Читать книгу Estatuas de sal - Margarita Hans Palmero - Страница 18

Capítulo 8

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—¿De qué están hechos los ángeles, mami?

—Uy, no lo sé. Supongo que de nubes de algodón.

—¿A qué huelen mamita?

—A helado de vainilla y flores de azahar.

—¿Se le caen las alas?

—Solo si son malos. Y los ángeles no son malos, ¿verdad mi pequeño angelito?

—Y…

—Venga Anabel. Duérmete ya. Te cantaré algo y mañana, si quieres, pintaremos ángeles pequeñitos con tus nuevas pinturas.

—Oh, sí, mami. Por favor.

Mi mente está mezclando retazos de sueño y de recuerdos reales, presos de una vigilia, de un duermevela que no me permite descansar. Volver aquí ha despertado una parte de mí que creí olvidada. Ya no soy la pequeñita de cinco años que estrenó su caja de carboncillos y pinturas nuevas dibujando ángeles. Pero me siento como si de nuevo fuese esa niña. Una niña que siempre fue inquieta y quiso saber. Nunca acepté el porqué de las cosas como tal, yo quería conocer la base. Quizás por ello, me cuesta tanto aceptar las imposiciones de la vida.

Como cuando tenía ocho años…

—Don Antonio, ¿por qué no nos habla de los ángeles?

—Oh, Anabel. Tú siempre igual. Estos seres fueron muy importantes. Date cuenta de que un ángel anunció a María que iba a nacer nuestro señor Jesús.

—Sí, pero, ¿por qué en lugar de curas no hay ángeles?

—No puedo responderte a eso. Solo puedo decirte que todo tiene una explicación lógica. Lo mismo si están, junto al sacerdote, de forma discreta y sin que nadie los vea.

—¿De verdad cree usted eso?

No me convenció don Antonio. Pero no quise preguntar más, porque luego, se quejaba de mis preguntas a la directora, y ella me reñía. Creo que una de las aficiones favoritas de mi directora era esa, llamarme la atención. Pero lo único que yo hacía era preguntar mis dudas. Seguir un temario es lógico, pero la vida es más que una serie de temas relacionados o no entre sí, en un orden de consecución establecido por alguien. La vida es un compendio de experiencias y reflexiones.

En determinadas clases todo era sota, caballo y rey. No podías salirte del orden establecido en la asignatura correspondiente. En otras, sin embargo, como por ejemplo en la clase de historia de la Srta. Paula, no solo preguntábamos, sino que ella se extendía, nos ponía ejemplos, traía diapositivas. Me encantaba la clase de historia. Es más, hoy por hoy, pienso que esa fantástica profesora jugó un papel importante en mi formación posterior. Potenció mis ansias por saber, me hizo vivir su asignatura.

Ángeles...

Un ángel es lo que pedí, hasta desgarrarse mi corazón, al morir mi madre. Pedí, lloré, rogué que me la devolviesen. Que ya tenían muchos en el cielo. Que yo solo la tenía a ella. Dos días después, tío José también moría y con su muerte, llego el desgarro. Papá me informó de que nos marchábamos. ¿Cómo explicarle a mi padre, que mi madre seguía ahí, aunque nadie más que yo pudiese verla? No físicamente, pero sí en cada rosa, en cada pájaro, en las gotas de agua de la fuente, en su cuarto de pintura, en la fotografía de mi dormitorio… Irme de casa era alejarme de ella.

Antes de partir, mientras mi padre subía mi pequeña maleta en el coche, corrí al jardín a despedirme de ella. Una vez más, me pareció ver su reflejo en el agua de la fuente y, sentí una emoción infinita. Mis lágrimas saladas se mezclaron con el agua dulce en aquella mañana, en la que hasta los pájaros callaron, creo que por respeto.

—Yo le cuidaré, mamá.

Recuerdo haber metido mis pequeños dedos en aquella misma agua, removiendo en ella como si así, mi madre pudiese emerger. Noté una calidez en mi mejilla y un poco de alivio en mi corazón. Como si un beso de madre me hubiese sido regalado. Y después… me marché. Como guiños en la hora mágica del subconsciente, voy recordando aquella época tan amarga.

