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Capítulo 1 16 de noviembre de 2016

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El tren avanza a gran velocidad, cómodo y silencioso, ajeno a las vidas y sentimientos de sus ocupantes. En este momento, voy reclinada sobre mi asiento y ladeo ligeramente la cabeza para mirar por la ventanilla. La primera vez que hice este trayecto hace ya veintidós meses, me divirtió el cambio del paisaje conforme me alejaba de mi querida Andalucía y me adentraba en la meseta española.

En el transcurso de los casi dos años que he estado viviendo en Madrid, mi vida ha sido tranquila, apacible y productiva, todo a la vez. Jamás pensé, cuando hace unos días planeé mi regreso a casa, que lo haría en estas horribles circunstancias.

Me coloco los auriculares y conecto la música, intentando alejarme de una realidad de la que no puedo escapar. Las notas no tapan el dolor ni tampoco pueden cambiar lo ocurrido. Mi padre ha muerto. Así, sin más, de un infarto traicionero y egoísta que se lo ha llevado sin preguntarme a mí primero.

Tenía setenta y cuatro años, y se llamaba Tobías. Era un buen hombre, y no porque fuese mi padre, sino porque lo único que había hecho en su vida era trabajar y ayudar a los demás. Cariñoso, con cálidos ojos azules que siempre sonreían cuando me miraban, pero que se volvían tristes cuando pensaba que yo no le veía. Creo que jamás llegó a superar la muerte de mi madre. Siempre fue un padre entrañable, con mucho sentido del humor y amigo de sus amigos, pero sobre todo, un hombre que se hizo a sí mismo, y que continuaba viviendo tras la muerte de mi madre, más por mí que por él.

Ella también me fue arrebatada de pronto. A pesar de que hace ya casi once años que la perdí, su recuerdo sigue vivo. Recuerdo con intensidad su sonrisa, sus bromas, su belleza. Recuerdo como me dejaba cepillar su larga cabellera negra, y la intensidad magnética de sus ojos. Sí… aquellos ojos que tomaban la tonalidad de la aceituna verde madura. Vivaz, enérgica, entusiasta, y artista. Tomaba en sus manos un lienzo y desplegaba todo su ingenio. Y yo la necesitaba, pero un accidente de coche me la arrebató con tan solo treinta y siete años de edad.

Ambos tenían una bella historia. Una historia de amor que solían relatarme en forma de cuento y que yo no me cansaba de escuchar. Para mí, era una historia como la de los libros, pero sabía que los protagonistas eran mis padres y eso la hacía muchísimo mejor. Hasta la explicación de mi nombre me parecía hermosa. Ana, como mi madre, Isabel como mi abuela paterna. Ana Isabel era un nombre bonito, pero largo, y mi padre tuvo la feliz idea de abreviarlo en Anabel. De esta forma, decía él, yo era la esencia de lo mejor de ambas, y a la vez, un ser diferente.

—Señorita, ¿desea tomar algo?

La azafata del tren acaba de romper mi ensoñación y aquellos recuerdos que me ayudan en cierta forma a abstraerme de este momento duro. No. No deseo tomar nada y niego con la cabeza intentando emitir una sonrisa que no llega a mis labios.

Mi madre era pintora y mi padre constructor. Él era empresario, un importante constructor. En sus comienzos fue albañil, pero siempre tuvo muy buen ojo para los negocios y las cosas le fueron bien. Fue invirtiendo sus ahorros en el mundo inmobiliario, y poco a poco, comenzó a amasar una pequeña fortuna, lo que posibilitó que fundara su propia empresa, haciéndose un hombre importante en el pueblo y un nombre en el mundo empresarial. Era un conquistador tenaz, que se resistía por desgana a consolidar una relación seria, hasta que encontró a mi madre en su camino. Una aparición que le cambió la vida.

Por su parte, mi madre vivía con su hermano, mi tío José, su esposa Francesca, y la familia de esta, en un apartado caserío campestre de Andalucía. Aislada del mundo. Tal vez fue el destino el que jugó con ellos, haciendo que el amor llegara a su puerta, pues cosa del destino pareció el que sus vidas se cruzasen de forma tan inusual.

Todo ocurrió de la forma más simple, sin más, como si una mano invisible los hubiese rescatado de sus solitarias vidas y los hubiese unido, envolviendo sus manos en un lazo invisible, quién sabe, si un hilo rojo poderoso.

Soltero a los cincuenta y un años, mi padre se sentía cansado del tipo de vida que llevaba y empezó a pensar en la posibilidad de un nuevo comienzo. Decidió buscar algo apartado, algo especial, donde poder descansar. Fue así como empezó a buscar en los alrededores de Sevilla, donde él residía en su pequeño piso de soltero, topándose casi de casualidad con una edificación espléndida, un antiguo cortijo agrícola rodeado de arboleda, con fácil acceso sin embargo, y un enorme cartel verde y naranja de “SE VENDE”, apostado junto a la puerta de entrada a ese camino.

