Читать книгу Estatuas de sal - Margarita Hans Palmero - Страница 16

Capítulo 6

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Todo está cubierto por sábanas blancas. El polvo acumulado a pesar de la protección de las telas puede percibirse en el ambiente, y lo que es peor, incluso se puede inhalar. De nuevo me siento defraudada. Esperaba otro recibimiento, no ya como propietaria, sino más bien como familia. Soy consciente de que todo ha sido muy precipitado, pero aun así, noto cierta congoja y decepción.

—Solo hemos adecentado un poco el dormitorio y el baño. No quisimos invadir su intimidad, teniendo en cuenta que nadie ha entrado desde que su madre murió —el tono de su voz es algo menos chillón que otras veces, como si se disculpase en cierta forma.

—No se preocupe Adela. Lo entiendo.

—De todas formas —me comenta ahora tía Francesca— dormirás con nosotros en la casa grande, hasta que esta esté totalmente a tu gusto.

—No, gracias tía. —Voy caminando e intentando recordar—. No me asusta el polvo.

Con sumo cuidado, deposito el bolso sobre la tela blanca que cubre el sofá. Al menos mi padre no puede ver cómo está esto.

—Como quieras. Supongo que en el fondo sabía que dirías eso —contesta tía Francesca.

—Limpiar será una terapia —me digo más a mí misma que a ellas.

—¿De veras estás bien? —me pregunta Pascual solícito.

—Sí. Pero ahora necesito quedarme a solas. No sé, quiero hacer las paces con el pasado.

—Por supuesto —responde Pascual—. Vamos madre. Por favor Adela, dejémosla sola. Te esperamos para cenar a las ocho, ¿te parece bien Anabel?

—Eh… sí. Claro. A las ocho.

Pascual me aprieta un segundo la mano, con fuerza y calidez. Y después, al fin, se marchan y me dejan a solas con mis recuerdos. El estado de abandono que tengo a mi alrededor se apodera también de mi alma.

Como si tuviese vida propia que con un descuido pudiese dañar, tomo con cuidado la urna del interior de mi bolso y la deposito sobre la pequeña mesita que hay ante los sofás. Voy dejando caer mi mirada por todos los rincones, sintiendo como dentro de mí crece de nuevo la bola de la angustia y algunos recuerdos invaden mi mente…

Las sábanas lentamente se van elevando en el aire y van despejando y dejando a la vista el mobiliario. De pronto ya no hay polvo, las ventanas están abiertas de par en par y el sol entra a raudales por ellas. En los jarrones hay flores frescas. Todo está limpio y el azul cielo de la pared vuelve a brillar. El trino de los pájaros y unas risas de fondo… risas claras y alegres…

—¡No me cogerás, Tobías!

—¿Cómo qué no? ¡Te vas a enterar Ana!

Veo incrédula como mis padres corretean alrededor de la fuente blanca que Isabela decidió colocar en el patio, como si de un par de chiquillos se tratase. Las mejillas de ella están rojas y su risa es fuerte y clara. Mi padre la sigue a muy corta distancia… Giro rápidamente mi cuerpo para mirar sobre la mesa y compruebo que ¡la urna no está!

—¡Te pillé! —le dice mi padre.

—Ahora tendré que darte un premio.

—Excelente —contesta él mientras se acerca a besarla.

—Chsss… Anabel puede vernos —susurra de pronto mi madre.

—¿Y qué? Solo es un beso…

Les observo y sonrío, un alivio inmenso me llena. ¿La muerte de mi padre solo ha sido una pesadilla? De pronto… ¡oh, no! ¡Por favor, no! Mis padres comienzan a hacerse transparentes, y con tristeza, veo como el verde de las plantas es sustituido por mucho marrón de hoja seca. La blanca fuente de Isabela tiene un color extraño. Está sucia. No se oyen pájaros. Al girarme de nuevo al interior de la habitación compruebo que las sábanas siguen ahí. La urna también. No ha sido real. Solo un hermoso recuerdo. Ahora todo es muy diferente a la época recordada. Sin embargo, en mi mente, hay una determinación clara.