Recuerdo mi pena al ver la casa alejarse… ”Villa Ana”. Recuerdo la angustia al llegar a aquel piso tan frío y desangelado. Recuerdo los llantos de mi padre cuando me creía dormida, la paciencia de Andrés en acompañarle a todas horas, los abrazos y caricias de María. La de noches que me dormí en su regazo, soñando con mamá…

Recuerdo la primera vez que intenté volver a pintar. Fue imposible. Sin ella, no podía. Y recuerdo mi primer trabajo como restauradora. Me devolvió paz.

Y ahora, estoy aquí, intentando dormir y soñar con ángeles que me ayuden a algo imposible. Porque ellos ya se han ido cuando noto una calidez en mi mejilla y un poco de alivio en mi corazón, como si el beso de una madre me hubiese sido regalado… y al fin, consigo dormir en esta primera noche de regreso a casa.

* * *

La claridad sobre mis párpados me hace volver a la lucidez. Abro los ojos, y percibo como el sol entra a raudales en la habitación, llenándolo todo con su luz, y haciendo un pequeño exorcismo sobre mis angustias. ¿Dónde estoy? Ah, sí. En casa. Mi primera noche aquí después de tanto tiempo.

El agua templada de la ducha me devuelve la energía. Mis vaqueros favoritos y una camiseta roja con un gran corazón verde en el pecho, me recuerdan que es hora de dejar de parecer un fantasma pálido. Como voy a desayunar con Lola, decido poner algo de brillo en mis labios y sombra en los párpados. Pocos se darán cuenta de la noche tan inquietante que he tenido.

—¡Por todas las abrazaderas del mundo! ¿Eres tú Anabel?

—¡Hola Luis!

¡Qué alegría! Aún no había visto a Luis y corro a él como si fuese una niña pequeña. Me da un abrazo enorme y ríe a carcajadas levantándome del suelo y levantando la curiosa mirada de un hombre que está a su lado y que no conozco.

—¿Cómo estás pequeña? ¡Aunque ya no se te puede decir pequeña! ¡Eres toda una mujer, y una muy guapa, por cierto!

—Oh, Luis. Tú, como siempre.

—Cariño, no puedo perder mi fama de conquistador indomable. Vuelvo locas a todas las mujeres, y en tu caso, ya lo eres. Así que sígueme la corriente y dale otro achuchón a tío Luis.

Le sonrío como una boba, recordando tantos momentos y observando divertida las arrugas que se han formado en torno a sus ojos marrones. Tiene la piel curtida, y el pelo algo gris, pero no debe tener más de cincuenta y tres o cincuenta y cuatro años. Es un hombre muy risueño y capaz, que lleva trabajando en la casa toda la vida. Comenzó conduciendo un tractor y llegó a ser el capataz por así decirlo, el encargado. Que yo sepa, nunca se casó. Siempre decía que las mujeres eran el amor de su vida, pero en general. Que solo una casi consigue colocarle una alianza. Pero al parecer, algo falló también en esa relación.

—Siento mucho lo ocurrido Anabel. Tu padre siempre fue un gran hombre y le debemos todo por aquí. Fue generoso no vendiendo la finca y permitiendo a la familia de tu madre quedarse. Y ha sido generoso con lo de las participaciones. Pero deja que te presente a Pedro. Ya lleva un tiempo con nosotros, se podría decir que es mi mano derecha.

A su lado, un hombre joven, de unos treinta años, vestido con un mono de trabajo azul, me observa con una fijeza que me pone los vellos de punta. Lleva el pelo algo largo y muy despeinado. Es algo grueso y lleva barba de un par de días.

—Encantada Pedro —le saludo de forma educada.

—Igualmente —me contesta él algo rudo.

Al adelantarme para dar la mano a Pedro, mi pelo aún húmedo se me va a la cara. Como lo llevo suelto, es difícil de domar con tantos rizos. Al echármelo para atrás, se enreda con la cadena donde llevo colgada mi pequeña llave. Me la coloco y Luis se queda mirándola.

—Bonito collar.

—Sí. Me lo regaló mi padre. Tú sabes, la llave de su corazón —le digo con disimulo.

Pedro me mira con recelo, mientras Luis se ríe y vuelve a darme dos besos.

—Me alegra tenerte por aquí, pequeña. Cuidado con Lola. Te está esperando para desayunar. Ha repetido al menos siete veces en cuatro minutos que estás muy delgada —me dice guiñándome un ojo.