Estaba muy bien situado sobre una pequeña loma y por algún motivo le atrajo de inmediato. Que fuese antiguo no importaba en absoluto, pues quién mejor que él para reformarlo a su antojo. Enfiló el sendero hacia arriba y conforme más se acercaba, más cautivado se sentía por aquel hermoso lugar. Hasta que llegó a la misma puerta de entrada y ahí, detuvo de inmediato su coche y se bajó del mismo, maravillado, prendado, pero no de la casa.

Fuera, en el exterior de la misma, regando las flores y jugando con un pequeño, se encontraba la joven más hermosa que él jamás vio, mi madre. Se percató de que ella era mucho más joven que él. Es más, luego descubrió que solo tenía veinticuatro años. Pero él sintió que esa mujer era diferente. Podía haberse fijado en sus formas esbeltas, o quizás, en su larga cabellera morena que se mecía con el vaivén de sus caderas al mover la regadera. Pero lo que lo sedujo por completo fueron sus ojos. Dicen que los ojos son el espejo del alma, y aquellos hipnóticos ojos verde oliva, le quitaron el aliento.

Ella le observó un instante, sintiendo que ese desconocido, no lo era en realidad. Que tal vez coincidieron en otra vida, o se cruzaron en alguna ocasión sin detenerse el uno en el otro. Pero que estaba allí porque era donde debía estar. Desde su inocencia, y sin saber muy bien por qué, le regaló una inmensa y sincera sonrisa que hizo que todo él, incluidos sus latidos, dejaran de pertenecerle, para pasar a ser parte de ella, Aquel día intercambiaron sus corazones para siempre.

De nada sirvió que mi tío José insistiese en la diferencia de edad, o que Francesca, su esposa, hiciera lo imposible por intentar que la relación no funcionase. Ellos sintieron un amor puro y auténtico por el que decidieron luchar sin más.

Mi padre terminó comprando la casa. Pero cuando además mi madre le explicó las circunstancias que habían llevado a la familia, a poner en venta la finca, él decidió que el lugar era lo suficientemente grande como para poder vivir todos en ella. Eso sí, para poder tener intimidad, prepararon su particular nido de amor, reformando para ellos una pequeña parte aledaña, situada junto a una gran extensión de tierra repleta de matojos y abandonada a su suerte. Planearon sembrar un jardín sobre esos matojos y que aquella casita dentro del caserío fuese su propio espacio independiente dentro de la gran superficie. Mi madre la llamaba la casita azul, porque la pintó por entero de ese color, color de los ojos de mi padre.

El día que se casaron fue realmente precioso y según sus palabras, mágico. Unos meses después llegué yo al mundo para completar a la familia. Un bebé llorica, de ojos azulados como mi padre y pelo negro como mi madre.

***

Ha pasado mucho tiempo de todo aquello… pero yo sigo recordando la historia como el primer día que me la contaron. Ahora, tengo veintitrés años y soy la viva imagen de ella. He heredado su sonrisa, mi pelo también es largo, pero en mi caso, rizado, como el de mi padre. Dicen que heredé su elegancia, pero yo lo pongo en duda. Y si bien les doy la razón a mis padres con respecto a que Ana Isabel es un nombre bonito, al igual que ellos, yo también prefiero Anabel.

También heredé el amor de mi madre por la pintura. Aún recuerdo nítidamente la ilusión de aquel día en que mi madre me trajo un gran paquete envuelto en papel de rayas en tonos rosa y azul. Al abrirlo comprobé extasiada que contenía un caballete y un maletín de pintura. Tenía cinco años. En ese momento, un nuevo mundo se abría ante mí, y decidí explorarlo en profundidad, vivirlo intensamente. Nos gustaba pintar juntas, nos encantaba. Hasta que el cruel destino nos lo arrebató, junto a todo lo demás, aquel fatídico 7 de febrero de 2006…

Nunca lo olvidaré. Tan solo ocho días después de mi doceavo cumpleaños. Aún me causa dolor recordar todo aquello. Siento angustia y una opresión me atenaza la garganta.

Mi madre salió la mañana de ese día de casa y ya no regresó jamás. Perdió el control del coche que conducía y se estrelló contra un árbol muriendo en el acto, dejando muy malherido a su hermano José que la acompañaba y que fallecía pocos días después del accidente. Qué curioso el destino. Cómo saber que, efectivamente, ambos hermanos se iban a cuidar en vida y a morir juntos.