—Me dejasteis un legado, y voy a luchar por él y hacer valer mis derechos. Aún no sé qué espera este lugar de mí, o tal vez yo de él, pero voy a descubrirlo —susurro a la habitación, como si ellos me pudiesen escuchar, mientras en un gesto ya inconsciente, acaricio la pequeña llave que cuelga de mi cuello.

* * *

Con la urna abrazada a mi pecho, salgo al exterior, al jardín. Pensé que el olor de las rosas y el ruido del agua de la fuente me acompañarían en mi pequeña ceremonia íntima. Pero nada más lejos de la realidad.

Los caminos están cubiertos de hojas, las hojas quemadas superan a las sanas en infinidad de plantas, en la fuente casi no fluye el agua, como si estuviese obstruida, y en su lecho, hojas caídas y tierra.

Muy cerca de la piscina, sin más agua que la de las últimas lluvias, hay una hilera de rosales. Presentan mejor aspecto, como si se hubiesen revelado contra el caos que reina por doquier en el jardín. Sonrío al comprobar que la mayoría son blancos. Aún queda algo de lo que fue antaño. ¿Qué ha ocurrido en este lugar? ¿Dónde está el espíritu de vida que siempre lo habitó?

La desilusión tiene que ser dejada de lado ahora. Ya intentaré solucionar este desaguisado.

Aflojo el abrazo que ejerzo sobre la urna y la beso, como si con ello, le besase a él. Me arrodillo junto a los rosales y con cuidado, quito el precinto que provisionalmente coloqué para que las cenizas no se derramasen de forma accidental en el viaje.

—Cumpliste tu promesa papá. Me acompañaste a casa.

Esparzo con mucho amor las cenizas y observo inerte cómo se mezclan con la arena y el aire, cubriendo algunas de ellas los pétalos perfectos de una pequeña rosa naciente. Miro el objeto vacío que portan mis manos y ni siquiera sé qué hacer con él, más que dejarlo por ahora aquí, en el suelo, medio olvidado. Tan solo un instante, uno que necesito para pensar.

La capilla está muy cerca, a unos metros, pero yo hoy no siento deseos de entrar en un lugar techado. Uno de los caminos de piedra que en su día mi propio padre trazó se me antoja ahora seguir como camino, hasta que los cipreses guardianes aparecen ante mí.

Desde hace unos minutos, tengo la desagradable sensación de que alguien me observa. Sin embargo, me giro y tan solo me parece ver una cortina que se mueve en una ventana de la galería que da al jardín. El teléfono móvil me vibra con fuerza y me da un susto tremendo. Miro la pantalla y veo el alegre rostro de Irene.

—¡Hola! —Intento parecer animada.

—¿Cómo estás preciosa? —me pregunta preocupada.

—Estoy bien Irene. Algo aturdida, ha sido todo demasiado rápido. Demasiado irreal. Ahora, por ejemplo, estoy en la casa, paseando por un jardín que recuerdo de ensueño y resulta ser un huerto yermo. Me siento estafada por la vida, ajena en mi propia casa, furiosa y extrañamente cansada… pero quitando eso, estoy bien —le digo riendo para intentar suavizar todo lo que le he soltado.

—¡Venga paleta! ¡Tú puedes, con eso y con más! ¡Eres la tía más fuerte que conozco! Pacífica por fuera, pero guerrera por dentro. Además de hablar de esa forma tan tuya… ¿has dicho yermo? ¡Deberías leer menos poesía! Pues eso, y además estar muy buena y llevarte todas las miradas, dicho sea de paso. Por eso sí estoy enfadada contigo —me dice en broma.

Como siempre, mi amiga Irene saca lo mejor de mí.

