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LEANNE PERCOTT

Jueves 16 de mayo, 17 h

Se detuvo en la palma izquierda de su mano, cuando colocaba la alianza perfectamente pulida de un matrimonio absolutamente rugoso, con pliegues que habían terminado por formar surcos. Profundidades, de esas bastante familiares, aunque había caído en ellas más de una vez.

Rabia mordaz, vulnerabilidad y una llana sensación de saberse inútil frente a alguien que había convertido en habituales sus malos tratos, como si el castigo de exponerse a una vida entera a su lado no hubiera sido suficiente, ahora, además, era una víctima de violencia. La sola palabra le provocaba repulsión. Ella había sido fuerte, se sabía sólida, erguida sobre valores que su familia bien le había inculcado y que había decidido continuar propagando.

Esa misma furia que ahora ardía en su mano izquierda y que ni siquiera había sido un recuerdo de Todd, sino de sus propias uñas clavándose en sí misma, junto al constante rechinar de dientes, ese que la salvaba de desplomarse delante de sus niños cuando bien podría haber roto en llanto.

Algo en las pequeñas lunas esta vez pareció sermonearla, tal como se le llama la atención a un pequeño que rapiña dulces a medianoche. El “ya basta” se sumaba a la desaparición de Liam e indudablemente hacía que el foco de un futuro interrogatorio se posase sobre Todd. Era cuestión de días si no de horas para que todo se supiera. Algún testigo que los hubiera visto inmiscuirse en las penumbras. ¿Por qué le había ofrecido luciérnagas cuando ellos dos merecían que el sol en todo su esplendor les bañara la frente?

Desde el momento en que abriera la boca, la verdad se destaparía y, antes que eso sucediera, debía contener a los niños. Las habladurías de Gibraltar Lake nunca habían permitido salir ilesos a los protagonistas. Cuando Todd se viera burlado, debería estar fuera de esa casa o quizá podría ser la última vez que su frente fuera bañada por la luz del día.

En alguna ocasión había intentado hablarlo con Audrey, pero no era un tema que se pudiera comentar por videollamada o en medio del caos en el que su amiga vivía inmersa.

Además, creía que si no lo decía en voz alta, no sería tan grave, que podría aguantar un poco más hasta que las cosas se resolvieran solas. Los grupos de apoyo no eran una opción, ni en su pueblo ni a dos de distancia. El anonimato era un lujo de las grandes ciudades.

Claro que lo de Liam la había eyectado de sus planes de la noche a la mañana, haciéndola replantearse su felicidad futura y, por sobre todas las cosas, su seguridad.

Los niños poco sabían de esto. Si algo tenía Todd era la discreción que se requería para ejercer su violencia sobre ella.

O bien esperaba a que se durmieran o, en algunas ocasiones, había llegado a torcerle la muñeca debajo de la mesa, mientras una media mueca simulaba el perfecto matrimonio de cara a dos pequeños inocentes que jamás se habrían imaginado el calvario al que su madre se veía expuesta en cada odioso amanecer.

Por eso tampoco había hecho algo antes. Los niños eran felices con su padre y la culpa de quitárselo, sumada a lo sucedido diez años antes, se volvía insostenible para su ahora nueva fragilidad.

No obstante, las últimas semanas había sido devuelta a la vida, provocando que sus ganas de seguir adelante crecieran, así como parte de la alegría que sabía perdida hacía tiempo. La otra mitad era conservada a la fuerza por sus hijos, dado que jamás se habría permitido que vivieran a expensas de una madre indispuesta, con los ojos depositados en el afuera.

Marcó una última vez el teléfono de Liam y visto y considerando que efectivamente la situación ya había superado lo alarmante, decidió llamar a Audrey y pedirle que la acompañara a la estación de manera inmediata. Ya no se trataba de buscar a Liam, sino de su marido que, posiblemente, había asesinado a su amante.

Robert Andrews se sorprendió al ver a Audrey Jordan y a Leanne Percott sentadas en las dos butacas que enfrentaban a su sillón en el despacho abierto que había pedido específicamente cuando asumió su rol de sheriff.

–Nada de cuatro paredes, quiero verme con mis compañeros.

Esa era una de las tantas razones por las que el pueblo entero lo adoraba como a una deidad de carne y hueso, algo más corpulento de esculpir, pero con la bondad indiscutible que habían celebrado a la hora de nombrarlo a cargo.

–Robert, te necesitamos.

–Nunca te vi tanto en tan pocos días –bromeó, y Audrey sonrió con decoro.

–Leanne necesita contarte algo, los dejo solos.

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