Читать книгу Mal de muchas - Marcela Alluz - Страница 20

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Cuando me fui a convivir con Nacho me di cuenta de que era un imbécil. No, antes no lo vi. Escucho a esas personas que dicen que uno conoce al otro en la primera cita, o que es posible saber quién es el que tenemos al lado en unos pocos encuentros y digo, Dichosos. Yo necesité dormir un buen tiempo al lado de un tipo para saber quién era. Me lo negué, no quise ver, no dije nada. Seguí corriendo como en los gimnasios, con una cuerda tirando de mi cintura para atrás.

Pero hay un momento, uno, en que te das cuenta de la pavada que te mandaste, el instante en que vos sola, hablando con vos misma y mirándolo pensás, Qué tarado. Y no se lo decís a él, no. Te lo decís a vos. Esa es la diferencia. Porque cómo hacés para convencerte a vos misma, una vez que hablando con vos te decís, Es un idiota. Y la otra de vos asiente mirándote con cara de A mí me lo venís a decir. A partir de ahí es una guerra perdida para el fin de los tiempos. Porque empiezan a tomar cuerpo las posturas y a achicarse las opciones. Primero, vos no sabías que era un pelotudo, seguía en pie la opción uno, vivir con él, después lo intuías, opción uno: me quedo y sigo cruzando los dedos de que lo juzgué mal; opción dos: le hago caso a mi intuición y me alzo al carajo. Seguidamente hay una gran certeza de que sea un pelotudo. Opción uno: le sigo dando chances de que me sorprenda con un ataque de lucidez. Opción dos: le hago caso a mis certezas, agarro mis bultos y me tomo el palo. En breve tiempo ya es seguro, innegable a todas luces que es un pelotudo. Opción uno: lo asumo y me hago yo también la pelotuda. Opción dos: huyo con lo puesto sin mirar atrás. Finalmente, te lo decís, Lo es.

Lo es. Lo es. Y de pronto las opciones empiezan a abrirse drásticamente porque empiezan a aparecer factores que no habías tenido en cuenta mientras lo observabas devenir en el infeliz del que querés alejarte. Me quedo y me la banco. Me quedo y lo transformo. Me quedo y espero. Adónde mierda me voy. A lo de una amiga, alquilo algo, a una pensión, a la plaza, a un hogar de día, a lo de mi hermana con su marido malhumorado y sus tres hijos, a lo de mamá. Me sigo quedando a pesar de que todos los días las pruebas indelebles de su imbecilidad se empiezan a amontonar en los imanes de la heladera. Tolero. Me empiezo a callar, dejo pasar, le busco lo bueno, empiezo a tomar vino, me duermo con Alplax, cojo con los ojos cerrados, me quemo las manos con el termo. Me transformo yo en una desgraciada, engordo como perra, se me cae el pelo, me fastidia hasta el sonido de su voz. Lo planteo, se lo digo, me dice, Andate. Y sí, la casa es de él. Pero, pero, pero, aquí ocurre lo inesperado. Porque de sobra es sabido que la ficción es la hija bastarda de la impredecible e insuperable realidad. Mientras duraba el trance de definir adónde corno me marchaba, me enamoro insólitamente de un compañero de trabajo. Y ahí, al cambiar mi humor, mi cuerpo, mi voz, mi sangre, el color de mi cabello, se me vuelve soportable la presencia de Nacho y damos marcha atrás en mi mudanza.

He ido por la vida llenándome de excusas. Una a una, a cual más valiosa para anudarme los tobillos. Se han llamado de muchas maneras, han ido tomando el nombre totémico necesario para trenzar los hilos que me han ido atando, para desplumar, a mano y sin helarme ante la sangre, las alas que como muñones malditos me crecen insistentemente en los hombros.

Me he ido guardando cuanto pretexto había, entre los pliegues de las manos, me he ido apropiando de tristezas ajenas y de causas impropias, he andado llorando lágrimas prestadas.

Ahora es demasiado tarde, me decía. Y siempre posponía el vuelo. Me despedía de la bandada de golondrinas que volaba en forma de v corta. Me tomaba fuerte de la falda, me abrochaba las sandalias, le contaba las hojas a los lirios. Me fui suicidando en tapices a medio hacer, y buscaba un trozo de vidrio, pequeño, untado en sal fina, para ver si así, con el dolor lacerándome, me atrevía a alcanzarlas.

Pero al borde del abismo, lamía con avidez la sangre de los muñones, me ajustaba el nudo en los tobillos, escribía disculpas encriptadas de palabras y las ataba a los pies de la última de las golondrinas en forma de un mensaje. Ella, apostada en el alféizar de la ventana, me esperaba, me esperaba.

Pero sabe, que amordazado el deseo, no voy a seguirla. La próxima, le digo. Y sigo, juntando los pedazos en que me reparto para que nadie se rompa.


Mal de muchas

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