—¿No será al revés? Estoy bien pelirroja, de verdad.

—Intentaré ir pronto a visitarte. ¿Te parece bien?

—Me parece mucho mejor que bien. Aquí estaré.

Vuelvo a guardar el móvil en el bolsillo y continúo avanzando, triste, melancólica, por la pena del momento, y por la angustia de ver el estado en que todo se encuentra. La llamada de Irene me ha animado un poco, pero…

Con asombro descubro que tras los cipreses guardianes y los setos de buganvillas, hay una especie de hueco cubierto por algo de maleza, que yo, desde luego, no recordaba. La mala hierba del suelo disminuye y las hojas reverdecen. ¡Menuda sorpresa! ¡Es magnífico!

¡Esta parte debe ser nueva! ¡Todo está cuidado hasta el último detalle y siento rabia por no haber venido aquí antes! De haberlo hecho, hubiese podido esparcir las cenizas en este lugar.

Observo que la hiedra que recubre el muro se ha adueñado de unas viejas vigas de madera y sirven de techo a una pequeña galería totalmente cubierta de hiedra y con pequeñas campanillas violetas por doquier. Hay una especie de estanque pequeño, tiene nenúfares… y todo está sumamente cuidado. No salgo de mi asombro cuando la veo. Es la fuente más hermosa que jamás pude imaginar. Una fuente de piedra blanca coronada con la hermosa escultura de un ángel. Un ángel hermoso. Siempre he escuchado que los ángeles no tienen sexo, pero yo diría que en este caso se trata de una mujer. Muestra una gran serenidad en su rostro, es muy hermosa y extrañamente familiar. Es increíble, tan increíble que me hace contener la respiración. El parecido con mi madre es asombroso. A pesar de que solo es una escultura, consigue que se me pongan los vellos de punta.

Representa a una mujer hermosa que eleva una mano al viento mientras la otra señala hacia la dirección contraria a la casa. Da la sensación de señalar en dirección a los rosales. Tiene una larga cabellera que parece retar al viento, y viste una túnica o camisón, que se adhiere a su cuerpo como si una brisa soplase. Su cara mira hacia abajo. Es como si sonriese a alguien junto a ella, pero no hay nadie más. Su rostro tiene una expresión carismática, atrayente. Y bajo el vuelo de su vestido, una estela de rosas se alinean como sujetándola con gracia.

Me quedo absorta observando sus inmensas alas. Parecen querer cortar el viento, como un símbolo de poder, y a la vez sin embargo transmite una gran serenidad. Siento como si su rostro hubiese atrapado en cierta forma al mío y no existiese nada más en el mundo que ella y yo. Esas inmensas alas que podrían ser una especie de amenaza para algunos, para mí son como un remanso de paz que me incita a acercarme más y más a ellas. Uf, no puedo evitar un suspiro y pensar a la vez que Irene tiene razón. Quizás lea demasiado poesía… pero es que esta escultura es… “mágica”.

El crujido de las hojas me hace girarme de pronto. De nuevo esa sensación trepidante de que alguien me observa. Señor, hace frío de pronto.

—¿Hay alguien ahí?

Escucho trinos y observo que, unos metros a la derecha de la fuente, hay un porche en construcción. Imita la forma de túnel abierto de la galería de la entrada, y todo su interior está lleno de rosales, colocados con sumo cuidado. Unas vigas de madera cubiertas por hojas de parra forman el improvisado techo, y en el centro, un banco.

Una especie de atracción magnética me lleva a sentarme en ese banco y veo que desde aquí se puede tener una visión inmejorable de la fuente y el bello rostro del ángel. A lo largo de la galería hay varios bebederos para pájaros, de ahí los trinos. Debo felicitar a Germán por esto, es exquisito.

Unas risas claras llegan a mí, aunque no veo a nadie.

—¿Hay alguien ahí? —vuelvo a preguntar.

