Читать книгу Estatuas de sal - Margarita Hans Palmero - Страница 12

Capítulo 2

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Cuando el tren detiene su paso, todos se levantan ansiosos, acelerados, mientras yo parezco moverme como una especie de robot oxidado. Bajo del tren cogiendo mi única maleta, que pesa como si dentro llevase toda mi vida, y empiezo a caminar sintiendo que no soy yo, que todo esto no está ocurriendo de verdad. Dos figuras me saludan desde el andén. Mi primo Pascual es uno de ellos, que agita su mano hasta que se da cuenta que lo he visto. A su lado, Andrés, el amigo de mi padre, que parece haber bajado dos tallas de estatura de repente.

De forma lenta, como si no pudiese con el peso de mi cuerpo, mi maleta y yo, comenzamos el ascenso por las escaleras mecánicas que nos llevan a la plataforma superior, donde ambos me esperan. Al tenerles ante mí no puedo evitar volver a llorar.

Varias personas se detienen a contemplar la escena. Andrés parece muy cansado. Desde que tengo memoria siempre ha sido amigo de mi padre, además de su abogado. Un amigo verdadero que lo ha acompañado en lo bueno y en lo malo. Gracias a él, mi padre comprendió que tenía que continuar cuando mi madre se marchó. Él es para mí como un tío y, emocionada, lo abrazo y me dejo abrazar. Busco algo de consuelo en esta muestra de apoyo sincero.

—Anabel, cariño. Siento tanto lo de tu padre que ni siquiera sé qué decirte.

—No tienes que decir nada, querido Andrés. Sé que compartes mi dolor. —le respondo con sinceridad—. Eres de la familia. Y hablando de la familia… —Continúo dirigiendo ahora mi mirada hacia Pascual.

Tras el abrazo de Andrés me acerco a mi primo Pascual que se mantiene serio y rígido a su lado. Visiblemente emocionado, me abre sus brazos y me cobija en ellos, acariciando mi pelo en un hermoso gesto de consuelo.

—Con las ganas que tenía de verte y ha tenido que ser así. —Noto como le cuesta trabajo hablar—. Mi más sincero pésame. Yo quería mucho al tío Tobías y me sentía muy unido a él, al igual que me siento muy unido a ti.

—Gracias Pascual. Muchas gracias por venir. ¿Qué tal todos? —Intento parecer algo más animada.

—Ya sabes, como siempre. Ahora los verás. ¿Estás preparada?

Una triste sonrisa aflora sin mala intención en mi rostro, mientras asiento sin más.

Pascual me coge la maleta y los tres nos dirigimos al coche que tienen estacionado en las afueras de la estación. Al salir, un sol agradable me calienta la cara, pero yo me siento helada por dentro. La estación de Santa Justa no está demasiado lejos del tanatorio y, a pesar del tráfico a esas horas, llegamos en poco tiempo.

Reconozco que estoy bastante nerviosa, y desde luego, no estoy preparada para lo que veo al entrar en esa fría estancia.

—Anabel, respira —me dice Andrés preocupado.

Ni siquiera me fijo en las personas que hay en la habitación. Solo sé que intento soltar mi mano de la de mi primo Pascual, pero él no me deja y cruza conmigo la habitación hasta la enorme urna de cristal que separa el cuerpo de mi padre de mí. No veo a nadie, no escucho a nadie… En estos instantes solo tengo ojos para él. Se le ve sereno, en calma, casi sonriente. Coloco las manos sobre el cristal, en un último intento de acercamiento y lloro hasta que no me quedan lágrimas. De repente me siento como si en ese lugar solo estuviésemos él y yo. Por un instante, me parece sentir sobre mi hombro una calidez inusual. Una mano reconfortante. Cuando intento tocar esa mano y girarme para ver de quién se trata, siento un ligero cosquilleo en la oreja y huelo a flores… Me siento más tranquila, extrañamente tranquila, hasta que un pequeño soplido frío acaricia mi nuca y vuelvo a la realidad de forma brusca.

Es entonces cuando soy consciente de las personas que me rodean y que me observan expectantes. Mi tía Francesca se funde en un abrazo cálido conmigo, y observo que su rostro muestra auténtica pena, y durante una fracción de segundo me transporto a aquella época feliz junto a ella, mi tío José y por supuesto… mis padres. Pero no es así. No lo es en absoluto. A su lado está Roberto, su nuevo marido, con quien contrajo matrimonio unos años después de la muerte de mi tío. Y Robert, hijo de este y fruto de un matrimonio anterior, y que debe tener más o menos mi edad.