Mi padre, mi tía… estaban desolados. Mi primo Pascual, aquel niñito de ocho años que la acompañaba cuando mi padre y ella se conocieron, y yo, incrédulos. La tragedia arrasó aquel día. Mi querido padre jamás lo superó. Cayó en una depresión tan profunda que temí perderle a él también. Por suerte, fue capaz de continuar viviendo por mí, pero no volvió a ser el mismo. Abandonamos el hogar familiar porque los recuerdos eran dolorosamente insoportables.

Dejé de pintar por falta de motivación. Había perdido a una de las personas más importantes de mi vida. El dolor me impedía hacer nada propio. Al crecer, encontré algo de consuelo en el mundo de la restauración, pues me parecía imposible pintar sin ella a mi lado. Me mantuve ocupada, los estudios y el trabajo me ayudaron a sobrellevar los días y eludir al pensamiento.

Siempre permanecí al lado de mi padre. No quise dejarlo solo. Después de lo sucedido, ambos nos mudamos a aquel pequeño apartamento de soltero que él tenía en Sevilla. Y allí vivimos juntos hasta hace dos años. En esa fecha me propusieron trabajar como restauradora en una importante galería de arte que podía abrirme innumerables puertas. Para ello, tenía que desplazarme a Madrid. En principio me negué, pero mi padre me convenció. Insistió en que debía perseguir mi sueño, continuar, abrirme mi propio camino. Me hizo prometer que a mi regreso volvería a pintar.

De pronto escucho el grito de un niño en algún lugar del vagón y vuelvo de forma brusca al momento. Basta ya de recuerdos. He de continuar viviendo el presente, si bien el vaivén del tren hace que sienta ganas de dejarme llevar de nuevo. Hago un esfuerzo por alejar la melancolía que me envuelve y observó al niño que antes ha gritado. Es gracioso, con la cara llena de pecas y el pelo peinado como si fuese un rastrillo. Se le ha caído un diente y llora, mientras su madre intenta consolarle en vano.

A mi lado se sienta un señor mayor que me mira de forma fija, hasta que al fin, se decide a tocar mi hombro y me quito los auriculares.

—Disculpe joven. No quería molestarla, la veo sumida en sus propios pensamientos… pero es que no he podido evitar fijarme en el gran parecido que tiene usted con la joven que desapareció a principios de año. Por un momento pensé que tal vez…

No termina la frase. Ni hace falta. Ya me había pasado otra vez, unos meses antes. El parecido entre aquella muchacha y yo es realmente asombroso. Intento sonreírle.

—Ya me lo han comentado antes. Nos parecemos un poco, o quizás no tanto, solo en el color de los ojos y del pelo. Poco más —le contesto con amabilidad.

—Qué va jovencita. ¡Son como dos gotas de agua! ¿Qué la trae a estas tierras? Tiene acento de por aquí.

—Sí. Soy de Sevilla. Es solo que he estado fuera.

—¡Ah joven! Se la ve triste, ¡pero regresa a casa! ¡Debería estar muy feliz!

No siento deseo alguno de explicar a este señor lo que me pasa. Ni el motivo de mi regreso. O volveré a llorar de nuevo.

—Sí. Es que voy estudiando, por eso llevo los auriculares…

—¡Ya decía yo! ¡Pues no la molesto más, siga, siga! Yo me bajo en la siguiente, en Córdoba. Un placer señorita.

—Igualmente.

Vuelvo a colocarme los auriculares. Mi amiga Irene me ha acostumbrado a escuchar las noticias a diario. No estoy yo hoy para escuchar muchas penalidades, pero lo cierto, es que la costumbre es una fuerte ley.

Como una invocación, vuelven a hablar de la muchacha desaparecida. Aún no hay novedades. Alguien dio una pista que ha resultado ser falsa, y de nuevo, hablan durante días de ella, para después, relegarla al olvido dormido. Todo el país está en vilo con el denominado “Caso de los ojos de sirena”. Y ella no es la única. Son ya varias las chicas que parecen haber volado de la faz de la tierra, todas hasta ahora de distintos lugares del país, sin más conexión que su gran parecido físico. Jóvenes de piel blanca, negros cabellos y sobre todo… el color de sus ojos. Verde, o azul. Colores del océano y de los hijos del mar, el color de las sirenas que atraían a los navegantes en las leyendas. Quizás hayan sido engullidas por ese mismo mar, que ahora, en lugar de hijos, se lleva hijas…

El reflejo de la ventanilla me devuelve esa misma imagen de piel pálida recortada por negros bucles a través de mis ojos azules. De reojo observo como el anciano de mi lado se levanta y se prepara para salir. El tren ya está en Córdoba. Se despide de mí lanzándome un beso al aire y yo le sonrío. Me quito los auriculares para decirle adiós, y apoyo la cabeza.

