.

–Necesito tu ayuda –dije sabiendo que a continuación lograría ubicarlo una vez más en la perfecta tensión que solía odiar.

Escuché su respiración honda y finalmente habló:

–Dime.

A los pocos minutos llegó la noticia a la estación de Gibraltar Lake, en la cual Don Hardy firmaba mi permiso de participar del caso Fisher para lo que pudiera ser útil.

<No te vayas a quedar allí, Betty>.

<Que no te quepa la menor duda, no bien pueda salir de Gibraltar Lake, lo haré>.

Decidí no preguntarle por Rowena y el juicio. Además, sabía de primera mano que tampoco le gustaba hablar de ello.

Un joven oficial se acercó y me ofreció un café –negro, por favor–. Seguí leyendo el expediente hasta dar con un detalle que capturó mi atención. Siempre observa los detalles, Audrey. Podía escuchar el eco de Craighton.

Erin llevaba consigo un bolso que cruzaba su abdomen y que todavía se conservaba en gran medida a pesar de los años a la intemperie. Era el único objeto en mejor estado que sus restos, desde luego.

Aquel bolso marrón de cuero gastado contenía su teléfono, algo de dinero, un pasaje de autobús con California como destino y dos mudas de ropa, lo suficiente como para vivir algunos días fuera de casa hasta tal vez establecerse.

Aparentemente, Erin se iría de allí y su madre no conocía esta decisión, ya que, de haberlo sabido, lo habría mencionado cuando el caso todavía se encontraba fresco. Por el contrario, Greta continuaba jurando y perjurando que su hija jamás se habría fugado, sino que se la habían quitado.

Le solicité al oficial que trajera las cajas de evidencia, pero como era de esperarse, se encontraban en manos de los federales, que trabajaban en el hotel de la ciudad de Tucson, no muy lejos de allí.

Decidí ir a echar un vistazo a sus pertenencias y, en efecto, probar si mi suerte de principiante se mantenía intacta.

Saliendo de la comisaría me topé con Leanne y nos miramos con extrañeza.

–¿Qué haces aquí? –dijimos casi al mismo tiempo y luego eché a reír, pero esta vez ella no me acompañó.

–Vengo a hacer una denuncia. –Bajó la voz y me apartó del corredor de entrada–. Es Liam. No aparece por ningún lado.

–¿Y tú crees que es una buena idea involucrarte en esto? ¿Qué demonios, Leanne?

–Audrey, por favor, solo te pido que no me juzgues.

–No lo hago, te cuido de Todd.

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