Acabo de encontrar con la mirada a varias personas que hacen que la emoción vuelva a embargarme. Personas que trabajaban en la casa cuando yo era pequeña, y con las que mis padres tenían una muy buena amistad. Todos me van saludando y abrazando, y yo voy contestando de forma automática, casi sin verlos en realidad. Me llevo la mano al estómago en un gesto involuntario, e intento respirar, pues siento que empiezan a pitarme un poco los oídos.

—Anabel… —me reclama mi primo.

Veo mi triste reflejo en el espejo de sus ojos. Menos mal que Pascual se encuentra aquí. Mirarme en sus ojos es retroceder en el tiempo. Es increíble. Me pierdo en su mirada. Es ver los ojos de mi tío… Dios mío, es ver los ojos de mi madre… Jamás sentí esa mirada tan familiar como ahora, jamás…

De pronto, se me acerca una anciana de pelo totalmente blanco, recogido en un elegante moño. Va muy bien vestida. Se aproxima a mí y conforme se acerca huelo a jazmín. Adoro ese olor. Sus ojos son marrones, dulces, parecen de chocolate. Creo que murmura algo sobre el pésame, yo solo siento que me abraza de una forma muy cálida y afectuosa que me conforta.

—Hola Anabel. ¡Cuánto has crecido! ¿Me recuerdas? Soy Aurora, éramos vecinos hace unos años. Mi marido es Genaro. Se ha quedado en casa. —De pronto baja la voz y me susurra con una media sonrisa cómplice—. Está muy mayor.

Y entonces la recuerdo. ¡Claro! Aurora y Genaro… los padres de Alejandro, nuestros vecinos. Y desde luego recuerdo a su hijo, Alejandro. Como para no recordarlo. Yo estaba medio enamoradilla de él, todo lo enamorada que puede estar una niña de un adolescente. Oh sí, Alejandro no era indiferente para mí, aunque yo sí lo era para él. Muchas veces venía a la finca. Tiene la misma edad de Pascual y le acompañaba de forma asidua. Muy pocas veces era amable conmigo, quizás, porque había detectado mi forma infantil de mirarle embelesada, pero lo cierto es que me enfadé mucho con él y lo apodé como El Bicho.

—Hola Anabel —escucho una voz profunda.

Oh señor, él también está aquí. ¿Cómo no le he visto antes? En verdad, mi aturdimiento es mayor del que pensé. Alejandro… No le veía desde que mi madre murió, y está… es… Ha madurado bien. De adolescente era un chico guapo, pero ahora, no sabría, si decantarme por esa voz que te acaricia el alma con su sonido ronco, ese magnetismo que desprende, el comienzo ligeramente plateado de sus sienes en contraste con la negrura de su cabello… o… sí, sus ojos. Sus ojos del color del cielo en una tormenta, pero no una tormenta que destruye, sino una que purifica.

—Hola Alejandro.

—Veo que me recuerdas.

Su voz suena vibrante. Sus ojos me miran de una forma extraña, o tal vez la extraña sea yo, porque Pascual también me mira de una forma algo peculiar.

Mi cuerpo y mi mente están agotados. Me duele la cabeza y mi cuerpo se vuelve pesado. Creo que son demasiadas emociones, dolor, angustia, la terrible verdad de mi soledad. Empiezo a sentirme como un prisionero, como alguien preso, y necesito aire, libertad, respirar. Una especie de sombra cruza tras Pascual y Alejandro, una especie de destello fugaz… una luz brillante y blanca que me aturde y de repente… me abraza…

Mis piernas se vuelven de gelatina mientras dirijo mi mirada huidiza hacia la puerta y el exterior. Mi frente se empapa de sudor y el pitido de mis oídos aumenta. Todos hablan más bajo, sus voces se acercan y se alejan, pero no puedo entender qué dicen. Siento como una especie de náusea, el sudor se extiende al resto de mi cuerpo y mis ojos empiezan a vislumbrar grandes manchas anaranjadas que poco a poco, se van volviendo negras, mientras escucho un leve susurro que no llego a comprender en mis oídos…

Y al fin silencio. Por fin consigo aislarme de todo y todos.

Estatuas de sal

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