Las risas callan de repente. El frío aumenta y echo de menos haber cogido alguna prenda de más abrigo. En cuestión de segundos, siento mis dientes castañear y abrigo mi cuerpo lo mejor que puedo. Hora de volver a casa.

Ahora es el sonido de un llanto el que captan mis oídos. Me estoy poniendo muy nerviosa. Me levanto del banco para regresar a casa y es entonces cuando veo a una muchacha que me observa.

—¡Hola!

Ella no me contesta.

—Me llamo Anabel. ¿Te encuentras bien?

Me mira sorprendida. En su rostro hay huellas de llanto. Es a ella a quién escuché antes. Pero no me habla, no me dice nada, solo me mira.

—Acabo de llegar. No nos conocemos, imagino que trabajas en la casa —le digo sonriente. Intento tranquilizarla como sea, porque la veo cada vez más nerviosa.

Ella sale de detrás del seto. Se la ve tremendamente pálida. Es hipnótico el contraste entre su pelo negro azulado y enmarañado, con la blancura casi etérea de su piel. Lleva unos vaqueros manchados, parece que de barro y unas manchas blancas en una blusa roja.

—¿Puedo ayudarte?

No me habla, pero me dice que no, lentamente, en un movimiento casi imperceptible. Y después… me hace una señal para que me acerque. ¿Cómo puede ir con una blusa tan fina y no tener frío? Aquí hace un frío que pela. Claro que sus labios están tan pálidos…

—¿No puedes hablar?

Ella me ignora y sigue andando, tan solo unos metros. Y de pronto, sale corriendo. Y yo corro tras ella, pero es inútil.

—¡No puedo seguirte! ¿Dónde estás?

No me contesta, no aparece. Y yo, ni siquiera sé cómo, me veo ante una serie de esculturas alineadas ante mí. Todas se parecen en mayor o menor medida a la figura de la fuente. Pero estas son más pequeñas. Están realizadas con un material blanco, tal vez yeso, muy bien tratado, dan la impresión incluso de ser de mármol. Hay once figuras en total, jóvenes en distintas posturas en una especie de danza. Todas ataviadas de forma similar al ángel de la fuente, pero en este caso, exentas de alas.

Da la sensación de que quieren cogerse de la mano. Sus movimientos, sus caras… no me gustan. Me hacen sentir una sensación como de angustia, no sonríen como el ángel de la entrada, y por alguna extraña razón me hacen sentir en un mausoleo.

La escultura del ángel transmite serenidad, amor, paz… pero estas esculturas, revelan una especie de agonía sin fin. Como si no pudiesen dejar de bailar, como si alguien las obligase a mantener ese ritmo frenético. Me resulta inquietante, y a la vez me atrae. Una parte de mí siente ganas de unirse a ellas en el baile…

No me lo puedo creer… No me lo puedo creer. Me llevo la mano al estómago y respiro con dificultad. Una de las esculturas es terroríficamente parecida a la joven que he visto antes. Pero eso no es posible, salvo que sea modelo. Eso es, es muy guapa, seguro que es modelo. Aun así, levanto mi mano y voy a tocarla, pero el frío se intensifica y algo me hace querer salir de ahí de inmediato.

Retrocedo por donde mismo llegué, nerviosa, con prisas. Y sin mirar atrás. Todo el tiempo una sensación de llevar a alguien tras de mí, esa sensación de que en cualquier instante alguien te va a agarrar por la blusa o el pelo. Acelero, tomo la urna que antes dejé en el suelo y me apresuro a casa. ¿Dónde se habrá metido la chica? Siento humedad bajo mi nariz al mismo tiempo que el frío empieza a remitir. Cuando voy a entrar en casa por la puerta que la conecta con el jardín, me veo reflejada. La humedad es sangre. Estoy sangrando por la nariz, y mi corazón, sin motivo, late loco y acelerado.

Estatuas de sal

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