Читать книгу Mal de muchas - Marcela Alluz - Страница 17

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Puedo tener todos los estados de ánimo que existen en un día. A veces en una tarde. Otras, en una hora. Me hice análisis de sangre porque obviamente es más fácil echarle la culpa al cuerpo que a la cabeza. Está todo en orden. No hay hormonas sueltas, ni glucosa baja, ni presión oscilante. Mi corazón tiene ritmo adecuado en el electro, aunque yo crea que se detiene, se acelera o late a destiempo.

Por momentos me echaría a morir en un rincón de la terminal y sin embargo, al rato estoy riéndome como descosida de una ocurrencia leída al pasar. Soy una boluda entusiasta y una maniática depresiva. No hay fármaco que haya dejado de probar, ni sustancia que no me haya puesto en la sangre para estabilizar una montaña rusa que me circula piel adentro, día tras día.

Anhelo rutinas. Sueño con estantes ordenados, papeles en carpetas y ropa doblada. El caos se ha apoderado de mis rincones afuera y adentro del cuerpo. Hay días en que me alimento como espartana y otros como romana. Puedo participar de orgías o ser una monja de clausura. Se me enloquecieron los controles y ya he tocado todos los botones para reiniciarme. No hay manera. Mi conexión con el mundo es esta. Baja señal o vuelo en colores. Me duele la inestabilidad. Tengo unos abruptos cambios en el humor.

Hay días en que la alegría no me cabe en el cuerpo. Estoy jocosa, hago chistes, todo me parece gracioso, le tengo paciencia a mi madre y hasta nos reímos juntas. Va a cambiar el tiempo, dice ella y a mí me hace gracia.

Pero hay otros. Días en que soy la nada misma. Un aletargamiento similar al de los animales que hibernan, me imagino. Nada me conmueve, no encuentro un lugar donde ovillarme a morir, la inercia salvadora me redime y el instinto de supervivencia evita que caiga en el abismo oscuro que se me abre ante los ojos. Días en los que apagaría la alarma para quedarme en la cama, la cabeza tapada, la mente muda.

Será la menopausia, me dice mi amiga cuando me ve entrar en la sala de maestros y desplomarme sobre alguna silla. Puede ser. Pero desde siempre me ha pasado en algunos períodos de mi vida, un cansancio arcaico se apodera de mis huesos. Me faltan causas para explicarme a mí misma qué hago viviendo. Se me enfría la sangre y me convierto en una planta en un balcón de una vieja solitaria; parada, aparentemente saludable, ilesa, pero con los pies enraizados en una tierra oscura que me aprisiona y no me permite moverme del lugar del desánimo. Una sensación instalada en el puente de los ojos me agobia. Muero de nada y nada puedo hacer, solo esperar que suba otra vez la marea y se transforme la linfa que me habita en savia bruta.

Tendrías que ir a un médico, me dice mi madre mientras abre las cortinas de mi pieza. No soy capaz de decirle, Vení, vieja, dame un abrazo, haceme una sopa de zapallo y leeme un cuento. Sé que lo haría, lo sé. Pero se supone que soy yo la que debería cuidar de ella ahora y haber crecido de mente también para sobreponerme a este malestar que a todas nos debe pasar, pero que yo lo tomo como un síntoma de otra cosa. Tal vez sea simplemente estar atiborrada de pautas sociales que no cumplo y que me pesan en ese sitio que algunos le llaman alma. Soy soltera, sin hijos, no brillo en mi profesión, no tengo el peso esperado, no soy sociable, vivo con mi madre. Tan grande y con mi madre.


Mal de muchas

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