No quiero vivir esta pesadilla, pero cerrarme al mundo no va a borrar lo ocurrido. Haciendo un gran esfuerzo de voluntad, me fijo en el exterior. No es igual “ver”, que “mirar”. Y ahora… veo. Esos abrazos en el andén, esos reencuentros. El pequeño que antes lloraba ahora sonríe apoyando la cabeza sobre el regazo de su madre, mientras ella le susurra algo del ratoncito Pérez. Y yo trago saliva. A mí no me espera nadie…

Unos minutos después continuamos la travesía. Ya falta muy poco, unos quince minutos. El paisaje es hermoso, conocido, familiar. Estoy llegando a casa. A Andalucía. A su calor, alegría, a mis raíces, a bellos recuerdos de antaño.

Madrid me ha acogido estos dos años y me he sentido muy bien allí. He estado realizando un trabajo que me ha llenado, soy de esas personas afortunadas que disfrutan con su trabajo y, además, he tenido la dicha de contar con una compañera de piso que ha resultado ser como una hermana. Mi querida Irene. Pero aun así, echaba de menos Sevilla. Mucho tiempo fuera, demasiado sin ver a mi padre. Aunque hablaba con él a diario, no podía tocarle, acariciarle, besarle.

—Anabel querida, como no vengas pronto, aunque sea un fin de semana, ¡tendré que ir a por ti! En serio, te echo mucho de menos hija.

—Venga papá, sabes que estoy deseando ir, pero tengo mucho trabajo. Casi he terminado de restaurar el cuadro del que te hablé. ¡Iré por Navidad! —le confirmé entusiasmada.

—¡Navidad! ¡No puedo esperar tanto! Envejezco a chorros.

—Ya será para menos papá. ¿Tomas la medicación?

—Pues claro, nena. De lo contrario ya estaría criando malvas.

—¿Tienes que ser tan… expresivo?

—¡Vamos pequeña! ¡Este cuerpo está lleno de achaques!

—¿Y qué? —dije extrañada—. Podrías ganar un pulso si quisieras a cualquier joven.

—Te echo de menos mi niña —me dijo bajando el tono de voz.

—Yo a ti también, papá. —Suspiré, y se hizo un silencio en la línea telefónica—. Pero sabes que esto es muy importante para mí. Si consigo hacer bien este trabajo me destinarán a la sucursal de Sevilla. ¡Estaremos juntos otra vez! —Intenté transmitirle mi ilusión.

—Lo sé hija. Lo sé —enfatizó—. No te preocupes. Solo faltan unas semanas para Navidad.

Casi podía palpar su desilusión. ¡Me sentí fatal! ¡Quería contarle la verdad! Pero me contuve, la sorpresa merecía la pena. Me habían ofrecido mi deseado traslado a Sevilla. ¡Me moría de ganas por contárselo! Pero no por teléfono.

—¿Qué sabes del primo Pascual y los demás? ¿Están bien? —le pregunté para intentar que por fin cambiase de tema.

—Sí. Insisten en que me mude con ellos, para que no esté solo. Pero no me apetece nada. Andrés y María me hacen compañía de forma continua. A veces, tengo que exigir que me dejen intimidad. ¡Vaya par de carcamales! —Por su tono de voz, estaba claro que sonreía.

—Bueno papá. Esa casa tiene muchos recuerdos para ti. Al menos no está cerrada, aunque a mí me encantaría que cuando yo vuelva nos vayamos los dos juntos a ella. Tal vez sea hora de comenzar de nuevo. ¿Qué te parece?

Notaba el silencio al otro lado del teléfono y decidí no insistir.

—Te quiero papá. Lo sabes, ¿verdad?

—Claro hija. Yo también te quiero. Sueño con el momento de tu regreso, y te advierto que quiero ver que te dedicas a lo que de verdad te gusta ¡pintar tus propios cuadros! No puedo prometerte regresar a la casa, me provoca mucho dolor estar allí sin ella. Lo siento, hija. Pero sí me gustaría que tú lo vieses como un plan de futuro. Puedes hacer algo bueno allí. Piénsalo.

—Lo haré papá. Lo haré. Mañana hablamos de nuevo. Te quiero.

—Hasta mañana Anabel. Yo también te quiero pequeña.

Sin embargo, al día siguiente no contestó al teléfono. Recuerdo con pesar cómo llamé a casa de mis tíos y estos no tenían noticias de él. Preocupada, me puse en contacto con Andrés, amigo y abogado de mi padre desde hacía años y tampoco me contestaba. Se apoderó de mí una angustia enorme. Media hora después, Andrés me llamaba. Mi padre había sufrido un infarto. No se había enterado de nada, según los médicos que le atendieron.

Mi corazón explotó en mi pecho, como el suyo. Pero el mío tiene el mal gusto de seguir latiendo. Si hubiese podido estar con él, al menos no habría muerto solo.

Vuelvo a cerrar los ojos. Me siento desolada y por segunda vez en mi vida, realmente asustada.

Estatuas de sal

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