—Hasta luego Luis. Adiós Pedro.

Y ahí está mi Lola, en el centro mismo de sus dominios. En esta gran cocina, cuna de los mejores platos que alguien puede imaginar, y fruto de la mezcla perfecta entre una cocinera de esas que “lo llevan en la sangre” y el transcurso del tiempo. Entre cacharros y ollas, girando su cuerpo hacia mí, con su enorme y sincera sonrisa. Creo que nunca he visto a Lola de mal humor. A veces vocifera mucho a Julio, su marido, pero ella dice que es para “refrescar el cariño”.

—¡Buenos días, jovencita! ¿Has descansado?

—Sí Lola. He dormido bien. Por cierto, felicidades por la cena de anoche, como siempre, te has superado.

—¡Por fin alguien que sabe apreciar mi buena cocina!

—Sí, sí. Pero que sepas que lo de cebarme no es una idea que compartamos.

—¡Venga ya niña! ¿Qué es esa tontería de la línea? ¡Curvas! Venga, siéntate. Dime, que te apetece ¿quieres unos churritos?, ¿tostadas?

—Um, no sé. Unos churritos están bien.

—¡Marchando!

Cuando era pequeña, esta cocina era uno de mis lugares favoritos. La costumbre era que en tiempo de recolección, las familias enteras se quedaban a pasar la noche en el cortijo para que fuese más práctico, ya que trabajaban de sol a sol, como se suele denominar.

Es inmensa. Sus dimensiones pueden ser aproximadamente de doce metros de larga por siete de ancha. Tiene una gran puerta de entrada, más bien un enorme portalón de madera. El suelo era de cemento pulido, pero ahora, es de un gres policerámico que imita al barro. En las paredes hay un zócalo de azulejos de barro que combinan con el suelo. Son tonos tierra, pero también hay mucho azul y amarillo.

Me encanta su chimenea. En invierno debe tener la suficiente capacidad para calentar toda esta enorme habitación, o al menos, la mayoría de ella. Aquí se está en la gloria cuando llega el frío y los leños no cesan de arder. A un lado de ella se encuentra la primitiva cocina de leña, sin embargo, ahora ha sido sustituida por una moderna, con un gran horno y unos muebles hechos de mampostería para poder guardar lo necesario. Estos muebles no tienen puertas, y están cubiertos por una encimera, donde se colocan los enseres. Es el conocido por todos como “poyete”, hecho de los mismos azulejos, si bien en este caso, se puede apreciar que en determinados lugares de más uso se ha colocado una práctica encimera más moderna y fácil de limpiar. Los huecos de los muebles son tapados a partes iguales por puertas de madera en color roble y cortinas de cuadros en tonos azules y blancos al estilo rústico antiguo.

En el otro extremo de la chimenea hay un inmenso botellero antiguo, una especie de mueble platero de madera en el mismo color y un gran aparador donde se puede apreciar que está guardada la vajilla y la cristalería. Dos grandes mesas, que más bien parecen tableros, de al menos metro y medio de anchos, por siete metros de largo, con sendos bancos a cada lado, ocupan el lado derecho e izquierdo de la cocina.

Un ruido llama mi atención mientras me siento cerquita de donde Lola cocina. Sentada en una mesita pequeña dispuesta a modo de escritorio, Alba garabatea algo en un cuaderno de trabajo. Levanta la mirada, casi con renuncia. Está sumamente concentrada en su trabajo.

—Hola Alba, ¿ya has desayunado?

—Sí —me contesta animada— estoy haciendo mis tareas del cole. Hoy no tengo clases porque es sábado, pero mi mamá me ha dicho que las termine prontito.

—¡Alba! ¡No molestes! —le riñe su madre, salida de alguna parte tras la alacena que hay junto al aparador.

—Por favor Lucía, no le riñas. Me gusta hablar con ella.

—Es que es muy habladora, y a Germán no le gusta que moleste.

—A mí no me molesta, de veras. Al contrario, me gustan los niños. Si tu marido y tú no tenéis inconveniente, me encantaría que me visitase siempre que ella quiera. Creo que allí se va a distraer bastante, si le gusta pintar, tengo un montón de pinturas y pequeños lienzos.

Lucía parece estar asombrada y a la vez encantada. Sin embargo me da la sensación de que todo esto requiere la autorización de Germán. Algo me dice que es un hombre algo severo, al menos en lo que respecta a la educación de Alba.

—Toma, mujer esquelética, tu desayuno. —Lola ha puesto ante mí unos churros estupendos que huelen a gloria y un tazón de chocolate.

—Muchas gracias Lola. Esto es un placer del que no voy a prescindir. Por cierto Lola, el otro día vi a una joven en el jardín. Parecía haberle pasado algo, una muchacha más o menos de mi edad, con el pelo negro, aunque más corto que yo… llevaba vaqueros y una blusa roja, y creo que es muda. ¿La conoces?

Lola me mira con asombro.

—Pues no.

—Mi tía me comentó que a veces viene alguien a echar una mano para fregar bien la cocina. Pensé que tal vez fuese ella.

—No. No tengo idea de quién puede ser. De todas formas, no es normal que alguien entre en la finca sin permiso. Pocos acceden a ella salvo el personal que trabaja aquí, y algunos amigos del joven Pascual o de Roberto. Igual es una de las chicas esas actrices, amigas de Roberto.

—Te refieres a Robert…

—Me niego a llamarle así. Es de tontos cortar el nombre de esa manera —me dice enfadada arrancándome una carcajada.

—¿Y tú, Lucía? ¿Tampoco la has visto?

—La verdad es que no.

Mientras, la pequeña Alba se acerca sigilosa y se sienta a mi lado. Veo que está haciendo un dibujo en su cuaderno. Me fijo un poco en él, me gusta, parece que está dibujando… ¡Menuda casualidad! ¡Un ángel!

—Qué bonito. ¿Qué dibujas Alba?

—Mi seño de religión me dijo que tenía que hacer un dibujo para llevar el lunes. Algo que me acercase a Dios. He pintado un ángel.

—Es precioso.

—Preciosa.

—¿Preciosa?

—Sí. Es una señora. ¿Te gusta? A veces tengo sueños muy bonitos con un ángel, es una señora muy guapa. Se parece mucho a ti. Tú también pareces un ángel. ¿A ti también te van a salir alas?

Siento un escalofrío y una sensación de vacío profundo en el estómago. No sé si habré palidecido, pero por cómo me mira Lola, es posible.

—Uy, no cariño. Yo no soy un ángel.

—Pues la señora de blanco me dijo que su ángel iba a venir pronto.

—¿La señora de blanco?

—Sí, la que se parece a ti.

—Pero… no tengo porqué ser yo.

—Sí, porque eres igualita que ella. Cuando ella se ríe también tiene estos agujeritos —me dice señalando los pequeños hoyuelos que se me forman al sonreír.

—¡Alba! ¡Ya está bien! Por favor, discúlpela —la interrumpe su madre.

—Tranquila Lucía, y no me hables de usted, casi tenemos la misma edad. No me molesta, de veras. Hablar con tu hija es un soplo de aire fresco.

La pequeña Alba nos dedica la sonrisa más hermosa del mundo, radiante. No me ha molestado, en absoluto, pero cuando me ha dicho lo de los hoyuelos, un cosquilleo me ha recorrido el cuerpo y he notado una sensación similar a cuando alguien te da un pequeño soplido en la nuca.

—¿Ves mamá? ¡Te lo dije! Ella es un ángel aunque todavía no tenga alas.

—¡Pues sí que te han calado pronto, primita! —se burla Pascual que en ese momento entra en la cocina—. ¿Por qué no has venido a desayunar con nosotros?

—Ah, buenos días Pascual. Tenía muchas ganas de desayunar con Lola.

Sin previo aviso la pequeña se abraza a mi cuello y me da un beso en la mejilla. Echa mi pelo para el lado, y me susurra al oído…

—Mi mamá no quiere que te lo diga, pero el ángel me dijo que todo iba a salir bien. —Y acto seguido se gira, coge su cuaderno, le da un beso a su madre, otro a Lola y sale brincando para el patio.

—Adoro la energía de los niños —comento un poco para quitar el aturdimiento que siento.

—Bien prima. ¿Vamos a ver ese jardín?

—Claro que sí, ¿y Robert?

—¡Ya estoy aquí! —contesta desde la puerta.

Estatuas de sal

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